Prefacio a la edición de 1849
Tras haber expresado el ya fallecido señor Waterton, hace algún tiempo, que los cuervos se estaban extinguiendo poco a poco en Inglaterra, le ofrecí las siguientes palabras acerca de mi experiencia con esas aves.
El cuervo de esta historia esta concebido a partir de dos grandes originales de los que fui, en distintos momentos, orgulloso propietario. El primero estaba en la flor de la juventud cuando fue descubierto en un modesto retiro de Londres por un amigo mío, que me lo dio. Tuvo desde el principio, como dice sir Hugh Evans de Anne Page, «buenas dotes» que mejoró por medio del estudio y la atención de manera ejemplar. Dormía en un establo —generalmente encima de un caballo— y tenía atemorizado a un perro ladrador gracias a su sobrenatural sagacidad; era conocido por poder, gracias a la superioridad de su genio, llevarse la comida del perro ante sus narices con total tranquilidad. Estaba adquiriendo rápidamente conocimientos y virtudes cuando, en una mala hora, su establo fue pintado. Observó a los pintores con atención, vio que manejaban con cuidado la pintura, e inmediatamente deseó poseerla. Cuando se fueron a comer, se comió toda la que habían dejado allí, una libra o dos de plomo blanco, y su juvenil indiscreción le llevó a la muerte.
Estando yo inconsolable a causa de su muerte, otro amigo mío de Yorkshire descubrió un cuervo más viejo y más dotado en el pub de una aldea, a cuyo propietario convenció para que le permitiera llevárselo a cambio de una pequeña cantidad de dinero, y me lo hizo llegar. El primer acto de este sabio fue disponer de todos los efectos de su predecesor, desenterrando todo el queso y las monedas de medio penique que había enterrado en el jardín, un trabajo que requirió inmensa laboriosidad y búsqueda, y al que dedicó todas sus energías mentales. Cuando hubo logrado esto, se aplicó a la adquisición del lenguaje del establo, en el que pronto fue un maestro hasta el punto de colocarse junto a mi ventana y conducir caballos imaginarios con gran habilidad durante todo el día. Quizá ni siquiera le vi en sus mejores momentos, pues su antiguo dueño mandó con él sus intenciones, «y siempre que quería que el pájaro pareciera muy fuerte, no tenía más que enseñarle a un hombre borracho», cosa que yo nunca hice, puesto que (por desgracia) no tenía más que a gente sobria a mi alrededor. Pero difícilmente podría haberlo respetado más, cualesquiera que hubieran sido las influencias estimulantes que pudiera haber visto. Él, sin embargo, no sentía el menor respeto por mí ni por nadie con la salvedad del cocinero, por el que sentía un gran apego, aunque sólo, me temo, como lo podría haber sentido un policía. En una ocasión, me lo encontré inesperadamente a media milla de mi casa, caminando por el medio de la calle, rodeado de una gran muchedumbre y exhibiendo espontáneamente todas sus virtudes. Su elegancia en esas circunstancias no la olvidaré nunca, como tampoco la extraordinaria galantería con que, negándose a volver a casa, se defendió tras una fuente hasta quedar en inferioridad numérica. Es bien posible que tuviera un genio demasiado brillante para vivir mucho, o puede que metiera alguna sustancia perniciosa en su pico, y por lo tanto en su buche, lo cual no es improbable, puesto que llenó de agujeros la pared del jardín picoteando el mortero, rompió incontables cristales rasgando la masilla que los sostenía a los marcos, y destrozó e ingirió, en astillas, la mayor parte de la escalera de madera de seis escalones y un descansillo, pero después de tres años también él enfermó y murió ante el fuego de la cocina. Miró atentamente la carne mientras se asaba, y de repente cayó sobre su espalda con un grito sepulcral de «¡Cuco!». Desde entonces no he tenido ningún cuervo.
Por lo que respecta a la historia de Barnaby Rudge, no creo poder decir nada aquí más apropiado que los siguientes pasajes del prefacio original.
Charles Dickens.
Barnaby Rudge.
Novela.
Cuervo: un amigo del cuco o casi.
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