LA TIRA DE PIEL
Un hombre tenía dos hijos, uno de dieciocho años y el otro de dieciséis. Un día, el pequeño le dijo a su padre:
—Yo quiero dejar la casa para ir a servir.
El padre consintió y el muchacho se fue a ver dónde encontraba una casa para servir.
Cuando dio con un amo se ajustó para hacer de criado con él, pero el amo le hizo firmar un documento en el que se decía que no arreglarían cuentas hasta que cantase el cuco y, además, que aquel que se enfadara primero de los dos se tenía que dejar sacar una tira de piel de la nuca al pie.
El muchacho se fue a trabajar las tierras y al mediodía llegó una criada para darle de almorzar. Traía el almuerzo en un puchero y también llevaba un plato y le dijo que, de parte de su amo, que tenía que comer sin pasar la comida del puchero al plato y sin abrir el puchero. El muchacho, claro, dijo:
—Eso es imposible, así que se lleva usted el almuerzo a casa que ya hablaré yo con el amo.
La criada se lo llevó. Por la noche, cuando volvió a casa del amo, éste le preguntó:
—¿Se ha enfadado usted?
Y el muchacho respondió:
—No, no me he enfadado.
A la mañana siguiente volvió a suceder lo mismo y la criada volvió a llevarle el almuerzo con las mismas condiciones, así que el muchacho tampoco almorzó esta vez. A la noche, cuando regresó del trabajo, el amo le volvió a preguntar:
—¿Se ha enfadado usted?
Y el muchacho le respondió esta vez:
—Sí señor, me he enfadado, porque me hace trabajar sin comer y me hace dormir en el suelo.
Y el amo le dijo:
—Pues, si te has enfadado, me debes una tira de piel por lo que dice el documento.
Y se la sacó del cuerpo.
El muchacho volvió a casa de su padre muy dolorido y lastimado y contó lo que le había sucedido. Y el hermano mayor, enfadado al ver que al pequeño le habían sacado una tira de piel, pidió que le contase cómo había sido todo y una vez que se hubo enterado bien, dijo:
—Pues bueno, ahora dime dónde está la casa, que voy para allá y ya verás lo que pasa esta vez.
Se fue el mayor al lugar donde sirviera el pequeño y se ofreció para servir al amo. El amo le puso las mismas condiciones que al hermano pequeño y el muchacho se mostró conforme.
Al día siguiente salió al campo a trabajar, pero se sentó debajo de un árbol y no hizo nada más que esperar. A las doce, llegó la criada con la comida y le dijo que ni echara del puchero en el plato ni destapara el puchero. El muchacho dijo:
—Así ha de ser —y con un canto afilado golpeó el puchero hasta romperlo y por ahí sacó la comida y se la comió.
A la noche volvió a la casa y, cuando vio al amo, le dijo:
—¿Se ha enfadado usted? —y el otro le dijo:
—No, pero…
Y vio que estaba la cena lista para servir y, sin más ni más, se la zampó entera y dejó a los demás sin cenar. Y dijo al amo:
—¿Se enfada usted?
Y el amo contestó:
—No, pero…
Subieron a dormir y se metió en la cama del amo. Y le dijo el amo:
—Pero ¿qué haces tú aquí?
Y le dijo el mozo:
—¿Se ha enfadado usted?
Y contestó el amo:
—No, pero…
Al otro día el amo le dijo que fuera a buscar dos bueyes que tenía en la cuadra y que los unciera, pero que los bueyes habían de venir el uno sonriendo y el otro haciendo la venia. Conque el mozo se levantó tranquilamente por la mañana, se fue a la cuadra y, ni corto ni perezoso, al primero de los bueyes le corta el morro con un cuchillo para que se le vean los dientes y al segundo le corta media pata delantera. Y hecho esto, los sacó afuera y le dijo al amo:
—Vea usted, señor amo, que aquí le traigo los bueyes, el uno sonriendo y el otro haciendo la venia.
El amo se llevó las manos a la cabeza y le dijo:
—Pero ¡animal!, ¿qué has hecho con los bueyes?
Y el muchacho le preguntó entonces:
—¿Se ha enfadado usted?
—No, pero…
Pasó otro día y esta vez el amo le encargó que fuera a vender unas yeguas a la feria. Y se fue el muchacho con las yeguas, que eran catorce, y cada yegua llevaba un cencerro. Y vendió todas, excepto una que era blanca, pues las demás eran todas negras. Total, que se quedó con los cencerros y la yegua y se volvió para casa. En esto, en el camino se le vino encima un nubarrón y, sin pensárselo dos veces, tiró de navaja, abrió a la yegua en canal y se protegió bajo ella mientras diluviaba. Cuando terminó de llover, aparecieron trece buitres negros y uno blanco y empezaron a comer de la yegua muerta. Y el muchacho los fue cogiendo y poniendo a cada uno un cencerro al cuello, los espantó y cogiendo el blanco se llegó hasta donde estaba el amo gritando:
—¡Milagro!, que las yeguas se me han convertido en buitres y esta blanca en la que yo iba a la feria también.
El amo sospechó de él y empezó a regañarle, pero el muchacho dijo:
—¿Se enfada usted, señor amo?
Y el amo:
—No, pero…
Consultó el amo con la mujer a ver qué hacían, porque veía lo que estaba perdiendo con aquel criado.
—Y aún falta para que cante el cuco —decía la mujer.
Y decidieron ambos que la mujer se subiera a un árbol que había junto a la casa y cantara como el cuco, al que imitaba bastante bien. Así lo acordaron y la mujer subió al árbol, a la noche, y empezó a cantar como el cuco. Entonces el amo le gritó al criado:
—¡Eh, que ya canta el cuco! ¿Lo oyes?
Y el muchacho decía:
—¿El cuco en este tiempo? Pues ya me extraña, así que voy a ver si es cuco o cuca.
Cogió su escopeta, disparó y cayó la mujer al suelo, muerta. Y saltó el amo:
—Ahora sí que me he enfadado de verdad, que me has matado a quien más estimaba en esta casa.
Y dijo el muchacho:
—Pues nada, la tira de piel.
Y le arrancó una tira de piel desde la nuca hasta el pie, además de mil reales de salario, y se volvió tan contento para su casa a enseñárselo todo a su padre y a su hermano.
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