VI. El calendario aldeano
El calendario de una aldea del sur de Europa se establece por los trabajos estacionales de la tierra y por los ritos y fiestas correspondientes. En mi aldea el calendario estaba particularmente colmado, ya que, como los inviernos eran relativamente suaves y el agua de regadío abundante, se cultivaba una gran variedad de productos. El año comenzaba con la recolección de la aceituna, y como esto era mayormente tarea de mujeres, los bosques de olivos se veían invadidos por alegres partidas de chicas y matronas con blancos pañuelos de cabeza y vestidos multicolores y acompañadas de los niños más pequeños. Las chicas trepaban a los árboles, y si algún hombre se aproximaba demasiado, se las avisaba a gritos y apremiaba a que bajasen, pues ninguna llevaba bragas. Recogían las aceitunas en unas mantas extendidas sobre el suelo, después las vertían en unos serones y las llevaban a la almazara. Allí, un burro, dando vueltas en la semioscuridad del reducido espacio inferior, tiraba de una piedra cónica, que, al macerar las aceitunas, hacía saltar un chorro de aceite que iba a parar a las tinajas.
Mientras las mujeres se entregaban a este quehacer, los hombres podaban las viñas y los árboles, tras lo cual venía la siembra de cebollas y ajos (los únicos cultivos para el mercado) y la sachadura de los cereales. A comienzos de mayo se hacía la siega de la cebada y poco después comenzaba, en la costa, la del trigo. Se extendía por la ladera de una forma gradual y alcanzaba nuestra aldea en julio (cada cien metros de altitud originaba una diferencia de cuatro días), pero en las fincas situadas en lo alto de la montaña no comenzaba hasta septiembre. La mies se segaba con una hoz curva y corta. El segador empuñaba en su mano izquierda un haz de tallos y los cortaba con la derecha por debajo de la espiga. La cosecha se recogía en cestones y se llevaba a lomos de burro hasta las eras. Si había luna, la cebada se segaba y recogía por la noche, ya que si se secaba demasiado los granos se caían.
En agosto, ya segado todo el grano, venía la parva, que es como aquí se llama a la trilla. Era el momento culminante del año, la verdadera cosecha. Las espigas, o mies, se extendían en unas eras circulares adoquinadas que punteaban la ladera de la montaña, por lo general en algún espacio abierto, sobre la roca, expuesto al viento. Se aparejaban dos mulas a la tabla, una pequeña plancha de madera dotada de dientes de hierro o cuarcita, y, balanceándose sobre ella, un hombre empuñaba las riendas. Otro hombre se situaba cerca, blandiendo un látigo, y las mulas, al trote, daban vueltas. Cuando se cansaban las reemplazaba otro par. Estas vueltas sobre la ladera de la montaña duraban todo el día: los conductores del trillo, sujetos a las riendas, como los carreteros; las mulas con la piel brillante, sudorosa. De vez en cuando el hombre lanzaba un grito y el látigo restallaba sobre el lomo de los animales. Después, cuando caía la oscuridad, comenzaban los preparativos para el aventamiento. Un grupo de hombres y mujeres se reunía en la era, se encendía un farol y alguien comenzaba a rasguear una guitarra. Inesperadamente surgía una voz en la noche, se cernía unos pocos segundos en el aire, apagándose luego. El trino de un ruiseñor contestaba desde los álamos cercanos.
Comenzaba a soplar el viento. Llegaba primero en pequeñas ráfagas, luego se extinguía y volvía otra vez. En cuanto parecía ser lo suficientemente fuerte, uno o dos hombres empuñaban sus largas horcas de fresno o almez, y comenzaban a airear el grano. Esto se prolongaba, a cortos intervalos, durante toda la noche. El viento soplaba más regularmente hacia el amanecer. Frecuentemente salía yo, a esta hora, de mi habitación, en la que había estado leyendo, y subía la pendiente para ver cómo iba el trabajo. La gran depresión montañosa parecía llenarse de luz burbujeante, como un tanque de agua; las sombras se tornaban de color violeta, después de color de espliego y finalmente desaparecían flotando, mientras yo, al subir y aproximarme a la era, veía la paja salir flotando, como una capa blanca sobre la brisa, y el pesado grano caer a plomo en montón, como caían las monedas de oro sobre Danae. Entonces, sin nubes ni velos, aparecía el disco solar sobre la Sierra de Gádor y comenzaba a ascender rápidamente. Las figuras soñolientas se levantaban y se desperezaban; los hombres bebían un trago de su bota de vino, las mujeres recogían sus cestos de provisiones, y regresaban a casa. Dentro de media hora estarían de nuevo a la orilla del río, lavando la ropa.
