LA CASA DEL GATO QUE JUEGA A LA PELOTA
Cierta lluviosa mañana del mes de marzo, un joven cuidadosamente arrebujado en su abrigo permanecía de pie bajo la marquesina de una tienda, frente a la vieja casa a que nos hemos referido y que él contemplaba con el interés de un arqueólogo. A decir verdad, aquel vestigio de la burguesía del siglo XVII ofrecía al observador más de un problema a resolver. En cada piso había una singularidad: en el primero, cuatro ventanas largas, estrechas, muy juntas las unas a las otras, presentaban en su parte inferior unas piezas de madera destinadas a producir esa luz incierta, merced a la cual un hábil comerciante presta a las telas el color deseado por sus clientes. El joven parecía desdeñar profundamente esta parte esencial de la casa, y sus ojos no se habían detenido aún en ella. Las ventanas del segundo piso, cuyas abiertas celosías permitían ver, a través de grandes vidrios de Bohemia, pequeños visillos de muselina roja, tampoco le interesaban. Su atención iba dirigida particularmente al tercer piso, hacia unas humildes ventanas cuya madera, toscamente trabajada, habría merecido ser llevada al Conservatorio de Artes y Oficios para mostrar allí los primeros esfuerzos de la ebanistería francesa. Las ventanas tenían unos pequeños vidrios de color verde tan intenso que, sin su excelente vista, el joven no habría podido distinguir las cortinas a cuadros azules que ocultaban los misterios de aquel apartamento a los ojos de los profanos. De vez en cuando, cansado el observador de su contemplación infructuosa, o del silencio en que la casa se hallaba sepultada, lo mismo que el barrio entero, bajaba los ojos hacia las partes inferiores. Una involuntaria sonrisa dibujábase entonces en sus labios al volver a ver la tienda, en la que efectivamente había cosas bastante risibles. Un formidable trozo de madera, apoyada horizontalmente sobre cuatro pilares que parecían encorvados bajo el peso de aquella casa decrépita, había sido cubierta con tantas capas de pintura como el maquillaje de una anciana duquesa. En medio de esta viga ancha, lindamente esculpida, hallábase un antiguo cuadro que representaba un gato jugando a la pelota. Esta imagen le hacía mucha gracia a nuestro joven, pues debemos advertir que el más hábil de los pintores modernos no inventaría escena tan cómica. El animal sostenía con una de sus patas delanteras una raqueta tan grande como su propio cuerpo, y se levantaba sobre sus patas traseras para observar una enorme pelota que le lanzaba un gentilhombre cubierto de bordados. El dibujo, los colores, los accesorios, todo estaba tratado de suerte que hiciera creer que el artista había querido burlarse del comerciante y de los transeúntes. Al alterar esta ingenua pintura, el tiempo la había hecho todavía más grotesca merced a algunas particularidades que habían de inquietar a los paseantes curiosos. Así, el rabo moteado del gato estaba de tal modo recortado que se le podía tomar por un espectador, tan grande, alta y tupida era la cola de los gatos de nuestros antepasados. A la derecha del cuadro, sobre un campo de azur que disfrazaba de un modo imperfecto lo podrida que estaba la madera, los transeúntes leían: GUILLAUME, y a la izquierda: SUCESOR DEL SEÑOR CHEVREL. El sol y la lluvia habían corroído la mayor parte del oro triturado y parsimoniosamente aplicado sobre las letras de esta inscripción, en la cual las U sustituían a las V y viceversa, según las leyes de la antigua ortografía francesa. Con objeto de rebajar el orgullo de aquellos que creen que el mundo se vuelve cada día más inteligente, y que el moderno charlatanismo lo supera todo, conviene hacer observar aquí que estas muestras mercantiles, cuya etimología parece extraña a más de un negociante parisiense, son la imagen ya muerta de los cuadros vivos con ayuda de los cuales nuestros avispados antepasados habían logrado atraer los clientes hacia sus establecimientos. Así, la “Trucha que hila”, el “Mono verde” y otros parecidos, fueron animales enjaulados cuya habilidad maravillaba a los transeúntes y cuyo adiestramiento demostraba la paciencia de los industriales del siglo XV. Semejantes curiosidades enriquecían más de prisa a sus felices dueños que los letreros “La Providencia”, “La Honradez”, “La Gracia de Dios” o “La Degollación de San Juan Bautista” que todavía se ven en la calle de Saint-Denis. Sin embargo, el desconocido no permanecía allí para admirar el gato, que un momento de atención bastaba para grabar en la memoria. Aquel joven poseía también sus peculiaridades. Su abrigo, con pliegues a la antigua, permitía ver un elegante calzado, tanto más notable en medio del barro parisiense, cuanto que llevaba unas medias de seda blanca, cuyas salpicaduras daban fe de su impaciencia.
