02 enero 2022

2 de enero

18. En Leconfield House habían bajado los termostatos hasta 15°, dos grados menos que en otros departamentos del gobierno, con el fin de dar ejemplo. Trabajábamos con abrigos y mitones, y algunas de las chicas más pudientes llevaban los gorros de lana con pompones de sus vacaciones de esquí. Nos entregaron cuadrados de fieltro para colocarlos debajo de los pies contra el frío que subía del suelo. La mejor manera de calentarnos las manos era teclear continuamente. Ahora que los conductores de trenes estaban en huelga de horas extraordinarias para apoyar a los mineros, se calculaba que las centrales eléctricas podrían quedarse sin carbón hacia finales de enero, cuando se agotara el dinero del país. En Uganda, Idi Amin estaba organizando una colecta y ofrecía un camión lleno de verduras a los antiguos y afligidos amos coloniales, siempre que la RAF se molestara en ir a recogerlo.
Me esperaba una carta de Tom en Camden cuando volví de casa de mis padres. Iba a pedir prestado el coche de su padre para llevar a Laura de vuelta a Bristol. No sería fácil. Ella había dicho a la familia que quería llevarse a los niños. Hubo escenas de gritos alrededor del pavo navideño. Pero el hostal sólo aceptaba adultos y Laura, como de costumbre, no estaba en condiciones de cuidar a sus hijos.
Tom planeaba venir a Londres para pasar juntos el primero de año. Pero el 30 envió un telegrama desde Bristol. No podía dejar a Laura todavía. Tendría que quedarse para ayudarla a instalarse. De modo que entré en 1974 con mis tres compañeras de piso en una fiesta en Mornington Crescent. Yo era la única que no era abogado en el sórdido piso abarrotado. Estaba delante de una mesa de caballete, sirviendo vino blanco templado en un vaso de papel usado, cuando alguien me dio un pellizco muy fuerte en el trasero. Me di media vuelta, furiosa, aunque posiblemente con la persona que no era. Me marché temprano y a la una ya estaba acostada en mi cuarto, tumbada de espaldas en la oscuridad glacial y compadeciéndome a mí misma. Antes de dormirme recordé que Tom me había hablado del magnífico apoyo que la gente del hostal prestaba a Laura. Siendo así, era extraño que él tuviera que quedarse en Bristol dos días enteros. Pero no parecía importante y dormí como un tronco, apenas perturbada por mis amigas juristas cuando llegaron borrachas a las cuatro.
Con el cambio de año empezó la semana laboral de tres días, pero a nosotros nos consideraban oficialmente un servicio vital y trabajábamos los cinco. El 2 de enero me convocaron a una reunión en el despacho de Harry Tapp en la segunda planta. No hubo un aviso previo, ninguna indicación sobre el tema. Eran las diez en punto cuando llegué y Benjamin Trescott estaba en la puerta, comprobando nombres en una lista. Me sorprendió ver a más de veinte personas en la habitación, entre ellas dos de mi quinta, todos demasiado bisoños para suponer que nos cederían una de las sillas de plástico moldeado colocadas en forma de herradura alrededor del escritorio de Tapp. Entró Peter Nutting, recorrió con la mirada el despacho y volvió a salir. Harry Tapp se levantó de su mesa y le siguió. Presumí, por tanto, que se trataba de la Operación Dulce. Todo el mundo fumaba, murmuraba, esperaba. Me encajé en una ranura de unos cincuenta centímetros entre un archivador y la caja de caudales. No me molestaba como en otro tiempo no tener a nadie con quien hablar. Lancé una sonrisa a Hilary y Belinda. Ellas se encogieron de hombros y pusieron los ojos en blanco para expresarme que aquello les parecía una triquiñuela. Era evidente que ellas tenían a sus propios escritores, académicos o escritorzuelos de la Operación Dulce que no podían resistirse a los chelines de la Fundación. Pero seguramente ninguno con el lustre de T. H. Haley.
