La tormenta
Por el pinar de las brujas, tierra honda, troncos gigantes, cielo amenazador, donde la fronda centenaria más que brindarte protección parecía aliarse maléfica con la tormenta, el primer trueno rompió aún lejano, al cual fueron impulsando otros, como masa de aquellas piedras oscuras desprendida de sus cimas y torrenteras, rodándole y rodando con él montaña abajo. ¿En quién brotó primero el sobresalto que contagió al compañero, en ti o en tu caballo?
De siglos atrás volvía a la conciencia un recelo ancestral ante aquello que no era imposible considerar, en su fragor y su violencia, como cólera de la creación y su dios escondido, emparejando el instinto elemental del ser con las fuerzas elementales de la tierra. Todo venía allí a corroborar la leyenda de tantas reuniones sabáticas por aquel pinar, fuese accidental, como el tronar y el relampaguear, fuese consustancial, como lo enriscado y ceñudo del paraje.
La lluvia, abatida con fuerza, tornaba inútil aun el cobijo de los troncos más frondosos, porque su masa argentada pasaba las ramas, para luego, al tocar la tierra, dividirse en vetas fragmentarias ladera abajo. Mejor parecía escapar con ella que no aguardarla inmóvil, como si la rapidez de la carrera pudiera dejar atrás de su caballo al trueno y al aguacero. Pero fueron ellos quienes te dejaron adelantarles, amainando ya desde las crestas, en tanto el cielo hosco, allá por una hendidura entre las nubes, libertaba un vapor amarillento.
Todo se aquietó al aparecer la luz poniente, aunque con pausa agreste de indecible encanto todavía se escuchara el rumor de las gotas rezagadas, cayendo desde el borde de las hojas a tierra, que ahíta de agua cedía bajo los cascos del caballo. Y con la luz se alzó el canto de un cuco, al que pronto respondió otro, o el eco mismo, sus intervalos de diálogo alado cruzando a través del atardecer, hasta unirse fulgor y silbo dentro del aire con una misma causalidad, así como antes se unieron por él relámpago y trueno.
Entonces descabalgaste nuevamente, esta vez no para esperar la tormenta sino para despedirla y contemplar entre las cosas aquel renacer de un sosiego al cual el hombre parecía ajeno, pero que sin duda las brujas, dadivosas un momento con el viandante de su pinar, te permitían vivir y conocer antes de regresar al pueblo y a las gentes, aún sobresaltado, húmedo y dichoso.
Luis Cernuda
Ocnos
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