Dedicado a la señorita
María de Montbeau
Hacia la mitad de la calle de Saint-Denis, casi en la esquina de la del Petit Lion, existía no hace mucho tiempo una de esas preciosas casas que brindan a los historiadores la ocasión de reconstruir por analogía lo que era el viejo París. Las paredes de aquella vetusta mansión, que amenazaban con desplomarse de un momento a otro, parecían cubiertas de jeroglíficos. ¿Qué otro nombre podría darse a las X y a las V que trazaban en la fachada las piezas de madera transversales o diagonales descubiertas bajo el encalado de la pared por pequeñas grietas paralelas? Al paso del más ligero carruaje, cada una de aquellas vigas se estremecía ostensiblemente. Este venerable edificio hallábase coronado por uno de esos tejados triangulares de los que pronto no se verá ya ningún modelo en París. Dicha techumbre, retorcida por las intemperancias del clima parisiense, sobresalía unos tres pies hacia la calle, tanto para resguardar de las aguas pluviales el umbral de la puerta, como para abrigar la pared de una buhardilla y su tragaluz, carente de apoyo. Este último piso fue construido con planchas clavadas una encima de otra como pizarras, a fin, sin duda, de no cargar demasiado un edificio tan endeble.Cierta lluviosa mañana del mes de marzo, un joven cuidadosamente arrebujado en su abrigo permanecía de pie bajo la marquesina de una tienda, frente a la vieja casa a que nos hemos referido y que él contemplaba con el interés de un arqueólogo. A decir verdad, aquel vestigio de la burguesía del siglo XVII ofrecía al observador más de un problema a resolver. En cada piso había una singularidad: en el primero, cuatro ventanas largas, estrechas, muy juntas las unas a las otras, presentaban en su parte inferior unas piezas de madera destinadas a producir esa luz incierta, merced a la cual un hábil comerciante presta a las telas el color deseado por sus clientes. El joven parecía desdeñar profundamente esta parte esencial de la casa, y sus ojos no se habían detenido aún en ella. Las ventanas del segundo piso, cuyas abiertas celosías permitían ver, a través de grandes vidrios de Bohemia, pequeños visillos de muselina roja, tampoco le interesaban. Su atención iba dirigida particularmente al tercer piso, hacia unas humildes ventanas cuya madera, toscamente trabajada, habría merecido ser llevada al Conservatorio de Artes y Oficios para mostrar allí los primeros esfuerzos de la ebanistería francesa. Las ventanas tenían unos pequeños vidrios de color verde tan intenso que, sin su excelente vista, el joven no habría podido distinguir las cortinas a cuadros azules que ocultaban los misterios de aquel apartamento a los ojos de los profanos. De vez en cuando, cansado el observador de su contemplación infructuosa, o del silencio en que la casa se hallaba sepultada, lo mismo que el barrio entero, bajaba los ojos hacia las partes inferiores. Una involuntaria sonrisa dibujábase entonces en sus labios al volver a ver la tienda, en la que efectivamente había cosas bastante risibles. Un formidable trozo de madera, apoyada horizontalmente sobre cuatro pilares que parecían encorvados bajo el peso de aquella casa decrépita, había sido cubierta con tantas capas de pintura como el maquillaje de una anciana duquesa. En medio de esta viga ancha, lindamente esculpida, hallábase un antiguo cuadro que representaba un gato jugando a la pelota. Esta imagen le hacía mucha gracia a nuestro joven, pues debemos advertir que el más hábil de los pintores modernos no inventaría escena tan cómica. El animal sostenía con una de sus patas delanteras una raqueta tan grande como su propio cuerpo, y se levantaba sobre sus patas traseras para observar una enorme pelota que le lanzaba un gentilhombre cubierto de bordados. El dibujo, los colores, los accesorios, todo estaba tratado de suerte que hiciera creer que el artista había querido burlarse del comerciante y de los transeúntes. Al alterar esta ingenua pintura, el tiempo la había hecho todavía más grotesca merced a algunas particularidades que habían de inquietar a los paseantes curiosos. Así, el rabo moteado del gato estaba de tal modo recortado que se le podía tomar por un espectador, tan grande, alta y tupida era la cola de los gatos de nuestros antepasados. A la derecha del cuadro, sobre un campo de azur que disfrazaba de un modo imperfecto lo podrida que estaba la madera, los transeúntes leían: GUILLAUME, y a la izquierda: SUCESOR DEL SEÑOR CHEVREL. El sol y la lluvia habían corroído la mayor parte del oro triturado y parsimoniosamente aplicado sobre las letras de esta inscripción, en la cual las U sustituían a las V y viceversa, según las leyes de la antigua ortografía francesa. Con objeto de rebajar el orgullo de aquellos que creen que el mundo se vuelve cada día más inteligente, y que el moderno charlatanismo lo supera todo, conviene hacer observar aquí que estas muestras mercantiles, cuya etimología parece extraña a más de un negociante parisiense, son la imagen ya muerta de los cuadros vivos con ayuda de los cuales nuestros avispados antepasados habían logrado atraer los clientes hacia sus establecimientos. Así, la “Trucha que hila”, el “Mono verde” y otros parecidos, fueron animales enjaulados cuya habilidad maravillaba a los transeúntes y cuyo adiestramiento demostraba la paciencia de los industriales del siglo XV. Semejantes curiosidades enriquecían más de prisa a sus felices dueños que los letreros “La Providencia”, “La Honradez”, “La Gracia de Dios” o “La Degollación de San Juan Bautista” que todavía se ven en la calle de Saint-Denis. Sin embargo, el desconocido no permanecía allí para admirar el gato, que un momento de atención bastaba para grabar en la memoria. Aquel joven poseía también sus peculiaridades. Su abrigo, con pliegues a la antigua, permitía ver un elegante calzado, tanto más notable en medio del barro parisiense, cuanto que llevaba unas medias de seda blanca, cuyas salpicaduras daban fe de su impaciencia.