Pasaron diez minutos y se ocuparon las sillas de plástico. Entró Max y se sentó en una de la fila de en medio. Luego se volvió y miró alrededor del despacho; yo estaba segura de que me buscaba. Nuestras miradas sólo se cruzaron brevemente y él volvió la cara hacia delante y sacó una pluma. Mi ángulo de visión no era bueno pero pensé que le temblaba la mano. Reconocí a un par de figuras de la quinta planta. Pero no había ningún director general: la Operación Dulce no era ni con mucho lo bastante importante. Entonces regresaron Tapp y Nutting acompañados de un hombre bajo y musculoso, con gafas de montura de carey, el pelo gris al rape, un traje azul de buen corte y una corbata de seda con lunares de un azul más oscuro. Tapp se dirigió a su mesa mientras los otros dos se colocaron delante del auditorio, aguardando pacientemente a que todo el mundo se acomodase. Nutting dijo:
—Pierre tiene su base en Londres y ha tenido la amabilidad de decir unas palabras sobre la posible relación de su trabajo con el nuestro.
De la brevedad de esta presentación y del acento de Pierre dedujimos que era de la CIA. No era francés, desde luego. Tenía una voz oscilante de tenor, agradablemente vacilante. Daba la impresión de que si decía algo que mereciese desaprobación cambiaría de opinión para adaptarla a los hechos. Empecé a darme cuenta de que por debajo de su actitud solemne, casi contrita, había una seguridad ilimitada. Era la primera vez que me encontraba a un norteamericano de la clase patricia, miembro de una renombrada familia de Vermont, como supe más tarde, y autor de un libro sobre la hegemonía de Esparta y otro sobre Agesilao II y la decapitación de Tisafernes en Persia.
Pierre me cayó simpático. Empezó diciendo que iba a hablarnos de «la parte más suave y dulce de la Guerra Fría, la única parte realmente interesante, la guerra de las ideas». Quería darnos tres instantáneas verbales. Para la primera nos pidió que pensáramos en el Manhattan de antes de la guerra, y citó los versos iniciales de un famoso poema de Auden que Tom me había leído una vez y que yo sabía que amaba. Para mí no era célebre y no había significado mucho hasta aquel momento, pero oír unos versos de un inglés citados por un americano fue conmovedor. «Sentado en un antro / de la calle Cincuenta y dos / inseguro y asustado…», y aquel hombre era Pierre en 1940, a los diecinueve años, visitando a un tío en la periferia urbana, aburrido por la perspectiva de la universidad, emborrachándose en un bar. Sólo que no estaba tan inseguro como Auden. Ansiaba que su país entrase en la guerra europea y le asignase un cometido. Quería ser soldado.
Después Pierre nos evocó el año 1950, cuando el continente europeo y Japón y China estaban en ruinas o debilitados, Inglaterra estaba empobrecida por una larga guerra heroica, la Unión Soviética contaba muchos millones de muertos, y Estados Unidos, con su economía cebada y animada por la contienda, cobraba conciencia de sus imponentes responsabilidades como principal guardián de la libertad humana en el planeta. Incluso cuando dijo esto, Pierre extendió las manos y pareció que lo lamentaba o se disculpaba. Podría haber sido al contrario.
La tercera instantánea era de 1949. En ella aparecen Pierre, las campañas marroquí y tunecina, Normandía y la batalla de Hurtgen Forest y la liberación de Dachau a su espalda, y ahora es profesor auxiliar de griego en la Universidad de Brown y camina hacia la entrada del Waldorf Astoria en Park Avenue por delante de una multitud de manifestantes diversos, patriotas norteamericanos, monjas católicas y lunáticos de derechas.
—Dentro —dijo Pierre con dramatismo, levantando una palma abierta— presencié un combate que cambiaría mi vida.
Era una reunión con el título ordinario de Conferencia Cultural y Científica para la Paz Mundial, nominalmente organizada por un consejo profesional americano, pero de hecho se trataba de una iniciativa de la Kominform soviética. Los mil delegados de todo el mundo eran personas cuya fe en el ideal comunista no había sido quebrada todavía, o no totalmente, por la farsa de los juicios, el Pacto nazi-soviético, la represión, las purgas, la tortura, los asesinatos y los campos de trabajo. Dmitri Shostakóvich, el gran compositor soviético, estaba presente, contra su voluntad, por orden de Stalin. Entre los delegados por parte norteamericana figuraban Arthur Miller, Leonard Bernstein y Clifford Odets. Ellos y otras lumbreras criticaban o desconfiaban de un gobierno ruso, que pedía a sus ciudadanos que trataran como a un peligroso enemigo al que antes había sido un inestimable aliado. Muchos creían que el análisis marxista aún se tenía en pie, a pesar de los acontecimientos desastrosos que se estaban desarrollando. Y aquellos acontecimientos eran distorsionados por una prensa norteamericana en manos de avariciosos intereses empresariales. Si la política soviética parecía hosca o agresiva, si presionaba un poco a sus críticos internos, era con un espíritu defensivo, porque desde sus inicios había afrontado la hostilidad y el sabotaje occidentales.
