01 enero 2022

1 de enero

 Un genio solitario proclama la verdad sobre el tiempo

El calendario es intolerable para la sabiduría, el horror de toda la astronomía y un motivo de risa para el punto de vista de un matemático.
ROGER BACON, 1267
Hace siete siglos, un enfermizo fraile inglés envió una estridente misiva a Roma. Era una llamada apremiante, dirigida al papa Clemente IV, para que, de una vez por todas, el tiempo se definiera con exactitud. Calculando que el año del calendario era unos 11 minutos más largo que el año solar real, Roger Bacon informaba al sumo pontífice de que esto sumaba un error de un día entero cada 125 años, un excedente de tiempo que a lo largo de los siglos había acumulado, en la época de Bacon, nueve días. Si no se corregía, esta tendencia trasladaría marzo a lo más crudo del invierno y agosto a la primavera. Más horrible en esta época piadosa era la insistencia de Bacon en que los cristianos estaban celebrando la Pascua de Resurrección y demás festividades en fechas erróneas, una acusación tan ultrajante en 1267 que Bacon se arriesgó a que lo calificaran de hereje por poner en duda la veracidad de la Iglesia católica.
A Roger Bacon no le importaba. Era uno de los más originales e irascibles pensadores de la Europa medieval y parecía disfrutar de su papel de rebelde, primero como profesor de la Universidad de París desde 1240 y después como sacerdote tras ingresar en la orden franciscana después de 1250, a los cuarenta años. Insaciable curioso y siempre empeñado en poner en duda la ortodoxia, Bacon dedicó su vida a reflexionar qué causa un arco iris, a dibujar la anatomía del ojo humano y a desarrollar una fórmula secreta de la pólvora. Dos siglos antes de Leonardo da Vinci, predijo la invención del telescopio, las gafas, los aviones, los motores de alta velocidad, barcos autopropulsados y motores de gran capacidad. Llegó a estas conclusiones basándose en la idea, radical por aquel entonces, de que la ciencia ofrecía verdades objetivas, al margen del dogma o de lo que constara en los libros.
Los contemporáneos de Bacon estaban sorprendidos por su intelecto, pero asustados por sus ideas. Parece que sus propios hermanos de orden en Oxford y París le impidieron salir del convento. Aún peor, le prohibieron durante largos periodos escribir y enseñar, manteniéndolo ocupado con las tareas cotidianas del monasterio: atender el jardín, recitar oraciones, barrer el suelo. De vez en cuando lo castigaban retirándole la comida.
Este habría sido el final de la historia de Roger Bacon si no hubiera sido por el súbito interés que Guy Foulques, apodado «el Gordo», sintió por sus ideas. En 1265, este abogado y consejero del rey Luis IX de Francia descubrió a Bacon y contactó con él, pidiéndole que le enviara un resumen de sus ideas. Como Bacon, Foulques se había ordenado sacerdote ya mayor, en 1256, el año que murió su mujer. Después había ascendido a velocidad meteórica a obispo, arzobispo y cardenal, cargo que ejercía cuando se acercó a Bacon. No se sabe cómo se enteró Foulques de la existencia de aquel fraile tanto tiempo enclaustrado; tampoco está claro por qué aquel importante cardenal estaba interesado en las ideas de Bacon, ni por qué estaba de acuerdo con él.
Fueran cuales fuesen sus razones, el interés de Foulques supuso un giro fundamental para Roger Bacon. El fraile, tras tantos sufrimientos, debió de sentirse como si finalmente le fuera permitido volver al mundo normal. Y por si esto no bastara, meses más tarde Guy Foulques, el Gordo, fue elegido pontífice de la Iglesia católica, adoptando el nombre de Clemente IV. Dé aquí surgió un segundo contacto con Bacon: un breve papal fechado en junio de 1266 ordenando que se enviara cuanto antes a San Pedro de Roma la obra del fraile.
Bacon estaba jubiloso pero avergonzado, ya que, después de años de hostigamiento en el seno de su propia orden religiosa, incluyendo a veces la prohibición de escribir, no tenía nada completo que enviar a Roma.
«Mis superiores y mis hermanos —escribió al Papa el contrariado Bacon— me castigan con el hambre, me tienen bajo estrecha vigilancia y no permitirían a nadie acercarse a mí, dado que temen que mis escritos los conozcan otros, además de ellos».
