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09 octubre 2022

El sastre Sisí y el zapatero Nonó

 El sastre Sisí y el zapatero Nonó

En un pueblecito vivían una vez un sastre y un zapatero. Sus casas estaban una frente a la otra, en la mismo calle. El sastre era un hombre muy simpático, con un gran bigote negro. La gente le llamaba Sisí, porque siempre decía: «Sí, sí, ya lo creo».
En cambio, al zapatero le llamaban Nonó, porque cuando alguien iba a pedirle un favor replicaba siempre: «No, no, de ninguna manera». Era bajo y feo, y tenía la cara rodeada de una larga barba que se acariciaba muy satisfecho.
Los dos eran buenos amigos, a pesar de que el sastre siempre estaba contento y alegre y el zapatero no dejaba ni un momento de refunfuñar. Se pasaban el día entero trabajando a la puerta de sus casas. El sastre con su aguja y sus tijeras, silbando una alegre canción. El zapatero martillando las suelas de los zapatos. Cada martillazo era subrayado con una palabra fea. A cada clavo que clavaba en el cuero soltaba un juramento.
Un día estalló un gran incendio en el pueblo y fueron destruidas muchos casas, entre ellas la del sastre y la del zapatero. Por ello los dos decidieron partir de viaje e ir a ganar la vida a otro lugar. Hicieron un paquete con lo que les quedaba y las herramientas de su oficio y emprendieron la marcha. Atravesaron muchas ciudades y pueblos, repasando la ropa de la gente y remendando sus zapatos.
Una tarde, cansados y hambrientos, llegaron a una solitaria posada que se levantaba al borde de la carretera. Preguntaron al posadero si tenían algún trabajo para ellos. A cambio de hacerlo pedían sólo algo que comer y beber y un cuartito para dormir. El posadero aceptó el convenio y los dos amigos trabajaron sin parar durante todo el día. Cuando hubieron terminado, cada uno se retiró a su habitación y se dejó caer, exhausto, en la cama. Antes de dormirse el zapatero refunfuñó algo contra la miseria del mundo, donde tanto costaba ganarse la vida. Luego cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. De pronto oyó un ruido y le pareció que alguien llamaba a la ventana. Se levantó enseguida para ver quién turbaba su reposo. En el alféizar vio a una gallina que, con el pico, daba unos golpecitos en los cristales.
—¿Qué diablos quieres, impertinente animal? —preguntó el zapatero tirándose de la barba—. ¿No puedes dejar descansar a la gente?
—Usted perdone, señor Zapatero —se excusó la gallina—. Tengo un huevo que está un poquito roto y no puedo empollarlo. Le suplico que le ponga un parche y le pagaré su trabajo.
—¡No, no, de ninguna manera! —replicó el zapatero, cerrando furioso la ventana.
El sastre también se había acostado, y antes de meterse en la cama tarareó una alegre canción. Igual que su compañero oyó él los golpecitos en el cristal. Corrió a la ventana y, al abrirlo, vio a la gallina.
—Por favor, señor Sastre —cacareó el ave. ¿Querría zurcirme un huevo para que pueda empollarlo?
—Sí, sí, desde luego —replicó Sisí, acariciándose el bigote.
Se vistió en un salto y sin perder momento enhebró la aguja.
—¿Dónde está el huevo? —preguntó.
La gallina buscó debajo de una de sus alas y sacó un huevo dorado que tenía una pequeña grieta.
—¡Qué hermoso! —exclamó el asombrado sastre—. ¡Qué lástima que esté roto! Enseguida lo arreglaremos.
Como era un sastre muy mañoso arregló en un momento la rotura, y lo hizo tan bien que apenas podía verse el zurcido.
La gallina batió alegremente las alas y dijo:
—Maestro, con todo mi corazón le doy las gracias. ¿Cuánto le debo?

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