En suma, nos dijo Pierre, todo aquel acto era un montaje de propaganda para el Kremlin. Había preparado en la capital del capitalismo un escenario mundial sobre el cual se presentaba como la voz de la paz y la razón, si no de la libertad, y tenía el apoyo de numerosos norteamericanos eminentes.
«Pero». Pierre levantó un brazo y apuntó hacia arriba con un índice rígido, atrapándonos a todos durante varios segundos en su pausa teatral. A continuación nos dijo que en el piso décimo del hotel, en una suite de habitaciones lujosas, había un ejército de voluntarios subversivos, una pandilla de intelectuales reunidos por un filósofo académico llamado Sidney Hook, un grupo de izquierdistas no comunistas en su mayoría, la izquierda democrática ex comunista o ex trotskista, resueltos a desafiar a la conferencia y, lo que era crucial, a no permitir que la crítica a la Unión Soviética fuese el monopolio de la derecha lunática. Inclinados sobre máquinas de escribir, mimeógrafos y múltiples líneas telefónicas recientemente instaladas, habían trabajado toda la noche, abastecidos por generosos refrigerios y bebidas alcohólicas del servicio de habitaciones. Se proponían entorpecer los trabajos de la conferencia haciendo preguntas engorrosas en las sesiones, sobre todo acerca de la libertad artística, y produciendo una avalancha de comunicados de prensa. Ellos también podían alardear de contar con el apoyo de grandes nombres, incluso más impresionantes que los del otro bando: Mary McCarthy, Robert Lowell, Elizabeth Hardwick, y el respaldo internacional a distancia de T. S. Eliot, Ígor Stravinski y Bertrand Russell, entre muchos otros.
La campaña de la contra-conferencia fue un éxito porque se hizo con las crónicas de los medios de comunicación y se convirtió en el titular. Infiltraron en las sesiones todas las preguntas acertadas. A Shostakóvich le preguntaron si estaba de acuerdo con una denuncia de Stravinski, Hindemith y Schoenberg publicada por el Pravda en la que se les tachaba de «formalistas burgueses decadentes». El gran compositor ruso se levantó despacio y murmuró su acuerdo con el artículo, y se vio que estaba infelizmente escindido entre su conciencia y su miedo a disgustar a sus vigilantes del KGB, y a lo que Stalin le haría cuando volviese a su patria.
Entre una sesión y otra, en la suite de arriba, Pierre, en un rincón cerca del cuarto de baño, con un teléfono y una máquina de escribir suya propia, establecía los contactos que le cambiarían la vida y que a la postre le movieron a dejar su empleo de docente y a dedicar su vida a la CIA y a la guerra de ideas. Porque, naturalmente, la Agencia pagaba las cuentas de la oposición a la conferencia y se estaba percatando de la eficacia con que podían librar por su cuenta esta guerra los escritores, artistas, intelectuales, muchos de ellos de izquierdas, que tenían sus propias ideas convincentes, extraídas de la amarga experiencia de la seducción y las falsas promesas del comunismo. Aunque no lo sabían, lo que necesitaban era lo que podía darles la CIA: organización, estructura y, sobre todo, financiación. Esto era importante cuando las actividades se desplazaron a Londres, París y Berlín. «Lo que nos ayudó en los primeros años cincuenta fue que nadie en Europa tenía un céntimo».