Libre al fin para proseguir con sus ideas, Roger Bacon prometió preparar un manuscrito y enviarlo lo antes posible. Durante casi dos años trabajó incansablemente y al final, en 1267, envió a Roma un tratado colosal titulado Opus maius. En este y otros dos libros, llevados personalmente por un fiel sirviente llamado Juan a través de los caminos a menudo traicioneros de la Europa de la Edad Media, Bacon comenta desde el estudio de las lenguas y la geometría de los prismas hasta la geografía de tierra Santa.
La parte que describe los fallos del calendario está en un largo y oscilante capítulo sobre matemáticas, en una sección en la que el autor aboga por utilizar la objetividad de los números y de la ciencia para denunciar los errores. Empieza al afirmar que está tratando una materia «sin la cual habría gran peligro y confusión», un error causado por la «ignorancia y la negligencia […] [que son] despreciables a los ojos de Dios y de los santos […]». «El tema en que pienso —dice— es la corrección del calendario».
Bacon remite los defectos del calendario a su inventor, Julio César, que puso en vigor el modelo utilizado por Bacon (y también por nosotros en la actualidad, con alguna modificación) el 1 de enero del 45 a. C. «Julio César, versado en astronomía, completó el orden del calendario hasta donde pudo en su época», escribe Bacon:
Pero Julio no llegó a la verdadera longitud del año, que en nuestro calendario supuso que era de 365 días y un cuarto […]. Pero está claramente probado que la longitud del año solar no es tan grande, antes bien es menor. Este defecto calculan los científicos que es la centésima trigésima parte de un día. Por lo tanto, al cabo de 130 años hay un día de más. Si dichos días se quitaran, el calendario se perfeccionaría al menos en lo que se refiere a este error. En consecuencia, puesto que todas las longitudes del calendario se basan en la duración del día solar, es necesario desconfiar de ellas, ya que tienen una base falsa.
Bacon también señala otro error del calendario que proviene del primero. «Hay otro gran error —escribe Bacon— relacionado con la determinación de los equinoccios y los solsticios. Pues […] los equinoccios y solsticios están situados en días fijos […]. Pero los astrónomos saben que no son fijos, que suben en el calendario, como está probado por tablas e instrumentos».
Este segundo punto era de capital importancia, afirma Bacon, porque el equinoccio de primavera (astronómicamente hablando, el punto situado entre el invierno y el verano en el que el sol cruza el ecuador) es la fecha utilizada por los cristianos para determinar la Pascua de Resurrección. Según las normas de la Iglesia, la Resurrección se celebra el primer domingo que sigue a la primera luna llena después del equinoccio de primavera En tiempos de Bacon, el equinoccio estaba fijado permanentemente en el 21 de marzo, por orden de la Iglesia, tal como había quedado establecido en un importante concilio celebrado en Nicea (actual Turquía) en el año 325 de nuestra era. Pero desde el 325, como apunta Bacon, el equinoccio había «subido en el calendario […] y de igual manera los solsticios y el otro equinoccio» un día cada 130 años u 11 minutos al año. Determinó que la fecha auténtica del equinoccio del año en que estaba escribiendo (1267) caía «tres días antes de los idus de marzo», o sea, el 12 de marzo (una diferencia de nueve días). «Este hecho no sólo lo certifican los astrónomos —afirma Bacon— sino que también cualquier profano puede percibir a simple vista la incidencia de los rayos solares, ora más arriba, ora más abajo, en la pared o en otro objeto, como cualquiera puede notar».
Bacon calculaba que en 1361 el calendario habría de retroceder otro día entero, creando la máxima confusión en el desfile de fechas y días santos. El fraile concluía pidiendo a Clemente que abrazara la «verdad» de la ciencia y corrigiera el error.
Vos, Santo Padre, tenéis poder para ordenarlo, y encontraréis hombres con soluciones excelentes para este particular, y no sólo en lo relativo a los mencionados defectos, sino también en los de todo el calendario […] Si esta labor gloriosa se llevara a cabo en vida de Vuestra Santidad, se consumaría una de las hazañas mayores, mejores y más hermosas de la Iglesia de Dios.
La solución de Bacon era quitar un día del calendario cada 125 años. Pero hizo una advertencia en el sentido de que «nadie nos ha dado todavía la duración verdadera de un año, con pruebas concluyentes, y sin ninguna duda», una realidad que continuaría complicando la solución final del problema del calendario durante los siglos siguientes.
