Sí, Effi se llevaba muy bien con Jahnke. Pero, pese a todos sus conocimientos sobre el lago Hertha, Escandinavia y Wisby, en el fondo era un hombre simple, y por tanto era inevitable que una mujer joven y solitaria como Effi prefiriese la conversación de Niemeyer. Durante el otoño pudieron hablar tranquilamente dando largos paseos por el parque, pero la llegada del invierno interrumpió sus agradables charlas, ya que a Effi no le apetecía en absoluto ir a la casa parroquial. La señora Niemeyer siempre había sido una mujer muy desagradable, pero ahora había adoptado una actitud de intolerancia moral difícilmente soportable, pese a que, en opinión de la comunidad de feligreses, no había sido ella ningún modelo de honestidad intachable.
Y con gran pesar por parte de Effi, esta interrupción se prolongó durante todo el invierno. Pero cuando a principios de abril los arbustos comenzaron a reverdecer y los senderos del parque se secaron, volvieron a retomar sus paseos.
Durante uno de estos oyeron el canto lejano del cuco, y Effi contó las veces que repetía su reclamo. Iba cogida del brazo de Niemeyer, y le dijo:
—¿Oye cantar al cuco? A él no puedo preguntárselo, pero dígame usted, amigo mío, ¿qué piensa de la vida?
—¡Ah, querida Effi, no me hagas estas preguntas tan transcendentes! Deberías consultar a un filósofo, o enviar un escrito a una universidad. ¿Qué pienso yo de la vida? Mucho y poco. A veces pienso que es lo más importante, a veces que vale demasiado poco.
—Eso está bien, amigo mío, me gusta. No necesito saber nada más.
Mientras tanto, habían llegado hasta el columpio. Effi se subió a él con la misma agilidad de cuando era una niña, y antes de que su viejo acompañante se hubiera repuesto de su momentáneo sobresalto, la joven ya se había colocado en cuclillas entre las dos cuerdas y, balanceando hábilmente su cuerpo adelante y atrás, había empezado a columpiarse. Al cabo de unos segundos ya volaba por los aires y, sosteniéndose con una sola mano, se quitó con la otra el pequeño pañolón de seda que le cubría el cuello y el pecho, y lo agitó en el aire, revoltosa y feliz. Luego empezó a balancearse más despacio, bajó de un salto y se cogió nuevamente del brazo de Niemeyer.
—¡Effi, sigues siendo la misma de siempre!
—Oh, no. Ya me gustaría, pero todo eso ha quedado muy atrás. Sólo he querido volver a probarlo otra vez. ¡Ah, qué hermoso ha sido, qué bien me he sentido! ¡Era como si volara hasta el cielo! Quién sabe si entraré en él. Dígamelo usted, amigo mío, usted debe saberlo. Por favor, por favor…
No hay comentarios:
Publicar un comentario