Y entonces, según la descripción que hizo Pierre, se convirtió en otro tipo de soldado, un soldado que participó de nuevo en muchas nuevas campañas en la liberada pero amenazada Europa. Fue durante algún tiempo ayudante de Michael Josselson, y más tarde amigo de Melvin Lasky hasta que se abrió una fisura entre ambos. Pierre colaboró con el Congreso para la Libertad Cultural, escribió artículos en alemán para la prestigiosa publicación Der Monat, financiada por la CIA, y trabajó en la sombra para la creación de Encounter. Aprendió el delicado arte de halagar el ego de divos intelectuales, contribuyó a organizar giras a una compañía de ballet norteamericano, y orquestas, exposiciones de arte moderno y más de una docena de conferencias que ocuparon lo que él denominó «el peligroso terreno donde se reúnen la política y la literatura». Dijo que le habían sorprendido el alboroto y la ingenuidad que suscitó la revelación que en 1967 hizo la revista Ramparts de que la CIA financiaba Encounter. ¿No era la lucha contra el totalitarismo una causa racional y digna de que la adoptasen los gobiernos? Aquí en Inglaterra nadie se rasgaba las vestiduras porque el Ministerio de Asuntos Exteriores sufragase el World Service de la BBC, que era muy apreciado. Lo mismo ocurría aún con Encounter, después de todo el barullo y de simular sorpresa y taparse la nariz con los dedos. Y al mencionar a Asuntos Exteriores se acordó de que quería elogiar el trabajo del IRD. En especial admiraba lo que había hecho para difundir la obra de Orwell y le gustaba la subvención desinteresada de fondos editoriales como Ampersand y Bellman Books.
Al cabo de veintitrés años de trabajo, ¿qué conclusiones sacaría? Destacaría dos puntos. El primero era el más importante. La Guerra Fría no había terminado, dijera lo que dijese la gente, y en consecuencia la causa de la libertad cultural seguía siendo vital y siempre sería noble. Aunque no quedaban muchos que rompieran una lanza por la Unión Soviética, existían todavía las vastas y heladas tierras intelectuales donde las personas adoptaban perezosas actitudes neutrales: la Unión Soviética no era peor que Estados Unidos. Había que enfrentarse con aquellas personas. En cuanto al segundo punto, citó un comentario de un viejo amigo de la CIA, Tom Braden, que se había convertido en locutor, afirmando que Estados Unidos era el único país del mundo que no comprendía que hay cosas que funcionan mejor si son pequeñas.
Esto mereció en la sala concurrida un murmullo de aprobación por parte de nuestro servicio, corto de dinero.
—Nuestros proyectos se han vuelto excesivamente grandes, numerosos, variados y ambiciosos, y su financiación es también excesiva. Hemos perdido la discreción y nuestro mensaje perdió su frescura a lo largo del itinerario recorrido. Estamos en todas partes y somos la mano dura, y nos hemos granjeado rencores. Sé que ustedes tienen aquí en marcha un proyecto nuevo. Les deseo suerte, pero en serio, señores, que no crezca.
Pierre, si se llamaba así, no admitió preguntas y en cuanto terminó hizo una educada reverencia ante los aplausos y dejó que Peter Nutting le guiase hacia la puerta.
Mientras la sala se vaciaba y los más subalternos se contenían automáticamente, temí el momento en que Max se volviera, captase mi mirada y viniera a decirme que teníamos que vernos. Por motivos de trabajo, por supuesto. Pero cuando vi su espalda y sus orejotas entre la gente que avanzaba hacia la puerta, sentí una mezcla conocida de perplejidad y de culpa. Le había herido tan profundamente que no soportaba hablar conmigo. La idea me horrorizó. Como de costumbre, intenté refugiarme en una indignación protectora. Él era quien me había dicho que las mujeres no podían separar el trabajo de su vida privada. ¿Era culpa mía que ahora me prefiriese a mí que a su novia? Argumenté conmigo misma durante el descenso por la escalera de cemento: bajé por ella para no tener que hablar con colegas en el ascensor, y el tema me rondó durante toda la jornada de trabajo. ¿Armé un escándalo, supliqué y lloré cuando Max se alejó de mí? No. Entonces, ¿por qué no podía estar con Tom? ¿No merecía mi felicidad?
Dos días después, fue una alegría viajar a Brighton en el tren de la noche del viernes, tras una separación de casi dos semanas. Tom vino a la estación a recogerme. Nos vimos cuando el tren avanzaba ya despacio, y corrió al lado de mi vagón, diciendo algo que no entendí. Nada en toda mi vida había sido tan dulcemente jubiloso como apearme del tren para lanzarme a sus brazos. Me estrechó tan fuerte que me dejó sin aliento.
Me dijo al oído:
—Empiezo a darme cuenta de lo especial que eres.