Roger Bacon no fue exactamente el primero en darse cuenta del desajuste del calendario respecto del año solar. Mil años antes, el astrónomo griego Claudio Tolomeo (c. 100-178) había señalado que el año del calendario se quedaba corto respecto del año verdadero, aunque su cálculo difería sustancialmente del de Bacon. En el Almagesto, una obra astronómica muy leída (aunque no totalmente entendida) durante la Edad Media, Tolomeo estima la diferencia en cerca de tres centésimas de día, un salto de un día completo cada 300 años. Esto da un defecto de cinco minutos, es decir, un año de 365 días, 5 horas y 55 minutos, frente al año juliano de 365 días y 6 horas (365 días y cuarto). «Y este número de días —escribe Tolomeo— lo podemos tomar como la aproximación más cercana posible, dadas las observaciones que tenemos en el presente». Considerando que Tolomeo, como Bacon, no tenía telescopio y creía que el sol giraba alrededor de la tierra, este cálculo era bastante aproximado, aunque menos que el año baconiano de 365 días, 5 horas y 49 minutos.
Entre la época de Tolomeo y la de Bacon, los eruditos de Europa y Asia idearon distintas soluciones, tratando de mejorar las estimaciones del año auténtico, pero siempre pecando por exceso o por defecto. Entre estos eruditos estaban el gran astrónomo indio Aryabhata (476-550), el matemático Mohamed ibn Musa al-Jwarizmí (c. 780-850) y otros del mundo musulmán; y una lista desigual de frailes y eruditos más o menos conocidos en Occidente; el más famoso fue Beda el Venerable (673-735) de Britania. Utilizando el reloj de sol de un monasterio de Northumbria, Beda sospechaba que el año solar estaba ligeramente desajustado con el calendario, pero no sabía cuánto. En parte era porque los europeos, después de la caída de Roma, o descuidaban o no entendían las fracciones complejas. Tendían a redondearlo todo, menos las fracciones sencillas como un cuarto o la mitad.
Otros monjes que intentaron y no supieron calcular el año solar auténtico fueron Notker el Tartamudo, un monje suizo que puso en duda la exactitud de ciertas fiestas de guardar en un tratado escrito alrededor de 896; el eclesiástico francés Hermann el Cojo, que se atrevió a sugerir en 1042 que el calendario aprobado por la Iglesia podía no coincidir con los cielos; y Raniero de Paderborn, que lo intentó en 1100. Pero ninguno de estos computistas se atrevió a desafiar a la Iglesia en un tema tan fundamental como el cálculo del tiempo.
Entonces llegó Roger Bacon, que aprovechó la oportunidad que le ofreció Clemente para zambullirse en este antiguo enigma. Rechazando con un golpe de su pluma siglos de reticencia de astrónomos temerosos, Bacon declaró que todo aquel que rechazara la verdad ofrecida por la ciencia era un necio.
No conocemos la reacción de Clemente a los pronunciamientos y llamadas de Bacon. El 29 de noviembre de 1268, el Papa murió de súbito, probablemente antes de que tuviera la oportunidad de leer la obra completa de Bacon.
Nada podía ser más desastroso para el fraile, que acababa de acusar a la Iglesia de ignorancia y obcecación y pedía reformas que los funcionarios del Vaticano, menos solidarios que Clemente, habrían condenado por herejía. Pero la Santa Sede hizo algo mucho más dañino; no le hicieron caso. El sucesor de Clemente, Gregorio X, no menciona a Bacon en sus escritos; tampoco lo menciona ningún otro personaje vinculado con San Pedro.
Pero Bacon continuó diciendo lo que pensaba. En 1272 lanzó un corrosivo ataque contra los académicos y lo que él consideraba el tenebroso estado del saber. No se olvidó de nadie, ni de las universidades, ni de los reyes, ni de los príncipes, ni de los abogados, ni de la corte pontificia. También comenzó a aplicar sus paradigmas de la verdad y la objetividad a la práctica del cristianismo, uniéndose a un pequeño pero activo movimiento de frailes extendido por toda Europa que creía que la Iglesia se había desviado de las enseñanzas originales de Cristo al adquirir demasiado poder y bienes humanos.
Bacon tuvo al final serios problemas a causa de su radicalismo. En el 1277 fue denunciado otra vez por su propia orden religiosa, que lo acusaba de apoyar «novedades sospechosas». Esta vez no se limitaron a enclaustrarlo: lo enviaron a prisión. Según los documentos franciscanos sobre el juicio, el consejo supremo de la orden «condenó y reprobó las enseñanzas del fraile Roger Bacon de Inglaterra», prohibiendo, a todos que leyeran sus obras. Además se solicitó del papa Nicolás III un decreto ordenando la posibilidad de eliminar «las peligrosas enseñanzas del fraile».
