11 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (2)

Antes de entrar en materia voy a permitirme advertir a los lectores que, aunque todo lo que he de decir es verdad, no habrá en todo el cuento una sola palabra de verdad; que, aunque Lovel es un hombre de carne y hueso que nada en la abundancia, y aunque no es difícil que le topéis en vuestro camino, os desafío a que me le señaléis con el dedo; que su esposa —porque ahora no vamos a ocuparnos de Lovel viudo— no es, ni mucho menos, la señora con quien os empeñaréis en identificarla, al decir —como diréis con vano afán—: «¡Oh! Ese personaje está inspirado en Fulana o está copiado de la señora Tal». No. Os equivocáis de medio a medio. ¡Cómo! Si hasta los prospectos editoriales casi estoy por decir que han de apelar a la pícara estratagema de anunciar: «Revelaciones acerca de la alta sociedad: El beau monde se encontrará grandemente impresionado al reconocer los retratos de sus ilustres próceres en la novela de costumbres de miss Wiggin, que va a ponerse a la venta». O Sospechamos que en cierto palacio ducal ha de producir estupefacción el notar cómo el despiadado autor de Sugestivos misterios de May Fair ha sabido sorprender —y exponer con mano firme y decidida— ciertos secretos de familia, al tanto de los cuales sólo se suponía a unos pocos personajes de la más elevada aristocracia. Pero no; lejos de mi ánimo el tratar de atraer a un público inocente por medio de semejantes añagazas. Si os imponéis la prolija tarea de averiguar entre tantos miles de cabezas cuál es la que corresponde a cierto sombrero, en lo posible está que acertéis con ella; pero antes moriría el sombrerero que ayudaros a satisfacer vuestra curiosidad, a menos de que tenga alguna molestia que vengar, o tal cual bellaquería que castigar de cualquier individuo que no le sea fácil hallar a tiro en otra ocasión… entonces, sí; avanzará resueltamente y caerá sobre su víctima… —Un obispo, una mujer relamida, o, mejor aún, cualquier pariente atravesado—, y le calará el sombrero hasta las orejas, de tal manera que todo el mundo ría a carcajadas al contemplar el tembloroso rostro del miserable, rojo como una remolacha, y llorando de rabia y humillación, sufriendo la befa y el escarnio de la sociedad. Además, no puedo olvidar que soy a la sazón comensal de Lovel, cuya amistad y cocina son reputadas como las mejores de Londres. Si ellos se percataran de que yo los sacaba a relucir, tanto él como su esposa dejarían de convidarme. ¿Y qué hombre noble y generoso cambiaría por un chiste de poco más o menos a un amigo tan estimable, o cometería la estupidez de ponerle en evidencia en una novela? La persona menos conocedora del mundo rechazaría un pensamiento de tal naturaleza, tanto por bajo y canallesco como por absurdo. Precisamente estoy invitado a su casa para un día de la próxima semana: Vous concevez?, me es imposible decir el día con precisión, porque entonces me descubrirían, y se acabarían las invitaciones para el antiguo amigo. No habría de gustarle aparecer en la historia, como tendría que figurar, representando a un hombre de escasa mentalidad. Él se considera a sí mismo persona de resolución y de firmes actitudes. Habla con rapidez, usa una ostentosa barba; se dirige con aspereza a sus criados —los cuales le prefieren… a esa prenda de marta o armiño en la que se guarecen en invierno las manos de las señoras—, y se conduce con su mujer de tal manera, que yo creo que ella cree que él cree que es el amo de la casa. «Isabel, hija mía, me parece que se refiere a A., o a B., o a D.» —creo oír decir a Lovel—; y que contesta ella: «¡Oh!, sí, no hay duda de que es D…, es su retrato». «Es D. clavado» —añade Lovel.