Le dije en un susurro que había anhelado aquel momento. Cuando nos separamos cogió mi bolsa.
—Pareces cambiado —dije.
—¡He cambiado! —Casi lo gritó, y se rió como un loco—. He tenido una idea fantástica.
—¿Puedes decírmela?
—Es muy rara, Serena.
—Entonces dímela.
—Vamos a casa. Once días. ¡Demasiado tiempo!
De modo que fuimos a Clifton Street, donde el Chablis aguardaba en un cubo de hielo plateado que Tom había comprado en Asprey. Eran extraños los cubitos de hielo en enero. El vino habría estado más frío metido en la nevera, pero ¿qué más daba? Lo bebimos mientras nos desvestíamos mutuamente. La separación, por supuesto, nos había cargado de deseo, el Chablis nos inflamó como solía, pero ninguna de las dos cosas bastaba para explicar lo que ocurrió en la hora siguiente. Éramos unos desconocidos que sabían exactamente qué hacer. Tom tenía un aire de ternura ansiosa que me derritió. Era casi como de tristeza. Me despertó un sentimiento tan intenso de protección que mientras estábamos acostados en la cama y me besaba los pechos me pregunté si algún día le consultaría sobre si debía dejar de tomar la píldora. Pero yo no quería un bebé, le quería a él. Cuando palpé y apreté la pequeña y compacta redondez de sus nalgas y le atraje hacia mí, le vi como a un niño al que poseería y mimaría y nunca perdería de vista. Era el mismo sentimiento que mucho tiempo atrás me había inspirado Jeremy en Cambridge, pero entonces yo me engañaba. Ahora la sensación de envolver y poseer a Tom era casi dolorosa, como si todos los mejores sentimientos que había experimentado en mi vida se juntasen formando una punta insoportablemente afilada.
La sesión no fue una de esas resonantes y sudorosas que siguen a una separación. Un voyeur de paso que hubiera podido ver a través de las cortinas del dormitorio habría espiado a una pareja convencional en la postura del misionero, sin hacer apenas ruido. Nuestro rapto contuvo la respiración. Apenas nos movíamos por temor a soltarnos. Aquel sentimiento particular, el de que ya me pertenecía totalmente y sería mío siempre, lo quisiera él o no, era ingrávido, vacío, eliminable en cualquier momento. Me sentía intrépida. Él me estaba besando levemente y murmuraba mi nombre una y otra vez. Quizá fuese el momento de decírselo, ahora que no podía escaparse. Díselo ahora, me repetía yo. Dile lo que haces.
Pero cuando salimos de nuestro sueño despierto, cuando el mundo exterior se nos volvió a echar encima y oímos el tráfico fuera y el sonido de un tren que entraba en la estación de Brighton, y empezamos a pensar en nuestros planes para el resto de la noche, comprendí lo cerca que había estado de destruirme a mí misma.
Aquella noche no fuimos a un restaurante. En los últimos días, el clima había mejorado, para probable alivio del gobierno e irritación de los mineros. Tom estaba inquieto y quería dar un paseo por el muelle. Así que bajamos por West Street y recorrimos el ancho paseo marítimo en dirección al Hove, doblando hacia el interior para entrar en un pub y en otro punto para comprar pescado con patatas fritas. Ni siquiera a la orilla del mar soplaba el viento. Habían atenuado la luz de las farolas para ahorrar energía, pero seguían siendo una mancha de un amarillo bilioso sobre la densa nube baja. No sabía lo que había cambiado en Tom. Se mostraba bastante afectuoso, me agarraba de la mano para comentar algo o me rodeaba con el brazo y me estrechaba contra él. Caminábamos deprisa y él hablaba rápido. Intercambiamos postales navideñas. Él describió la escena de la terrible separación entre su hermana y sus hijos, y me contó que ella intentó llevarse a rastras al coche a la pequeña con un pie ortopédico. Y que lloró durante todo el trayecto hasta Bristol y dijo cosas horribles sobre la familia, sobre todo de sus padres. Yo le referí el momento en que el obispo me abrazó y lloré. Tom me hizo contarle la escena con detalle. Quería saber más sobre mis sentimientos y cómo había sido el recorrido a pie desde la estación. ¿Fue como volver a ser niña, comprendí de repente cuánto añoraba mi casa? ¿Cuánto tardé en recuperarme y por qué no fui más tarde a hablar con mi padre al respecto? Le dije que había llorado sin más, y no sabía por qué.
