24 enero 2022

Sobre el cuco (14) - a lo lejos el cuclillo lanzó de nuevo su grito loco y lascivo.

Los rayos del sol adormilado, que penetraban sesgados por la parte frontal de la casa, formaban alargados rectángulos color de oro en el marchito papel floreado que cubría las paredes de la gran estancia embaldosada que servía de comedor durante los fines de semana. La puerta principal estaba abierta de par en par, y por ella penetraban los distantes gritos de los cuclillos. Más allá del sendero de grava bordeado de hierba, más allá de la descendente explanada cubierta de césped recién cortado y del erecto seto de frambuesos, se divisaba el mar azul plata, de un color demasiado delgado y transparente para poderle llamar metálico, con calidad de papel de plata delgado como la piel; y el mar se alzaba y, en un punto indeterminado, se fundía con el pálido y esplendente azul del cielo de verano. En lo dorado y polvoriento del sol y en la etérea delgadez del mar había ya sugerencias de anochecida.

...

Ahora avanzaban a lo largo de una estrecha senda, encajonada entre altos márgenes de pronunciada pendiente, en los que las blancas florecillas de las ortigas formaban como una red, y la hierba se alzaba con fatiga sobre un musgo alto y amarillo que, a la luz del sol ardiente, presentaba un aspecto tan seco y polvoriento que difícilmente se hubiera dicho que pertenecía al reino vegetal. Reinaba allí un denso olor a polvo y vejez, que quizá procedía del musgo. Cerca, en el bosque, sonó el canto de un cuclillo, un canto frío, preciso, vacío, loco. Kate cogió la mano de Ducane, y dijo:

—Me parece que no te acompañaré en la visita a Willy. Últimamente ha estado un tanto deprimido, y estoy segura de que más valdrá que le veas a solas. Me parece que Willy nunca se suicidará. ¿Tú qué crees, John?

...

Ducane pensaba: «Casi hemos llegado al bosque, casi hemos llegado al bosque». Los dos habían penetrado en las primeras sombras del bosque, a lo lejos el cuclillo lanzó de nuevo su grito loco y lascivo.

—Sentémonos un momento —propuso Kate.

En el suelo yacía un tronco de árbol gris y limpio, a cuyos lados se amontonaban las hojas de haya secas, arrugadas y de un color castaño dorado. Se sentaron en el tronco, mientras sus pies producían un seco sonido al pisar las hojas. Ya sentados, se miraron.

Kate cogió a Ducane por los hombros, y fijó la vista en su rostro. Ducane miró el intenso azul, con oscuros corpúsculos, de las pupilas de Kate. Los dos suspiraron. Entonces Kate en un movimiento lento dio un largo beso a Ducane, que cerró los ojos y giró la cabeza, en un movimiento provocado por la intensidad del beso. Ducane oprimió a Kate firmemente contra su pecho, sintiendo en la mejilla el roce del cabello crespo, algo metálico, de Kate. Los dos permanecieron inmóviles durante cierto tiempo.

...

En tono brusco Ducane dijo:

—¿Duermes bien estos días?

—Sí, muy bien. Lástima que el cuclillo me despierte hacia las cuatro y media.

—¿No tienes pesadillas?

Se miraron fijamente, Ducane todavía en pie y con la taza de té en la mano; Willy reclinado en la silla y estiradas las piernas. Willy sonrió lenta y astutamente, y comenzó a silbar muy bajo.

...

Mary pensó que no podía quedarse allí. Se levantó, y salió en silencio por la puerta de la cocina. En el jardín había una atmósfera ardiente, pesada y silenciosa, e incluso el cuclillo guardaba silencio, enervado por el calor de la tarde. Mary comenzó a avanzar por el sendero empedrado, mientras pasaba una mano por las densas verónicas. Los arbustos emitían calor y silencio. Mary pasó bajo el arco en el muro. No tenía intención de ir en busca de Pierce. Sabía que Pierce había echado a correr apenas hubo cruzado la puerta. Ahora estaría ya a mitad de camino del cementerio, y, una vez hubiera llegado, podría ocultarse en la espesa enredadera, de modo que ella no le encontrara. De todos modos Mary nada tenía que decir a su hijo, y, en aquellos momentos, había dejado de pensar en él. Los atormentados nervios de Pierce habían exasperado su propio nerviosismo, y fue la conciencia de la súbita carga de su propia angustia, nebulosa e incierta, lo que la indujo a levantarse de la mesa.

...

Mary apoyó la espalda en el muro. No tenía prisa alguna en alcanzar a Willy. La tarde ardiente estaba silenciosa, con un polvoriento y fragante silencio que ella aspiraba con éxtasis, dejando que penetrara en su cabeza. Un cuclillo, muy a lo lejos, confirmó el silencio, como si su canto fuera una firma o una marca. Mary pensó: «Tengo pereza, no tengo prisa». Y luego: «Hoy, está propicio, Willy está propicio». Ante este último pensamiento, sonrió.