Las estaciones más ocupadas eran el final de la primavera y el comienzo del verano. Las judías, cuyas flores perfumaban el ambiente por Pascua, una vez recogidas dejaban sitio a las patatas. Había que sembrar al mismo tiempo los tomates, los pimientos, las berenjenas, habichuelas, melones y sandías. Después venía la siega del trigo e inmediatamente había que levantar los rastrojos con el arado para sembrar el maíz, se recolectaban las lentejas, los garbanzos, las algarrobas, seguido todo ello por la gran celebración de la parva. Casi al mismo tiempo, las uvas, que crecían en los emparrados, se regaban, se recogían y se pisaban en los lagares, y se almacenaban todos los demás frutos de otoño. Los tomates, los pimientos y los higos se extendían en esteras sobre las azoteas, puestos a secar. Las castañas se vendían, y las cebollas, ajos y patatas se sacaban de la tierra y se vendían o almacenaban. La ceremonia de desgranar el maíz tenía su propio ritual. Un grupo de muchachos y muchachas se sentaban en la «azotea», formando círculo, con un jarro de vino y un plato de bollos o de castañas asadas al lado, y cuando una chica encontraba una mazorca de granos rojos golpeaba a todos los hombres ligeramente en la cabeza con su cuchillo; cuando era un joven quien la encontraba, abrazaba por turno a todas las chicas. Por «abrazar» se entendía poner los brazos alrededor de los hombros de alguien y darle palmaditas en la espalda. Jamás significaba besar. Besar es un acto tan serio que algunas chicas no permitían a sus novios que las besaran antes de casarse.
Mi aldea era casi autosuficiente. Las familias más pobres no comían nada que no se criara en la aldea, excepto pescado fresco, que se traía desde la costa a lomo de mula, en viaje nocturno, y bacalao seco. Los tejidos de algodón, la loza y la quincallería venían de las ciudades, pero los aldeanos tejían y teñían sus propios paños de lana, sus mantas de algodón, sus pañuelos de seda y sus colchas. En otras palabras, la economía de una aldea de la Alpujarra no había cambiado gran cosa desde los tiempos medievales. Y los aperos de labranza eran aún más antiguos. Nuestro arado era muy parecido al romano, mientras que en la costa y en la mayor parte de Andalucía se utilizaba un tipo ligeramente diferente, con un mango recto, idéntico al que ostentan los vasos griegos. Este había sido, sin duda, el primitivo arado de toda la región mediterránea. Igualmente antiguo era el trillo —tanto Amós como Isaías hacen alusión a él— y en cuanto a nuestra hoz, era idéntica al tipo encontrado en las tumbas de Almería correspondientes a la edad del bronce. No ha de deducirse, sin embargo, que nuestro sistema agrícola era atrasado. Hacia 1930 se introdujeron unas cuantas aventadoras que funcionaban con petróleo y resultaron útiles, pero los demás aperos se ajustaban tan bien a las condiciones locales, que tengo mis dudas de que pudieran mejorarse. Como por aquella época yo estaba leyendo a Virgilio y esforzándome en desentrañar los doce volúmenes de Golden Bough, de Frazer, así como el Antiguo Testamento, estas pervivencias de la antigüedad me proporcionaban un placer especial.