Nos paramos y él volvió a besarme y dijo que yo era un caso sin remedio. Cuando le hablé del paseo nocturno con Lucy y Luke alrededor de la catedral, Tom lo desaprobó. Quiso que le prometiera que nunca volvería a fumar cannabis. Esta veta puritana me sorprendió, y aunque hubiera sido fácil cumplir mi promesa, me limité a encogerme de hombros. Pensé que no tenía derecho a exigirme promesas.
Le pregunté sobre su nueva idea, pero se mostró evasivo. Me dio, en cambio, noticias de Bedford Square. A Maschler le encantaba Desde los llanos de Somerset y tenía intención de publicarlo a fines de marzo, toda una marca de velocidad en el mundo editorial, y que sólo era posible gracias a que Maschler era una fuerza de la naturaleza. El objetivo consistía en publicar dentro del plazo máximo fijado por el Premio de Narrativa Jane Austen, tan prestigioso, como mínimo, como el moderno Booker. Las posibilidades de que lo eligieran para la lista de finalistas eran remotas, pero al parecer Maschler hablaba a todo el mundo de su nuevo autor, y los periódicos ya habían mencionado la prisa con que entregaban el libro a la imprenta, ex profeso para el jurado. De este modo conseguías que se hablara de un libro. Me pregunté qué diría Pierre sobre el servicio que subvencionaba al autor de un relato anticapitalista. Que no crezca. No dije nada y apreté la mano de Tom.
Nos sentamos en un banco municipal mirando al mar como una pareja de viejos amantes. Se suponía que había una medialuna menguante, pero no tenía ocasión de mostrarse debido a la espesa capa de nubes de color mandarina. La mano de Tom me rodeaba el hombro, el Canal de la Mancha estaba silencioso y liso como aceite y por primera vez en días me sentí también en paz y me acurruqué contra mi amante. Dijo que le habían invitado a dar una lectura en Cambridge en un acto para nuevos escritores jóvenes. Compartiría el estrado con Martin Amis, el hijo de Kingsley Amis, que asimismo leería un fragmento de su primera novela, que, como la de Tom, publicaría aquel año la editorial de Maschler.
—Lo que quiero hacer sólo lo haré con tu permiso —dijo Tom. Al día siguiente de la lectura viajaría en tren desde Cambridge a mi ciudad natal para hablar con mi hermana—. Estoy pensando en un personaje que vive al margen, pero se las apaña muy bien, cree en las cartas de tarot y esas cosas, le gustan las drogas, aunque no con exceso, y da crédito a buen número de teorías de conspiración. Ya sabes, piensa que el aterrizaje en la Luna se realizó en un plató. Y, al mismo tiempo, en otros aspectos es perfectamente sensata, una buena madre para su hijo pequeño, participa en marchas contra la guerra de Vietnam, es una amiga fiable y demás.
—No se parece mucho a Lucy —dije, e inmediatamente me sentí injusta y quise rectificar—. Pero es muy amable y le gustará hablar contigo. Pongo una condición. No le hables de mí.
—Conforme.
—Le escribiré para decirle que eres un buen amigo que está sin blanca y que necesita una cama para pasar la noche.
Continuamos el paseo. Tom nunca había dado una lectura pública y sentía cierta aprensión. Iba a leer pasajes del final mismo del libro, la parte de la que estaba más orgulloso, la escena truculenta en que mueren abrazados el padre y la hija. Le dije que sería una lástima que desvelase la trama.
—Una idea anticuada.
—Recuerda que soy de un nivel intelectual mediano.
—El final está ya en el principio. No hay trama, Serena. Es una meditación.
Tampoco las tenía todas consigo respecto al protocolo. ¿Quién leería primero, Amis o Haley? ¿Cómo se decidía eso?
—Debería leer primero Amis. El plato fuerte viene el último —dije, lealmente.
—Oh, Dios. No puedo dormir si me despierto de noche y pienso en esa lectura.
—¿Por qué no alfabéticamente?
—No, me refiero a estar delante de un público y leerle cosas que es perfectamente capaz de leer por su cuenta. No sé para qué sirve. Me da sudores nocturnos.
