25 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de José Manuel Caballero Bonald, Ágata ojo de gato

Llegaron desde más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los arrastres fluviales. Jamás entendió nadie por qué inconcebibles razones bajaron aquellos dos errabundos —o extraviados— colonos desde sus nativas costas normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El caserío más próximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de Argónida, y era de gentes que acudían por temporadas al sanguinario arrimo de los mimbrales, mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo, bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo se podía ingresar a través de navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con los patrones de los atuneros.
Nadie supo de los normandos ni los vio bregar por la marisma hasta bastante después de su insólita llegada. Debieron de luchar a brazo partido contra la salvaje tiranía de los médanos y la bronca resistencia del terreno a dejarse engendrar. Una costra salina, compacta y tapizada de líquenes, que rompía en formas concoideas de pedernal al ser golpeada por el azadón, les fue metiendo en las entrañas como una progresiva réplica a aquella misma reciedumbre y a aquella misma crueldad. Con asnos cimarrones cazados a lazo y domesticados por hambre, fueron acumulando guano y tierra de aluvión sobre la marga que ya habían conseguido sacar a flote entre las brechas del salitre. No sembraron cereales ni legumbres ni plantas solanáceas (cuya cohabitación con el esquilmado subsuelo tampoco habría sido posible), sino momificadas simientes de hierbas salutíferas que habían traído con ellos, conservadas en viejos pomos de botica y como única hereditaria manda, desde sus bancales nórdicos. Arropadas en mantillo y recosidas con hilachas de agave, aquellas venerandas semillas de ajenjo y ruibarbo, sardonia y camomila, lúpulo y salicaria, germinaron muy luego en la extensión baldía y provisoriamente hurtada a la mordedura del nitro, contraviniendo por vez primera el código de una erosión iniciada desde que el río perdiera uno de sus prehistóricos brazos para ir soldando la isla oriental de la desembocadura con los arenales limítrofes. Nunca llegó a sospecharse, sin embargo, la finalidad o el presunto beneficio de aquellas delirantes plantaciones, vigiladas hasta el agotamiento durante meses y cuyas iniciales y precarias cosechas revirtieron en su totalidad al semillero destinado a una gradual ampliación de los bancales.

José Manuel Caballero Bonald
Ágata ojo de gato

Un enigmático extranjero llega a Argónida, territorio mítico tras el que se adivina la geografía del Coto de Doñana. La apropiación por parte del recién llegado y su familia de un tesoro que no les pertenece desencadenará una serie de acontecimientos que conducirá a los personajes hasta un destino fatal.
Ágata ojo de gato relata el proceso de colonización de un territorio salvaje y el modo en que la naturaleza impone su implacable venganza sobre quienes la han ofendido. El Coto de Doñana se convierte en el verdadero protagonista, y la fascinante variedad de su paisaje dota a la narración de una riqueza estilística y argumental desbordante. La peculiaridad de la prosa, caracterizada por un preciosismo envolvente, y la vocación de fábula hacen de esta novela una obra de gran singularidad y ambición.
Galardonada con el Premio de la Crítica en 1975, Ágata ojo de gato es, de toda su producción narrativa, la obra predilecta de José Manuel Caballero Bonald, un libro imprescindible en el panorama de la literatura española contemporánea.

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Paisaje con amapolas