La primavera, al igual que en la mayoría de los países, era la mejor estación. En la costa comenzaba en febrero o marzo, y se extendía como una mancha verdosa sobre las laderas de las montañas, llegando a nuestra aldea en abril. Brotaban las hojas de las higueras y las moreras, el trigo y la cebada crecían un poco más cada noche, los viscosos pimpollos del álamo se abrían y desplegaban sus pétalos finos y sedosos. Llegaban las golondrinas y comenzaban a construir sus nidos, y no mucho después se dejaban oír el cuco y el ruiseñor. Por encima de la aldea, toda la montaña se abría a la vida. Las familias que tenían en ella parcelas de tierra se trasladaban a sus cortijos —toscas cabañas de piedra, bajo los castaños— y comenzaba la elaboración del queso. Por todos los lados resonaban gritos, canciones, el rebuzno de los asnos, el canto de los gallos, el balido de ovejas y cabras.
A lo lejos, sobre el valle de Mecina, a dos o tres horas de camino, había una zona de carrascas dispersas; era todo lo que quedaba del monte o robledal que antaño cubriera la ladera más allá del área del castañar. Poco más allá tenía don Fadrique su granja, con unas setenta cabezas de ganado, un rebaño de cabras y unas pocas ovejas. Solía yo ir de vez en cuando a aquel lugar con la excusa de estudiar ejemplares botánicos; columbinas, gencianas y saxífragas bordeaban el riachuelo, en cuyas glaciares aguas, que descendían de los neveros, podía uno tomar un baño. Aquí vivía Juan el Mudo, así llamado porque su padre era mudo, un hombre alto y atlético que se había casado con la garrida Araceli, la última doncella de doña Lucía, y trabajaba la granja, mediante contrato de aparcería, manteniendo, gracias a la influencia de su esposa, una íntima relación feudal con su señor. La mayor parte de la tierra estaba destinada a pastizales, pero sembraban algo de centeno, que recogían a finales de agosto. Don Fadrique tenía reservada una habitación, y cuando yo deseaba cambiar un poco mi vida en la aldea solía ir a la granja y ocupaba aquella pieza. Descubrí que no hay nada como romper unos días la monotonía y alejarse de los libros para retornar con nuevo brío. Durante el día, la soledad y el vacío del valle montañoso empapaban mi mente; buscaba flores —una vez encontré bajo una cascada el nido de un martín pescador—, miraba las águilas y los halcones, volando en círculos sobre mi cabeza, y después regresaba por la tarde a sentarme al lado de un fuego de troncos junto al silencioso Juan, el tranquilo y barbudo Felipe, vestido de harapos, y dos huraños pastorcillos, que no decían palabra. Cuando, después de pasar unos pocos días allí, regresaba a la aldea, tenía la impresión de volver a una capital.
Estos zagales, mejor cabreros, merecen describirse. Con frecuencia eran sorprendentemente guapos, con largas y onduladas guedejas que les caían sobre el cuello, y enjutos como olivos. Pero habían crecido en la soledad de los aislados cortijos, apacentando sus rebaños de cabras en los secanos, de manera que casi habían perdido la facultad de hablar. Cuando se les hablaba, contestaban con un soniquete difícil de entender y en voz tan alta que podía oírseles de colina a colina. Al escucharles me imaginaba que los cabreros de todas las tierras mediterráneas tenían un lenguaje común y que un zagal de las sierras españolas podía hacerse entender en las montañas de Sicilia o de Albania. En las raras ocasiones en que bajaban a la aldea, se mostraban tímidos y huidizos, pero como su belleza les hacía atractivos a las chicas, tarde o temprano se casaban. Entonces comenzaba su purgatorio, pues sus esposas les eran invariablemente infieles. Si su carácter era fuerte, las golpeaban, pero por lo general eran hombres tranquilos e indefensos, y como para excusarse desarrollaban su capacidad de hablar y llegaban a ser buenos conversadores. Este era el caso de Felipe, cuya esposa, Victoriana, tenía una docena de amantes, entre los que se encontraba su patrón. Felipe tenía un rostro como el de Cristo, un carácter tan débil como el agua, y era la única persona en aquel remoto cortijo con la que se podía hablar.
