Los ojos de Guillermo, muy abiertos, llenos de reproche y melancólicos, siguieron todos sus movimientos.
—¡Tres ventanas y el gato de la señora Clive en una sola mañana! —empezó a comentar el señor Brown con severidad.
Guillermo le interrumpió asegurando:
—No tenía «intenciones» de darle a ese gato. De veras. Yo no iría haciendo rabiar a los gatos. Se «enfuerecen» en seguida esos animales. Es que se metió en el paso de mi flecha. No pude dejar de disparar a tiempo… Y tampoco tenía «intenciones» de romper esas ventanas. Yo no «intentaba» dar en ellas. Aún no he podido dar a nada de lo que apuntaba. Aún no he aprendido. Es cuestión de maña, pero hace falta práctica.
El señor Brown se metió la llave en el bolsillo.
—Es una maña que no es fácil que adquieras practicando con este instrumento —dijo por fin secamente.
Guillermo salió al jardín y miró tristemente hacia la pared. Pero la niña de al lado estaba fuera y no podía simpatizar con él, aunque se encaramase a la tapia con este propósito. La suerte le era adversa en todos los sentidos.
Así, pues, exhalando un profundo suspiro, salió del jardín, desconsolado, y echó a andar carretera abajo, con las manos metidas en los bolsillos.
La vida se le presentaba vacía y poco interesante sin su arco y su flecha. Pelirrojo tendría su arco y su flecha. Sólo él, Guillermo, distinto a los demás, sería un paria social, un muchacho sin arco y sin flecha, ya que habéis de saber que los arcos y las flechas estaban de moda. ¡Si siquiera alguno de los otros rompiera alguna ventana o diera a un gato que no tuviese suficiente sentido común para quitarse del paso… y entonces le ocurriera lo mismo que a él le había pasado…!
Llegó a un portillo con escalones que conducía a un prado y se sentó sobre él, deprimido, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos. No valía la pena de vivir aquella vida.
—¡Un miserable gato! —exclamó en alta voz—. ¡Un miserable gato…! Y ni siquiera le hice daño. Armó jaleo nada más que por despecho, maullando y bufando. ¡Y las ventanas…! ¡Como si el vidrio no fuese barato y la mar de fácil de poner! Sería… sería capaz de arreglarlas yo mismo… si tuviese las cosas para hacerlo. Yo…
Se interrumpió. Algo bajaba por la carretera. Caminaba con paso ligero, saltarín, con sus orejas de «foxterrier» erguidas, su hocico de perdiguero alzado, meneando su rabo de perro de pastor y con su cuerpo, casi de «basset», temblando de alegría de vivir.
Se detuvo delante de Guillermo dando un alegre ladrido de saludo; luego aguardó ávido, alerta, ansioso de amistad.
—¡Ratas! ¡Anda, búscalas! —dijo Guillermo sin gran interés.
El perro dio un saltito y aguardó la aparición de algo, con las patas delanteras separadas, un ojo clavado en Guillermo y el otro en lo que pudiera aparecer para ser perseguido.
El muchacho rompió una rama del seto y la tiró. El perro dio un ladrido y corrió tras ella, hasta cogerla; luego la mordió, la tiró al aire, la volvió a coger, le gruñó incluso, y, por fin, se la volvió a llevar a Guillermo, aguardando, jadeante y encantado, como suplicando que se repitiera otra vez el divertido juego.
El niño empezó a reanimarse. Se apeó del portillo y examinó el collar del perro.
Sólo llevaba inscrita una palabra: «Jumble».
—¡Eh, «Jumble»! —llamó entonces, echando a andar carretera abajo.
Y «Jumble» empezó a brincar a su alrededor. Se alejó corriendo y volvió de la misma manera. Le mordisqueó las botas; saltó, amistoso a más no poder y volvió a echar a correr. Luego suplicó, con todos sus gestos, que le echasen otra rama, la cogió, rodó por el suelo con ella, la gruñó, la trituró y finalmente depositó los restos a los pies de Guillermo.
—¡Muy bien, muy bien! —le animó el niño—. ¡Así se hace, «Jumble»! ¡Vamos!
«Jumble» fue. Guillermo atravesó la población orgulloso, con el perro jugando a su alrededor.
De vez en cuando volvía la cabeza y silbaba imperiosamente, para hacer que su protegido abandonara su investigación de la cuneta. Era un silbido imperioso, dominador y, sin embargo, despreocupado: un silbido que Guillermo había practicado mucho en secreto para el feliz día en que la Providencia le deparara un perro de verdad que fuera suyo exclusivamente. Sólo que hasta aquel momento, la Providencia, encarnada en sus padres, había hecho oídos sordos a todas sus súplicas.
El muchacho pasó, repetimos, una mañana muy feliz.