Ella por fuerza adivina que yo me propongo dibujar a su marido en las precedentes líneas; pero no me da testimonio de haberlo advertido sino por una intencionada cortesía: por —me será lícito decirlo— unas cuantas invitaciones más; por una mirada de aquellos ojos insondables —¡Dios bendito!, pensar que usó gafas tanto tiempo y que aún los defendía a veces con una visera—, en los cuales, cuando se les mira en ciertas ocasiones, se puede bucear tan hondo, tan hondo, tan hondo, que desafío a cualquiera a penetrar hasta la mitad del misterio que encierran.
Cuando yo era muchacho tuve habitaciones en Beak Street y en Regent Street —claro que no he vivido en Beak Street, como no he vivido en Be1grave Square; pero estimo conveniente decirlo, y confío en que no habrá ningún caballero tan mal criado que se atreva a contradecirme…— viví, repito, en tiempo en Beak Street. Prior era el nombre de mi patrona. Esta señora había atravesado mejores épocas…; a muchas patronas les ha pasado lo mismo. Su marido…, no diremos el patrón, porque la señora Prior era la que gobernaba…, había sido en mejores tiempos capitán o teniente de la milicia; residió luego en Diss-Norfolk, sin oficio ni beneficio; estuvo después en Norwich Castle preso por deudas; más tarde fue escribano en Southampton Buildings —Londres—; luego teniente y pagador en los Cazadores del Bom Retiro, al servicio de su majestad la reina de Portugal; por fin, estuvo en Melina Place, St. Georg’s Field’s, etcétera. Omito la reseña circunstanciada de una existencia que ya ha trazado paso a paso un biógrafo legal y que más de una vez ha sido objeto de investigaciones judiciales, llevadas a efecto por ciertos comisarios de Lincoln’s Inn Field’s. Prior, por este tiempo, después de haber salido a flote de cien naufragios logrando encaramarse en una barquichuela salvadora, actuaba de escribiente en la casa de un comerciante de carbón de la ribera. «Ya comprenderá usted, señor —decía él—, que mi colocación es transitoria… La fortuna de la guerra, la fortuna de la guerra». Chapurraba no pocas lenguas extranjeras. Su persona exhalaba un fuerte olor a tabaco. Ciertos hombres barbudos de los que se dedican a hollar con sus cascos los alrededores de Regent Street solían llegar por la tarde a preguntar por «el capitán». Era conocido en todos los billares de las cercanías, donde, según mis noticias, se le respetaba muy poco. No podréis haceros cargo, por lo que aquí ha de hablarse del capitán Prior, de lo inaguantable que resultaban el tal sujeto y sus groseras baladronadas, ni será fácil que os representéis la molestia que ocasionaban las repetidísimas demandas de pequeños préstamos, cuya pérdida era cosa descontada, todo lo cual habéis de suponer que ha ocurrido antes de levantarse el telón para el presente drama. Sólo dos personas en el mundo creo yo que se sentían movidas por la compasión hacia él: su mujer, que aún conservaba el dulce recuerdo del guapo mozo que le ofreciera su amor y supiera conquistarla, y su hija Isabel, a la cual Prior, durante los dos últimos meses de su vida y hasta que le atacara la enfermedad que le llevó al sepulcro, había acompañado todas las tardes a lo que él llamaba «la academia». Estáis en lo cierto. Isabel es el personaje central de la historia. Cuando la conocí era una delicada y esbelta muchacha de quince años. Tenía el rostro sembrado de pecas, y era un tanto rojizo su cabello. Su vestido era bastante corto. Solía pedirme prestados algunos libros y tocar el piano del vecino del piso primero, cuyo nombre era Slumley, siempre que éste se hallaba fuera de casa. Slumley era director de La Moda, periódico que se publicaba por entonces; era además autor de muchos cantos populares y amigo de varios almacenistas de música. Y, gracias a la influencia de mister Slumley, fue Isabel admitida como discípula en lo que la familia daba en llamar «la academia».

William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

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