Algunas de sus historias trataban de lobos. Mantenía que si uno se encontraba a un lobo solo y lo miraba fijamente a los ojos, el lobo huía, pero si había dos, lo único que se podía hacer era agitar un palo, gritar y desear lo mejor. Tirar a los lobos con honda los provocaba. Sin embargo, carecía de la suficiente valentía para poner a prueba su teoría. En la única ocasión en que había visto un lobo, había trepado a un roble, por si, como él decía, había otro a la espera. En aquella ocasión el lobo había huido. Últimamente, no había lobos. La tala del monte los había alejado, y durante varios años nadie había visto ninguno. Pero el último saltó una noche la valla del corral, y aunque no tocó el rebaño, mató al perro del pastor. Sin embargo, reaparecían ahora. Las disposiciones policiales que prohibían llevar armas de fuego les había dejado el paso libre, y el año pasado (1953) dos de ellos habían bajado hasta el mismo límite de la aldea, irrumpieron en un aprisco y mataron a todas las ovejas.
Los acontecimientos agrícolas del año se celebraban, como ya he dicho, con rituales apropiados. El primero de estos era el carnaval. Los jóvenes se disfrazaban, se ponían antifaces y organizaban una procesión. Junto a moros, gigantes y otras figuras de fantasía que paseaban o eran llevados por las calles, siempre había una litera en la que dos jóvenes, uno de ellos disfrazado de mujer, pretendían hacer el amor, con movimientos expresivos y palabras obscenas. Esto me parecía corroborar el punto de vista de Frazer de que el carnaval proviene de las saturnales romanas. Después, la gente encendía pequeñas hogueras en las azoteas y tostaba granos de maíz. Por la tarde había bailes. El último día se celebraba una procesión de antorchas en la que era paseada en triunfo una piel de zorro (o en su defecto una piel de conejo) alrededor de la aldea y luego la enterraban enfrente de la iglesia, con ceremonias religiosas y un sermón burlesco. Es de suponer que este rito representaba el entierro del año viejo. Las ceremonias de Pascua tenían una intensidad peculiar. A partir de la mañana del Domingo de Ramos caía sobre la aldea un silencio que perduraba hasta el fin de la semana. Durante este tiempo nadie gritaba ni cantaba, y aún dejaba de oírse el sonido del mortero y el almirez, alegre preludio de toda la comida andaluza. La noche del Jueves Santo, la figura de Cristo crucificado era llevada en lenta procesión, con antorchas y candelas, hasta el calvario de piedra, situado entre los olivos, un poco más abajo de la aldea. En cada parada se cantaba en voz baja una copla triste. A la tarde siguiente había una procesión aún más lúgubre, en la que el cuerpo muerto de Cristo era llevado en silencio, en un ataúd de cristal, hasta la misma plaza, para luego regresar a la iglesia y ser enterrado. Esa noche un grupo de ancianas con antorchas de esparto caminaban, como en un vía crucis, alrededor de la iglesia, gimiendo y cantando saetas (no al estilo flamenco o gitano degradado en que se cantan las «saetas» hoy, sino en el más puro cante andaluz de Granada), mientras que en el interior de la iglesia las velas de la capilla ardiente se consumían alrededor del túmulo. A las diez en punto de la mañana del sábado, cuando el cura estaba diciendo misa, las campanas de gloria comenzaban a tocar, en señal de la Resurrección, y se bendecía el agua para todo el año. La gente regresaba de la iglesia con vasos de agua bendita con la que rociaban sus casas para mantener alejados los malos espíritus.
