09 abril 2022

Sobre el cuco - Nunca volví a escuchar al cuco como en la infancia en aquel monte.

 La casa en construcción de Castro de Elviña, donde fuimos a vivir en 1963, estaba en un lugar apartado y conocido por Monte da Nacha, lindante con un camino de tierra que llevaba al llamado Escorial y a la torre de emisión de Radio Coruña. Una de las primeras informaciones vecinales que recibí, con cierta turbación, fue que justo en aquella cumbre era donde daba la vuelta el viento. Un mérito que se atribuye a muchas cumbres, pero que en este caso, y no había más que oír el rumor hosco de los eucaliptos, era muy verosímil. Y no eran dos o tres voces las que lo afirmaban. Todo el mundo decía lo mismo: «¡Vais a vivir donde da la vuelta el viento!». Eso, lo de ver al viento dar la vuelta, fue algo que me tuvo ocupado y preocupado durante un tiempo. Y todavía más cuando mi padre proclamaba: «¡Aquí nunca llegará la ciudad!». Algo había de cierto. Las gaviotas coruñesas, incluso en la tempestad, daban siempre la vuelta allí, en aquel non plus ultra del altísimo poste radiofónico. Y lo mismo los estorninos, que hacían y deshacían viñetas súbitas en el cielo. Los cuervos, no. Los cuervos volaban, solitarios o en batallón desastrado, y de repente caían o remontaban hacia lo desconocido. Tenía simpatía por los cuervos. En la iglesia, siempre húmeda y fría, con los cuerpos petrificados por el contagio de las losas, había un momento en que revivíamos y era cuando el cura leía la parte del Génesis en el Antiguo Testamento, y en especial el episodio del Arca de Noé. Todos atentos a las manos del sacerdote, pues hacía el gesto mímico de soltar una paloma y un cuervo, con la misión de ser informadores meteorológicos después del diluvio. Regresaba la paloma con la rama de olivo, pero el predicador nada decía del cuervo. ¿Qué había sido de él? Normal que no volviese el cuervo. No había más que verlo allí, en nuestro monte. A su aire. La paloma es periodista. El cuervo, ese vagabundo, es poeta. Y el cuco. También el cuco seguía su viaje. Nunca volví a escuchar al cuco como en la infancia en aquel monte. Una de las veces que el abuelo carpintero rompió su silencio fue para decirme despacio, con la intención de que no me lo olvidase nunca, un proverbio destilado como un haiku: «Si el cuco no cantó en marzo o en abril, o el cuco está muerto o el fin está a venir». Había un gran peñasco que llevaba su nombre, el del cuco. Tenía su forma, un ave pétrea, alada, con el pico orientado hacia la línea del faro. Una gran piedra a punto de volar, ésa era la posición. Cada año, en marzo o en abril, pasaba el cuco. Subía hacia el norte desde algún lugar de África. Debía de haber una saga de cucos africanos que mantenían ese camino. Se notaba que la ruta no le era indiferente porque no pasaba sin más. Se recreaba en el cucar, que iba y venía en intensidad. Todo el deseo se concentraba entonces en la mirada, en el querer ver al cuco. A Zapateira, en aquel entonces, era un gran espacio de misterio, una tierra de nadie poblada para nosotros por los seres de la imaginación, que a veces nos visitaban en forma de zorros, conejos, martas, serpientes, búhos o lechuzas. Era también el primer lugar donde el cuco cucaba. No existía todavía ninguna carretera ni club de golf. Hasta que los hicieron, la carretera y el campo de golf. Y los veranos subía la comitiva motorizada de Franco. Todo el monte escudriñado por cientos de guardias. De repente, se ponían firmes en sus puestos de vigía. Pasaba el zumbido acorazado del Caudillo. Las compactas carrocerías negras, como catafalcos rodantes, con los vidrios ahumados. En aquel convoy de verano, nunca distinguimos ningún rostro. Con los años, se extendió la ocupación catastral y fue desapareciendo del monte la salvaje compañía. Quedaba el cielo. La imaginación de las nubes. El viento zarandeando a los cuervos. Los cuervos burlándose del viento.

Manuel Rivas
Las voces bajas

«Las voces bajas es la novela de la vida. Son las voces de los niños, las mujeres que hablan solas, los emigrantes, los muertos, los animales… Las voces de los que no quieren dominar y se alimentan de palabras y cuentos». Desde la primera página, late algo singular en Las voces bajas. Escrita al modo de una autobiografía, todo parece verdad y todo, imaginación. Es el efecto de una novela de la memoria encendida. El libro arranca en una geografía real donde la mirada de la infancia va descubriendo, con una mezcla de miedo, estupor y maravilla, lo que de extraordinario hay en la existencia de la gente corriente. Con el hilo conductor de María, la hermana mayor, magnética, la muchacha anarquista que siempre abría camino, esta novela es una construcción de humor y dolor, donde las palabras pelean y se abrazan con la vida. Al leer esta obra, un ojo llora y otro ríe. «No sabemos bien lo que la literatura es, pero sí que detectamos la boca de la literatura. Tiene la forma de un rumor. De un murmullo. Puede ser escandalosa, incontinente, enigmática, malhablada, balbuciente. Yo conocí muy pronto esa boca. En aquel momento era, ni más ni menos, la boca de mi madre hablando sola».

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