Bajamos a la playa para que Tom pudiera lanzar piedras al mar. Estaba extrañamente vigoroso. Intuí de nuevo su agitación o su emoción reprimida. Me recosté contra un montículo de guijarros mientras él los dispersaba a patadas en busca del peso y la forma idóneos. Se acercó corriendo a la orilla del agua y su lanzamiento se perdió a lo lejos en la ligera niebla, donde el plaf inaudible era una leve línea blanca. Al cabo de diez minutos vino a sentarse a mi lado, sofocado y sudoroso, con un sabor de sal en sus besos. Los besos empezaron a volverse más serios y poco faltó para que se nos olvidase dónde estábamos.
Me apretó la cara entre sus palmas y dijo:
—Escucha: pase lo que pase, quiero que sepas lo mucho que me gusta estar contigo.
Me preocupó. Era el tipo de cursilada que un héroe del cine le dice a su chica antes de irse a morir a algún sitio.
—¿Pase lo que pase?
Me estaba besando la cara, me empujaba contra las incómodas piedras.
—Quiero decir que nunca cambiaré de opinión. Eres especial, muy especial.
Me tranquilicé. Estábamos a cincuenta metros de la barandilla del paseo encima de la playa y parecía que nos disponíamos a hacer el amor. Yo lo deseaba tanto como él.
—Aquí no —dije.
Pero él tenía un plan. Se tumbó de espaldas y se bajó la cremallera de la bragueta mientras yo me quitaba los zapatos, me bajaba las medias y las guardaba en el bolsillo del abrigo. Me senté encima de él, los dos tapados por mi falda y mi abrigo, y cada vez que yo oscilaba un poco él gruñía. Creíamos tener un aspecto bastante inocente para cualquier viandante que pasara por el muelle de Hove.
—Si no estás quieta un momento se acabará esto —dijo Tom rápidamente. Estaba tan hermoso con la cabeza hacia atrás y el pelo esparcido sobre las piedras. Nos miramos a los ojos. Oíamos el tráfico en la carretera de la costa y sólo de vez en cuando el rumor de una ola en la orilla.
Un poco después dijo, con una voz distante y apagada:
—Serena, no podemos dejar que esto termine. Tengo que decirte que no tiene remedio. Es simple. Te quiero.
Intenté devolverle esta declaración, pero tenía la garganta tan cerrada que sólo podía jadear. Sus palabras dieron paso allí mismo a nuestros gritos de alegría, acallados por el ruido de los coches que pasaban. Era la frase que evitábamos decir. Era demasiado trascendente, marcaba el límite que la cautela no nos permitía franquear, la transición desde una aventura placentera a algo importante y desconocido, casi como un fardo. Ahora no parecía así. Le acerqué la cara a la mía, le besé y repetí sus palabras. Fue fácil. Después me separé de él y me arrodillé sobre los guijarros para adecentarme el vestido. Al hacerlo supe que antes de que aquel amor iniciara su curso tendría que hablarle de mí. Y entonces el amor se acabaría. Así que no podía decírselo. Pero tenía que hacerlo.
Después, tumbados y con las manos enlazadas, nos reímos como niños en la oscuridad de nuestro secreto, de la travesura que habíamos cometido. Nos reímos de la enormidad de las palabras que habíamos pronunciado. Todos los demás estaban encadenados por las normas, y nosotros éramos libres. Haríamos el amor en todo el mundo, nuestro amor estaría en todas partes. Nos incorporamos y compartimos un cigarrillo. Después los dos empezamos a tiritar de frío y emprendimos el camino a casa.

Ian McEwan
Operación dulce

Inglaterra, 1972. En plena Guerra Fría la joven estudiante Serena Frome es reclutada en Cambridge por el MI5. Su misión: crear una fundación para ayudar a novelistas prometedores, pero cuya verdadera finalidad es generar propaganda anticomunista. Y en su vida dominada por el engaño entra Tom Healy, joven escritor del que acabará enamorándose. Hasta que llega el momento en que tiene que decidir si seguir con su mentira o contarle la verdad…
Esta deslumbrante narración atrapa y sorprende al lector con sucesivas vueltas de tuerca en las que realidad y ficción se funden y confunden. Con extraordinaria sutileza psicológica, una trama trepidante y momentos de fina ironía, Ian McEwan demuestra una vez más que es un maestro consumado del arte de la novela.

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