El ayuno había terminado, pero quedaba por representar la última escena del drama. Al amanecer del Domingo de Pascua el sacristán daba la llave de la iglesia a los jóvenes, quienes llevaban la figura de Cristo resucitado a la plaza situada en el extremo más bajo de la aldea. Se le representaba como un joven con vestidura verde y, como para asociarle con Adonis y Osiris y todos los demás dioses que han muerto para que los cereales vuelvan a brotar y la savia recorra una vez más los tallos, iba coronado de hoja. En la mano derecha le colocaban un ramo de flores y en la izquierda una gavilla de cebada. La imagen quedaba situada sobre una plataforma en la humilde plaza de casas deslucidas, y los aldeanos —especialmente las familias más pobres— daban vueltas a su alrededor, mientras gritaban: «¡Viva, viva el Señor!». Después, a las nueve en punto, el párroco abría las puertas de la iglesia. El alcalde y todas las personalidades de la aldea estaban esperando y, cuando salía la Virgen, se colocaban en línea tras ella y formaban una procesión. Este era el momento dramático de las ceremonias de Pascua, que hasta el más simple de los cabreros podía entender: la Virgen, al encontrar la tumba abierta y vacía, salía en busca de su Hijo. A pasos cortos, en un completo silencio, la procesión bajaba por las calles tortuosas, con la rígida imagen de verdes ropajes meciéndose de un lado a otro, hasta llegar a la entrada de la plaza. El pequeño recinto estaba lleno de gente, todas las ventanas, atestadas de rostros de mujer; las azoteas bajas aparecían abarrotadas de hombres, formando contra el fondo celeste como una orla mellada de grullas y cigüeñas. Tan pronto como la imagen de la Virgen llegaba a estar frente a la de Cristo, le rendía reverencia tres veces; el párroco avanzaba unos pasos, le rociaba con agua bendita y le incensaba, y la imagen de la Virgen avanzaba vacilante hasta el borde de la plataforma en la que se encontraba Cristo. Entonces, cuando estaba sólo a dos pasos, los brazos de él, que se movían con cuerdas, eran levantados con movimientos bruscos hasta tocar los hombros de ella. Esta era la señal para romper el silencio. El tamborilero, un joven alto y enjuto, situado en una esquina de la plaza, levantaba sus manos por encima de su cabeza y, con el rostro contorsionado, las dejaba caer sobre el tambor. Todos gritaban: «¡Viva la Purísima! ¡Viva el Señor!». Sonaban las trompetas, los muchachos golpeaban unas láminas de hoja de lata, y los hombres de las azoteas lanzaban cohetes y disparaban sus armas de fuego. Recargarlas por la boca del cañón requería una gran agitación de brazos y baquetas, y aquellos movimientos nerviosos y los gritos le trasladaban a uno de Europa a África.
Y ahora se reorganizaba la procesión, con la bamboleante imagen de la Madre y la de su Hijo, y, al mismo paso de tortuga, regresaban hasta la iglesia. Sonaban los tambores y las trompetas y las mujeres comenzaban a cantar. Lo que cantaban no era una letanía, sino una de esas coplas de cuatro versos, de las que todos sabían de memoria un gran número. Las voces de los muchachos, altas y penetrantes, dominaban a las demás. De nuevo los cohetes se elevaban siseando hacia el cielo, volvían a disparar las armas, hasta que, al cabo, entre estrepitosos hurras, la procesión, con las dos solemnes imágenes igual que marionetas, entraba de nuevo en la iglesia.
Por la tarde, los jóvenes de la aldea se reunían alrededor de los columpios. Los muchachos habían dedicado la noche anterior a erigirlos, frente a las casas de sus chicas, en la calle. Eran diferentes de los columpios que usan los chicos ingleses, puesto que en vez de un asiento llevaban un tablón suspendido longitudinalmente entre dos maromas, y un hombre y una mujer ocupaban sus plazas, cada uno en su extremo correspondiente. El balanceo continuaba por las tardes durante dos semanas o más, al son de una canción especial, y sólo la gente en edad de casarse estaba autorizada a tomar parte en la ceremonia, ya que ésta era un ritual para que las cosechas, que acaban de ser renovadas por la muerte y resurrección del Dios, se fortalecieran y crecieran.