...

Hubo un silencio. El canto del lejano cuclillo turbó el aire silencioso. La escena descrita por Willy, como la marchita e inmóvil escena de una postal, seguía presente en la mente de Mary, borrando de ella el cementerio. Veía el burgués jardín público, las niñeras dedicadas a chismorrear, los niños bien educados y extrañamente vestidos, el perro juguetón. En su desesperada búsqueda para decir algo, tuvo tentaciones de preguntar: «¿Cómo se llamaba la niña?».

—¿Cómo se llamaba el perro? —preguntó.

...

—¿Verdad que es curioso que el cuclillo sea mudo en África? —dijo Edward.

—¿Henrietta, has sacado ya el sapo de la bañera? —preguntó Mary.

—Quería domesticarlo. Los sapos también pueden domesticarse.

—Bueno, pero ¿lo has sacado o no del baño?

—Sí, ya vuelve a estar en el jardín.

—Los cuclillos no pueden tenerse en pie en el suelo —dijo Edward—. Tienen dos garras hacia delante y dos hacia atrás. Cuando están en el suelo, solamente pueden sentarse. Ayer vi uno sentado en el suelo. Lo vi, después de que viéramos el platillo volante…

—Vamos, vamos, Edward, sal a jugar por ahí. A propósito, si tanto aprecias ese libro, More Hunting Wasps, ¿se puede saber por qué lo cubres de mermelada?

—¿Oís? Ahora, el cuclillo cambia el canto. En junio, los cuclillos cambian el canto. ¿Oís?

A través de la ventana abierta de la cocina, les llegaba un distante y hueco «cucú, cucú».

—Me gustaría que lloviera —dijo Henrietta—. Vamos, mellizos, id fuera a jugar. Y llevaos a Mingo, que no hace más que andar por entre mis piernas.

Los mellizos salieron. Henrietta empujaba a su hermano, y Mingo iba detrás, meneando lentamente la blanda cola por si acaso alguien se fijaba en él. Montrose, de nuevo en posesión del cesto, observó cómo los mellizos y Mingo se iban, y volvió a amodorrarse. El gato solía levantarse tarde.

—Me temo que también nosotros estamos molestándote, querida Mary —dijo Kate—. Anda, John, vayamos al jardín. Hace una mañana espléndida. ¡Qué contenta estoy de encontrarme otra vez en casa!

Kate cogió su cesto español, y se dirigió hacia el vestíbulo, ahora en desorden, y después salió al prado que se extendía ante la casa. El cálido aire de la mañana los envolvió; tras el fresco interior de la casa, el aire les pareció denso y exótico, cargado ya de aquellos olores y calidades que el sol ardiente, en lo alto desde hacía muchas horas, pese a que, según criterio humano, corrían los primeros momentos de la mañana, había conseguido desprender de la vegetación y de la tranquila superficie del mar. Kate dijo:

—¿Has oído el canto del cuclillo, hacia las cuatro de la madrugada? Supongo que no te ha despertado…

—Estaba ya despierto.

—El día más largo del año ha pasado ya, ¿verdad? Sin embargo, parece que sigamos en plena canícula.

—Sí, es como una locura de verano.

—¿Qué?

—Nada. Es la temporada del año más propicia a la locura.

—Sí, pero propicia a una locura muy hermosa. Espero que no te hayamos despertado al llegar. Me temo que Octavian hizo mucho ruido.

—No.

A última hora de la noche anterior, Ducane había llegado a Trescombe House, y, más tarde todavía, llegaron Kate y Octavian, procedentes de Tánger. Era viernes, y Octavian se había visto obligado a ir a Londres para asistir a una junta urgente.

...

—Sí, sí, claro. Pero aquí también hay sol.

—En mi despacho de Whitehall no se nota.

—John, pero qué infantil eres… Necesitas unas vacaciones. Se lo diré a Octavian. Mira, un cuclillo, y detrás va otro que le persigue.

Dos pájaros, cuyo cuerpo recordaba en cierto modo al de los halcones, salieron volando del bosque, giraron y volvieron a perderse entre las verdes copas, en los espacios en que el sol penetraba el denso follaje. Cucú, cucú.

—¡Hay que ver, qué locos! ¿Es que no piensan más que en el sexo? No hacen más que perseguirse durante todo el día, sin tener la menor responsabilidad. ¿Crees que también pasan las noches juntos? —preguntó Kate.

—Para los pájaros, la cópula es una actividad diurna. Por la noche, se inhiben. Hacen lo contrario de los humanos.

—Eres encantador cuando hablas así, con esa pedantería. Oye, ¿por qué en inglés al marido engañado le llamamos cuckold, que, sin duda, viene de cuckoo, cuclillo? Se lo preguntaré a los mellizos. En materia de ornitología, se las saben todas.

—Creo que se debe a algo referente a poner los huevos en los nidos ajenos.

