12 febrero 2021

12 de febrero

20 de enero de 1855. Por fin vuelvo a mi buen amigo marrón. Querido mío, ¡qué placer volver a verte la cara! Aunque hoy hay muy poco que contar; solo un par de palabras para decir que ya ha pasado todo. ¡Ay, qué paciencia se necesita!

25 de enero. Es el cumpleaños de mi querido marido y, gracias a Dios, ya puedo comer otra vez con él. ¡Ah, qué amable ha sido todas estas semanas agotadoras de inquietud e impaciencia! ¿Por qué el sufrimiento nos hace tan irritables? Bien sabe Dios que he sufrido. Aquella noche horrible creí que moriría. El simple recuerdo me da escalofríos. Y además, aquel sabor horrible, de plomo, de muerte… ¡era lo peor! Bien, gracias a Dios ahora estoy mejor, aunque muy débil. Me canso incluso de escribir estas cuatro líneas […].

12 de febrero. ¡Qué débil estoy todavía! Por primera vez, hoy he salido a pasear por el muelle con mi querido William, pero casi no habíamos llegado al final y estaba tan cansada que he tenido que sentarme, mientras el pobre William iba a buscar una litera para llevarme a casa.

13 de febrero. Hoy me he sobresaltado bastante. Estaba contándole al doctor Watson lo cansada que estaba ayer, lo débil que me encuentro todavía y lo enferma que había estado […] y por fin se le escapó que, en aquel momento, había llegado a pensar que me habían envenenado. Me asusté mucho, y entonces intentó cambiar de conversación, pero yo no podía dejar de pensarlo y volvía sobre ello una y otra vez y me preguntaba quién podía querer envenenar a esta pobre mujer. Y seguimos hablando; y, al final, el doctor Watson dijo una cosa que insinuaba que al principio había sospechado de… ¡William! ¡Mi querido William! ¡Mi preciosísimo marido! ¡Ah! Creí que me ahogaba en ese instante. No sé lo que dije, pero sé que no pude haber dicho gran cosa, y el pobre William intentó pasarlo por alto riéndose y dijo: «¿Qué otra persona podía sacar provecho de algo así? ¿Acaso no me quedaría yo con esas miserables 25.000 libras? Y, aparte de mí, no hay nadie más que la institución benéfica de la India, pero ellos no pueden haberlo hecho, porque la institución no existirá hasta que desaparezcamos nosotros»; pero vi que se estremecía solo de pensarlo y tuve la sensación de que me hervía la sangre en las venas. Y después, ese hombre —¡ah, cuánto me alegraré cuando lo perdamos de vista otra vez!— intentó convencerme de que en realidad no lo había pensado. ¡Desde luego que no! Y enseguida comprendió que era imposible y bla, bla, bla; y al final casi rompí a llorar de rabia y me fui corriendo de la sala. Y… y… me echaría a llorar ahora mismo solo de pensar en que se digan esas cosas de mi queridísimo William… Y me echaré a llorar, seguro, si sigo pensando en esto, así que ya no escribo más esta noche.

15 de febrero. Nada de diario ayer: no sé si podré escribir. Y a mi pobre Willie, aunque intentó reírse, la acusación lo hirió profundamente, lo sé. ¡Cielo santo, si a ese hombre se le llega a ocurrir denunciarlo! Se habría muerto del disgusto. Lo sé a ciencia cierta, y además preferiría morir mil veces. Bueno, tengo que dejar de pensar en eso. Solo quiero dar gracias a Dios una vez más, porque ya pronto nos iremos.

7 de abril. ¡En casa otra vez, gracias a Dios! Pero qué lento, ¡qué lento es esto que llaman convalecencia! ¡Ay! ¿Algún día volveré a estar tan bien como el año pasado, antes de aquel día horrible en Dover?

Charles Warren Adams
El misterio de Notting Hill

Hasta hace muy poco El caso Lerouge (1863) de Émile Gaboriau y La Piedra Lunar (1868) de Wilkie Collins se disputaban el honor de ser la primera novela de detectives. Hoy, sin embargo, especialistas en el género como Julian Symons y Paul Collins conceden ese privilegiado puesto a una novela publicada por entregas en 1862 (luego, en forma de libro, en 1865), El misterio de Notting Hill, escrita bajo seudónimo por el abogado Charles Warren Adams. En ella, el investigador de una empresa aseguradora debe aclarar las circunstancias de la muerte de la esposa del barón R., que al parecer se envenenó con ácido prúsico después de entrar sonámbula en el laboratorio de su marido. Mediante la reunión de una serie de documentos −diarios, cartas, declaraciones, informes científicos y hasta un plano de la «escena del crimen»−, la novela plantea el misterio anticipándose a la técnica objetivista de Wilkie Collins y recrea con profusión un mundo de secretos y oscuridades en la tradición del género gótico: herencias ocultas, pasados culpables, hermanas separadas al nacer, experimentos científicos extremos, mentalidades maquiavélicas, hipnotismo, secuestro y crimen.

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