El festival siguiente se celebraba el día de San Marcos, que cae el veinticinco de abril. Para el campesino español, San Marcos no es el autor de uno de los Evangelios sinópticos, fuente de las narraciones de San Mateo y San Lucas, y tema de muchos trabajos eruditos de los profesores de Tubinga, sino el santo patrón de los toros y de todos los animales de pasto. Así, pues, en ese día eran todos llevados a recibir la bendición. Detrás de su imagen de madera se formaba una procesión, en la que cada uno conducía su vaca, cabra, mula o asno, con un ramo de flores atado al cuerno o a la oreja, y los pastores y cabreros conducían sus rebaños delante de ellos. De manera que toda la población animal recorría las angostas calles hasta desembocar en la plaza de la iglesia, donde el párroco, dando vueltas a su alrededor, los bendecía e incensaba. Tan pronto como la ceremonia terminaba se distribuían unos bollos de pan, conocidos como roscos, uno por cada persona y animal. Constituían el don de una hermandad cuyos miembros sorteaban todos los años para saber quién debería proporcionar la harina para hacer los panes. Una vez bendecidos por el párroco, se colgaban de los cuernos de las vacas y cabras y sobre las orejas de los burros, y la procesión regresaba por el barrio bajo. Se repartían otros roscos a los amigos y parientes, a los que se les deseaba buena suerte, y al final del día se daba de comer uno a cada animal. En nuestra aldea, con sus calles pinas y tortuosas, lo más pintoresco y pagano era esta procesión de toda clase de animales, adornados con flores y conducidos por sus dueños, ancianos, mujeres y niños.
El día primero de mayo no se celebraba, pero sí el tres de mayo, día de la Cruz, La Cruz de Mayo. A este día se le dedica en muchas partes de España una gran fiesta, en la que los niños levantan pequeñas cruces en las calles, las decoran con flores, y detienen a los transeúntes para pedirles una moneda; en nuestra aldea se celebraba con la matanza del diablo. Salían al campo cuadrillas, comían y bebían bajo los olivos y, una vez reconfortados, salían en busca del Enemigo Universal. Lo encontraban bajo la forma de una alta planta de lechetrezna, que se creía venenosa para los animales, y, una vez elegido el ejemplar, lo arrancaban de raíz, lo ataban a una cuerda y lo arrastraban por el campo y por las calles entre gritos de triunfo. Cuando se cansaban, lo ataban firmemente a un árbol y lo abandonaban. Mientras tanto, las casas se decoraban con ramas y flores, se sacaban de las arcas las colgaduras de seda de fabricación casera y, en la habitación principal, se levantaba un altar con una cruz de madera. Por la tarde se bailaba y bebía frente a él. El día de la Cruz era, de hecho, un sustituto creado por la Iglesia para reemplazar el día primero de mayo, con sus asociaciones paganas. Originalmente, la ceremonia celebraba la muerte y resurrección del espíritu de los árboles, de igual manera que la Pascua celebraba la muerte y resurrección de los cereales.
La fiesta siguiente que celebraba la aldea era el día de San Juan. La tarde anterior los jóvenes decoraban las puertas de las casas de sus chicas con ramas y les cantaban serenatas, y a la mañana siguiente, temprano, las muchachas iban a la fuente, se mojaban manos y cara en el agua y cantaban canciones. Por la tarde se ponían sus más lucidos pañolones y marchaban en masa junto con los jóvenes a comer las cerezas salvajes que crecían en la ladera de la montaña; después venía la fiesta de la Asunción, en agosto, en la que se formaban grupos para ir a comer los higos en los secanos. En septiembre, el día de la Natividad de la Virgen, marchaban de nuevo a los campos a comer melones.