Durante década y media Roger Bacon desapareció. Más tarde, en 1292, el anciano fraile, ya entrado en los setenta y al parecer fuera de prisión, volvió a dar señales de vida para escribir otro enérgico ensayo, el último. Por entonces, sin embargo, el nombre de Roger Bacon era tan desconocido que este manuscrito, sin terminar ni publicar, no fue conocido por nadie. Tampoco se molestó nadie en apuntar la fecha exacta de su muerte, posiblemente acaecida aquel mismo año.
Pero la pasión baconiana por la verdad persistió. Roger Bacon se convertiría en un héroe a finales del Renacimiento y para los pensadores de la Ilustración, que se quedaron atónitos al ver la modernidad de sus ideas.
Hicieron falta tres siglos para que se cumplieran las demandas de Bacon sobre el calendario; por fin, el papa Gregorio XIII (1502-1585) reformó el calendario en 1582. Por entonces, los científicos llevaban varias décadas solicitando abiertamente una corrección. Incluso Copérnico, una generación antes de la reforma de Gregorio, había escrito un capítulo sobre la verdadera duración del año en su Revoluciones de las esferas celestes, publicado en 1543. En este mismo tratado presentaba una teoría convincente que desmentía la antigua creencia de que el sol y los planetas giraban alrededor de la tierra.
La reforma de Gregorio la llevó a efecto una comisión creada en 1572 o 1574 y dirigida por el matemático bávaro Cristóbal Clavio (Christophorus Clavius, 1537-1612), uno de los dos héroes silenciosos de la empresa. El otro fue un físico italiano llamado Luis Lilio (1510-1576), que fue quien realmente elaboró la solución que Gregorio promulgó en una bula papal el 24 de febrero de 1582. Habían pasado exactamente 316 años (más dos días y medio perdidos) desde la petición de Roger Bacon a Clemente IV.
Hoy casi todo el mundo da por sentada la exactitud del calendario, sin saber nada del largo hilo que se pierde en el pasado y que recorre prácticamente todas las grandes revoluciones de la ciencia, todas ligadas al cálculo del tiempo. El hilo, en términos generales, atraviesa todo Occidente, ya que en éste está el origen del calendario civil internacional, pero también hay ramificaciones de distintos tamaños y grosores que se desvían hacia China, la India, Egipto, Arabia y Mesopotamia. Si lo seguimos hacia atrás, el hilo se detiene provisionalmente en Clavio y en Bacon; en la fiebre de conocimiento del Islam y de Oriente durante la Edad Media; en los sangrientos conflictos por las fechas que se produjeron tras la caída de Roma; y en Roma en su punto álgido, cuando Julio César se enamoró de Cleopatra, una aventura que dio a Occidente su calendario. El hilo retrocede más allá del Egipto de los faraones, se remonta a Babilonia, a Sumer, a miles de años antes de que Roger Bacon escribiera al Papa, cuando un humano anónimo vestido con pieles de reno cogió un hueso de águila, miró al cielo y tuvo una idea tan radical en su día como Bacon en el suyo: utilizar la luna para medir el tiempo.


Historia del calendario
DAVID EWING DUNCAN

Desde la primera fecha registrada, en el año 4236 antes de Cristo, la gente ha intentado organizar la vida según los movimientos del Sol, la Luna y las estrellas, y generalmente lo ha hecho mal.
La singular historia de la medición del tiempo abarca del más remoto calendario prehistórico al actual «efecto 2000»; de las misteriosas piedras de Stonehenge a las pirámides de Egipto, alineadas astronómicamente; de los observatorios mayas al reloj atómico de Washington, medida oficial del tiempo planetario desde los años sesenta; de Julio César a Omar Khayyam, Copérnico, Galileo y Stephen Hawking.
Nuestro calendario actual es anterior a la invención del telescopio, al reloj mecánico y al concepto del cero. ¿Por qué el papa Gregorio arregló el calendario suprimiendo diez días de un plumazo? ¿Cómo llegó el mundo a ponerse de acuerdo en qué día estamos?
Frente al tercer milenio, cuando nuestro reloj personal parece acelerarse y el tiempo se vuelve cada vez más precioso, este libro fascinante nos explica los secretos de ese milagro llamado calendario.

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