—Sí, claro, pero en ese caso debiera llamarse cuclillo al amante, y no al marido.

—Bueno, quizás el término cuckold sea una especie de participio pasado.

—¡Qué inteligente eres, querido! Tienes respuesta para todo.

—Sí, respuestas correctas o de las otras.

...

Y conste que tampoco cabe decir que hubiera perdido el buen humor. Sin embargo, experimentaba cierta inquietud, algo parecido a una sensación de desbarajuste, desde el instante en que el canto del cuclillo la había despertado, cuando llevaba poco tiempo durmiendo, apenas pasadas las cuatro de la madrugada. Más tarde, Kate había descubierto, en presencia de Ducane, y de un modo que permitió a éste darse plena cuenta de ello, el origen de esa insólita sensación. Pensaba que si los demás estaban inquietos, ella tenía la potestad de curar su inquietud. Consideraba que aquel estado en que los otros se encontraban, y que ella denominaba «nerviosismo», era algo independiente de ellos, separado de su propio ser, sobre lo que podía actuar desde fuera. Sin embargo, la depresión de John, su tendencia a portarse «horriblemente», afectaba las íntimas fibras de Kate. Los vínculos que la unían a él estaban, por el momento, sólo por el momento, un tanto desajustados. Con cierto pesar, advirtió que creía saber muy bien a qué se debía aquella pasajera falta de armonía, y esperaba que John lo ignorase.

Cierto que Kate había pasado quince días muy agradables en Tánger. Pero no tenía la menor intención de explicar que había pasado gran parte de esos quince días reviviendo con su marido una apasionada luna de miel. Los climas calurosos producían ese efecto en Octavian. Y Kate debía reconocer que también en ella. Todos los días, tras el abundante almuerzo regado con bastante vino, regresaban al hotel. A Kate le divertía pensar que si Ducane se enterase, no sólo se mostraría celoso, sino también escandalizado. Kate pensó: «Somos como los cuclillos, con la diferencia de que nosotros somos monógamos y buenos, y ellos polígamos y malos». Verdaderamente era cierto que presentaba un aspecto saludable, con el cuerpo lozano y la piel morena, expresión enérgica y relajada, y, tal como había dicho John, con sugerencias de vino, aceitunas y sol mediterráneo… ¿Sabría John lo ocurrido? Sin duda, la había echado mucho en falta. Y, ahora, en el eléctrico instante de reanudar el contacto, cabía la posibilidad de que sintiera el desagrado de percatarse del hecho de que ella pertenecía a otro hombre, y, en cierta manera, experimentase la sensación del abandono con que ella se entregaba al otro. Kate pensó: «Esto es algo que incluso John puede oler». Luego se preguntó: «¿Será posible que lo huela en el sentido físico de la palabra?». ¿La posibilidad de esa sensación tenía acaso explicación científica? Kate pensó que preguntaría esa cuestión a… Bueno, no. Difícilmente podía pedir a los mellizos ese tipo de información científica. Se rió de buena gana.

—¿Qué pasa? —preguntó Ducane.

A Kate le pareció que ese día estaba muy quisquilloso.

—Nada, no tiene importancia. Estaba pensando en los perros de que te hablé.

Ducane no parecía dispuesto a insistir en el tema de los perros. Con la vista fija al frente, en el bosque, comenzó a darse golpecitos en la nariz con el pañuelo. Los cuclillos, enloquecidos de lujuria, volvieron a pasar ante ellos con su vuelo irregular, vencido ahora a un lado, ahora al otro. Cucú.

...

—¡Oh, John, qué feliz soy! ¿Te molestaría llevar mi bolso?

—Tu bolso pesa una tonelada. ¿Todavía llevas el pisapapeles?

—Jamás me separaré de ese pisapapeles.

—Vamos, vamos, no seas sentimental.

—Considero que ese pisapapeles es importantísimo. Qué silencio hay aquí. Desde que los cuclillos se fueron.

Iris Murdoch
Amigos y amantes

El eco de un tiro en los despachos de Whitehall, el complejo administrativo que el gobierno inglés posee en el centro de Londres, no anuncia tan solo la extraña muerte de un alto funcionario, sino también el principio de una sutil intriga.

Kate y Octavian, jefe del departamento donde trabajaba el difunto, forman un matrimonio aparentemente feliz que alberga en su casa de Dorset a un extravagante grupo de personajes: un excéntrico tío que abandonó la India bajo sospecha, un atormentado amigo superviviente de Dachau, el abogado responsable del caso y amante platónico de Kate, hijos de distintos matrimonios, conocidos, visitantes ocasionales…

Y todos ellos relacionados de un modo u otro con el muerto en una deliciosa comedia de errores, donde las sonrisas esconden a menudo pecados de mucha hondura. Sirviéndose de los clásicos elementos del thriller, en «Amigos y amantes» Iris Murdoch explora con maestría los temas que desde siempre le han preocupado: el amor, la amistad y la perversa frontera que separa el bien y el mal.

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