Todas estas fiestas que he descrito estaban asociadas con el crecimiento de las plantas y los árboles, la recolección de las frutas y la fertilidad del ganado. Les habían dado una apariencia cristiana, pero eran más antiguas que el cristianismo. Sólo la Pascua superponía al ritual de la vegetación una significación más profunda, ya que el drama que se desarrollaba era signo de que no sólo resucitarían de nuevo los cereales, sino también el hombre. En aquella semana Cristo y la Virgen trascendían a Adonis y Deméter. Pero el resto de nuestros ritos eran ritos paganos, y dado que la esencia del paganismo es la vitalidad, la mayoría finalizaban comiendo y bebiendo y haciendo excursiones al campo, que eran en realidad fiestas de galanteo. La aldea mostraba una tolerancia tan pequeña hacia las cosas tristes que mientras que el día de Todos los Santos era la ocasión para bailar, beber vino y asar castañas, el día de Difuntos, la fiesta de los muertos, se dejaba transcurrir con la única nota de un candil, o lámpara de aceite, que mantenían encendido durante toda la noche por cada uno de los muertos de la familia. No se hacían visitas al cementerio, como en otras partes de España, ni se depositaban coronas en las tumbas. Sólo el pueblo vivo era real; a los difuntos no se les recordaba mucho tiempo.
La última fiesta del año era la de Navidad. Todo el mundo iba a la Misa del Gallo o misa de medianoche, y después permanecía tranquilamente en el hogar. Era el solsticio de invierno. El único distintivo especial lo constituía la zambomba, ese desagradable y ruidoso instrumento. Consiste en un trozo de pellejo de conejo o de cabra atado tensamente a la boca de una maceta rota o de un trozo de tubo de desagüe: en la piel se inserta una caña y con la mano húmeda se restriega esta de arriba abajo, de manera que produce un sonido entre estridente y quejumbroso. La significación sexual es obvia y, sin duda, constituía en sus orígenes un ritual mágico para vigorizar el sol poniente. Por lo general, en Yegen eran jóvenes quienes las tocaban, y cuando había chicas delante lo hacían con un gusto consciente y entre carcajadas y risitas. Ahora, en las ciudades, se ha convertido en un juguete infantil.
Sin embargo, en Cádiar y otras aldeas la Navidad se celebraba al viejo estilo, con bailes que tenían lugar en el ático de las casas, al anochecer. Se encendían fuegos y los grupos de chicos y chicas asaban castañas y tocaban la zambomba y, después, bailaban y cantaban formando círculos, cogidos de la mano. Estos bailes eran conocidos como remelilos o remolinos. Se volvían a reunir en la fiesta de la Purificación de la Virgen, el dos de febrero, en la que se comían rosetas o granos de maíz tostados, y esto se prolongaba, en las noches en que hacía buen tiempo, hasta el carnaval. Hubo una época en que también en Yegen se hacían estos bailes, pero se interrumpieron porque se opinaba que resultaban peligrosos para los áticos.
Las semanas de la Navidad eran siempre hermosas y soleadas. Las violetas florecían en los bancales, así como una pequeña planta blanca parecida al carraspique. El viento permanecía en calma, como siempre. Después, las mujeres se iban a los bosques de olivos a recoger la última cosecha del año, y poco tiempo después comenzaban los vientos y las lluvias que marcaban nuestro invierno de dos meses. En las calles que corrían por debajo de mi casa florecía la hiedra, y su olor llegaba hasta mí cada vez que salía a tomar el sol.
Gerald Brenan
Al sur de Granada
Yegen es un pueblo alpujarreño, plácidamente recostado en una suave ladera rugosa, arañada por limpios regatos de aguas cantarinas, gratas al paladar. En él vivió Brenan varios años, entre 1920 y 1934, en busca de sí mismo, arrebatado por la sencilla espontaneidad de las gentes que lo pueblan. Las palabras, los gestos, los ruidos, el trajín, las creencias y costumbres de tipo folclórico, todo lo anota minuciosamente Brenan, lo contrasta, se documenta, se deja empapar día a día. El resultado es esta obra, un libro curioso en el cual admiramos tanto el primor con que están descritos los tipos y sus maneras, y el marco en que se mueven, como las originales interpretaciones que el autor hace de cuanto observa. Podemos decir que tenemos ante los ojos una valiosa monografía antropológica servida con un lenguaje transido de emociones. De ahí que el libro resulte incitante, tanto para quien busque la lectura placentera como para quienes pretendan una iniciación en el trabajo de campo antropológico.
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