La saya de Carolina y otros apuntes para retratos de hermosas
La Bella Otero
Cuando paso por Valga, camino de Caldas a Padrón y Santiago, sin darme cuenta me pongo a tararear aquello de:
A saia de Carolina
ten un lagarto pintado:
cando Carolina baila,
o lagarto dálle ao rabo.
Valga está estos días con sus manzanos estrenando las verdes hojas nuevas, y los cerezos en flor. Felices prados, en los que la abubilla saluda a don abril. Yendo hacia Raxoi —apellido de arzobispo compostelano—, le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda. Tengo amigos muy eruditos en carolinogía, algunos del Ullán, a los que tengo que preguntar dónde fue que el zapatero Venancio Romero, alias Conainas —mote que predestinaba a violentar el sexto—, se echó sobre la niña. Por el mes era de julio, siegas hechas, uvas pintando, romerías. La niña se llamaba Agustina Otero Iglesias y tenía once años. El Conainas tenía veinticinco y una flor en la oreja. La niña, a lo que dicen, parecía de quince, lo que es una atenuante. El Conainas, que trashumaba como solador de zuecos y remendón, ya había cambiado sonrisas con la rapaceta. A lo mejor, le había ofrecido unos zapatos nuevos. Unos zapatos para que Agustina Otero, luego Carolina, pudiese lucir en el San Roque de Caldas de Reis, en la Pascua de Padrón o en los Milagros de Amil. O en el Apóstol, en la propia Compostela, hecha de hermosura eso que aún dice la gente, comparando con la reina de Castilla, «una Berenguela». En el silencioso atardecer valgués en el surco hondo de un maizal, o en un pinar, allí fue la cosa. Pero no debió de haber zapatos, o los hubo a plazos, y la madre denunció al juez de Caldas la violación de la niña. Se conserva el proceso. Poco después, la muchacha saldrá a servir. A Santiago. Y tras largas y oscuras peripecias, que Piñeiro Ares o Manuel de la Fuente, biógrafos de la Bella Otero, pondrán un día en puntual literario, la de Valga aparecerá en París, sabiendo abanicarse deliciosamente, preguntando en francés si va a llover, bañándose todos los días, y apasionada por los helados tutti-frutti. ¡Carolina Otero! Me gustaría saber quién fue el primero que en Valga dio la noticia de que Agustina Otero Iglesias era aquella Carolina Otero que sacaba perlas de los bigotes de los grandes duques rusos, y diamantes de las orejas de los marqueses y los banqueros de Francia, tras bailar endemoniadamente un andaluz de propia minerva. Y lo del juego, si había hecho saltar la banca de Montecarlo, y si era cierto que Guillermo II escribía para ella la letra de una opereta. Ya se había puesto la saya de Carolina, la saya con el lagarto pintado, que dice la canción gallega. Acaso el primer sorprendido fuese el Conainas, que la tuvo en el campo. Corrían noticias de que galanes franceses rechazados por Carolina se habían suicidado. Los ojos se abrían, porque en Galicia no había galán francés conocido más que don Gaiferos de Mormaltán de mozo, vestido de color violeta. Y los únicos que en el país sabían algo de la vida nocturna de París eran los señoritos de Ourense, quienes ponían telegramas a los íntimos, detallando sus éxitos venéreos. Se corrió que Carolina estaba preñada del zar de Rusia, y que viajaba en colchón de pluma, no se malograse el fruto. Y cuando estalló la guerra del 14, se afirmó en las tertulias de Pontevedra que Carolina Otero había empeñado sus joyas en favor de la apisonadora zarista. Algo había de verdad. La moza de Valga, acaso llevada por los recuerdos de su estancia en San Petersburgo, había metido todo su dinero en el famoso empréstito ruso. Cuando muere en Niza, en la miseria, todavía estarán allí, en la maleta, los famosos bonos, amarillos, azules, verdes, blancos… Resoñando los días gloriosos, más de una vez, en las largas noches de invierno, sentada junto a la pequeña estufa, las piernas envueltas en una manta, Carolina habrá abierto la maleta y habrá recontado y acariciado aquellos papeles, en los que estaban escondidas las jornadas gloriosas, los amores grandes y pequeños, las horas locas de la ruleta, los brillantes reventando de luz, un río de champagne, dos o tres vizcondes muertos, relucientes monedas de oro, y la saya, la endemoniada saya con el lagarto pintado, que fue el gran secreto de Carolina: cuando Carolina baila, el lagarto le da al rabo.
Y Venancio Romero, alias Conainas, zapatero remendón de oficio, pasando la subela por el pelo entre puntada y puntada, levantaba la vista hacia el retrato de Carolina, arrancado de una revista ilustrada y pegado con engrudo en la pared; un retrato en el que Carolina, enseñando la pierna, sonríe golosona. Pero casi no la ve. El Conainas a quien ve, en la curva del camino, es a aquella amapola de un lejano mes de julio, en un cómaro.
Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado