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30 octubre 2024

30 de octubre

 EN EL PUENTE DE CARLOS

Praga - Por el Puente de Carlos, delante de la estatua de San Juan Nepomuceno —arrojado por el rey Venceslao IV al Moldava porque su lengua, que se ha mantenido milagrosamente fresca y roja durante siglos, se negaba a revelarle los pecados murmurados por la reina en el confesonario— avanzan dos carros de madera de los que tiran robustos caballos dejando expansivas huellas a su paso. Ya no se ven carros así desde hace tiempo y los carreteros van vestidos de manera algo inusual, pero en este puente esas chaquetas harapientas y esos sombreruchos no parecen lo raros que serían en otro lugar, y si no fuera por los gestos de uno que, a poca distancia —algo ridículo, como quienquiera que pretenda poner en orden algo—, manda parar, volver a empezar y repetir intimando a otro que vaya un metro adelante o atrás, no nos daríamos cuenta de que están rodando una escena de la película Kafka, de Steven Soderbergh. Esa escena, por lo demás, es marginal, no atañe a los protagonistas ni a los momentos centrales de la trama.
La escena se repite, como es habitual, más de una vez; tan solo el caballo se niega a prodigar más boñigas. Sobre el Moldava que discurre lentamente, la cámara, que narrará una historia donde se recreará la ilusión del fluir de la vida indivisa como el discurrir de un río, aísla los fragmentos y detalles de la vida misma, los toma saqueando la realidad para recomponerlos después como en un mecano. El arte del cine, que desmonta y recompone las piezas de lo real, armoniza con Praga, ciudad que Ripellino comparaba con una tienda lunática en la que el tiempo, formidable chamarilero, ha hacinado los retazos y derrelictos de la historia. En Praga, a pesar del encantador paisaje total que lo envuelve todo, la mirada es capturada continuamente por los detalles con una seducción imperiosa, sobre todo por los tejados y las buhardillas, por las tejas que se transforman en ornamentos fantásticos; se podría vagabundear durante horas por la ciudad mirando solo hacia lo alto, hechizados por un sinfín de cosas inolvidables.

30 octubre 2021

30 de octubre

 EN EL PUENTE DE CARLOS

Praga - Por el Puente de Carlos, delante de la estatua de San Juan Nepomuceno —arrojado por el rey Venceslao IV al Moldava porque su lengua, que se ha mantenido milagrosamente fresca y roja durante siglos, se negaba a revelarle los pecados murmurados por la reina en el confesonario— avanzan dos carros de madera de los que tiran robustos caballos dejando expansivas huellas a su paso. Ya no se ven carros así desde hace tiempo y los carreteros van vestidos de manera algo inusual, pero en este puente esas chaquetas harapientas y esos sombreruchos no parecen lo raros que serían en otro lugar, y si no fuera por los gestos de uno que, a poca distancia —algo ridículo, como quienquiera que pretenda poner en orden algo—, manda parar, volver a empezar y repetir intimando a otro que vaya un metro adelante o atrás, no nos daríamos cuenta de que están rodando una escena de la película Kafka, de Steven Soderbergh. Esa escena, por lo demás, es marginal, no atañe a los protagonistas ni a los momentos centrales de la trama.
La escena se repite, como es habitual, más de una vez; tan solo el caballo se niega a prodigar más boñigas. Sobre el Moldava que discurre lentamente, la cámara, que narrará una historia donde se recreará la ilusión del fluir de la vida indivisa como el discurrir de un río, aísla los fragmentos y detalles de la vida misma, los toma saqueando la realidad para recomponerlos después como en un mecano. El arte del cine, que desmonta y recompone las piezas de lo real, armoniza con Praga, ciudad que Ripellino comparaba con una tienda lunática en la que el tiempo, formidable chamarilero, ha hacinado los retazos y derrelictos de la historia. En Praga, a pesar del encantador paisaje total que lo envuelve todo, la mirada es capturada continuamente por los detalles con una seducción imperiosa, sobre todo por los tejados y las buhardillas, por las tejas que se transforman en ornamentos fantásticos; se podría vagabundear durante horas por la ciudad mirando solo hacia lo alto, hechizados por un sinfín de cosas inolvidables.
Errando por calles y plazas, mirando cerca y lejos, uno cree parecerse a ese personaje de un escritor alemán-praguense, Meyrink, el autor de El Golem, que apuntaba con el catalejo a la ciudad y aislaba imágenes individuales, caras en la multitud o frisos de un portal, el ala de una estatua, una aguja, un pilar del puente que se sumerge en el agua. También la literatura checa está caracterizada a menudo por la irrupción y la revuelta de las cosas aisladas, de los objetos que se emancipan de cualquier totalidad y cualquier orden conjunto y se presentan en primer término con su vida disgregada y secreta. Desde los decimonónicos Cuentos de Malá Strana de Jan Neruda a los Cuentos de un bolsillo y Cuentos de otro bolsillo de Čapek y a diferentes relatos y novelas de Hrabal, la narrativa checa es con frecuencia una épica de las cosas pequeñas o aparentemente mínimas, palique de taberna y paseos de extrarradio donde relampaguea el senado más auténtico de la vida, experiencias amenazadas por la violencia de la historia y la abstracción de los mecanismos sociales.

20 febrero 2021

20 de febrero

PRIMAVERA ISTRIANA 

En Pola, a doscientos metros de la Arena romana, Guido Miglia me enseña la casa de la tía Catineta donde, el domingo de Resurrección, iba a comer la pinza, alto bizcocho delicado y amarillo-oro como un girasol; ahora, en aquella casa convertida en una mezquita, el muecín proclama que Alá es el único Dios y Mahoma su profeta. Los elementos antiguos de una ciudad, como los arcos romanos y los palacios vénetos en Pola, parecen facciones de un rostro, mientras que las huellas frescas y recientes, como esa mezquita, semejan un pintalabios o un tinte de pelo que crean la ilusión de poder quitárselos sin cambiar de cara. 

En Pola basta un breve paseo para poder entrar y salir de épocas y culturas diferentes. En el palacio Stabal, detrás del Arsenal, en época habsbúrgica estaba el edificio de Ingenieros navales austríaco donde se alojaba el almirante Horthy, estratega marítimo de un imperio continental, que amaba más las romas llanuras que las lejanías oceánicas, y futuro regidor cuasifascista de Hungría. 

En el Corso, antes Via Sergia y ahora Prvomajska, en el número 30 estaba la tienda de Colarich, el terrible bandido multihomicida de antaño y tránsfuga azarosamente capturado tras su embozada clandestinidad. Después de haber sido condenado a cadena perpetua, Colarich fue indultado al cabo de muchos años, y se ganaba la vida trabajando de cristalero en esa tienda. Los niños, cuando sus padres les mandaban allí a comprar algo o con motivo de alguna reparación, se quedaban charlando con el viejo, que les hablaba bondadoso e indiferente como si aquellos crímenes lejanos ya no tuviesen nada que ver con él y se hubiesen confundido y perdido en la oscuridad de los años, como las carreras por los prados de la infancia. 

En el tercer piso de la Via Giulia, ahora Matko 3, vivía en 1904-1905 James Joyce, profesor de inglés; la placa en la puerta, junto a una pared con el revoque desconchado, lleva ahora el nombre del señor Modrosan Rude. En el primer piso estaba la redacción de L’Arena di Pola, el diario que Míglia, jovencísimo, dirigía en los días tremendos anteriores al imponente éxodo de masa durante el invierno entre 1946 y 1947: treinta mil polesanos de un total de treinta y cinco mil habitantes que tenía la ciudad. Sobre ese éxodo de los italianos de Istria, Flume y Dalmacia —unas trescientas mil personas entre 1944 y 1954, en momentos y de maneras diferentes, más y menos dramáticos pero siempre tristísimos por la desolación del abandono, la pobreza, la incertidumbre del futuro y el mísero alojamiento en campos de refugiados— perduran en Italia el desinterés y la ignorancia. 

Los errores y las culpas de la Italia fascista y también los prejuicios antieslavos anteriores al fascismo han sido pagados en primera persona por aquella gente que lo perdió todo y se encontró en el ojo del huracán cuando los eslavos, oprimidos por el fascismo, se tomaron la revancha. Como inevitablemente sucede, una nación conculcada que vuelve a enderezarse desata a su vez un nacionalismo agresivo, infligiendo violencias indiscriminadas y conculcando a su vez los derechos ajenos. Los italianos, asentados en la costa y en las ciudades que eran joyas de cultura y arte vénetos, desde Capodistria a Pola, fueron durante siglos no menos del cincuenta por ciento de la población total istriana; el interior rural era eslavo, con una parte preponderantemente croata y la más pequeña eslovena, y entre las dos zonas había una franja intermedia mixta. 

Italia, siendo tan distraída, como decía Noventa, no se percató bien de esa tragedia histórica, se desentendió de ella desechándola; mientras que Yugoslavia jugó la partida con una concienciación y una entrega muy diferentes. Los mejores hijos de estas tierras son aquellos que han sabido superar el nacionalismo forjándose, aun en la laceración, un sentimiento de pertenencia común a todo ese complejo mundo de frontera, viendo en el otro —el italiano y el eslavo, respectivamente— un elemento complementario y fundamental de su identidad misma. La épica de Fulvio Tomizza o Verde agua de Mansa Madieri son ejemplos, si bien no los únicos, de este sentimiento que es la única salvación para las tierras fronterizas, en Istria, en Trieste y dondequiera que sea. 

Esta es historia reciente, poco conocida pese a obras egregias. Desde el magnífico y basilar libro de Diego De Castro al publicado por el Instituto de Historia del movimiento de liberación o los de Miglia mismo y muchos otros, pasando por el reciente Trieste de Corrado Belci, que a los veinte años asumió la dirección de L’Arena di Pola el 10 de febrero de 1947, día de la firma del tratado de paz que asignaba Istria a Yugoslavia y contra el que, por este motivo, votó en el Parlamento un decidido y leal antifascista como Leo Valiani, encarcelado en las prisiones mussolinianas, partícipe en la lucha armada e incondicional defensor de los eslavos. 

Ahora la historia está haciendo borrón y cuenta nueva, especialmente con las trastrocamientos en Europa del Este que echaron abajo el Telón de Acero, tras el cual había pasado a encontrarse Istria después de 1945. En todo el período sucesivo los empadronamientos señalan una merma en la comunidad de los italianos que se habían quedado en Yugoslavia; oficialmente resulta que hoy son quince mil, pero los «italohablantes» son muchos más, cincuenta mil como mínimo, y las matriculaciones en las escuelas italianas, aunque de croatas en su mayoría, aumentan. 

Dejando a un lado que los hijos de matrimonios mixtos son cada vez más frecuentes, cabe señalar que muchos italianos dudaron durante años en proclamarse tales, entre otras cosas por el miedo a la ecuación italiano/fascista, doblemente insensata para quienes habían decidido quedarse en Yugoslavia. Además, la minoría italiana no está emplazada en una zona compacta, sino desperdigada en pequeños grupos como manchas de leopardo, lo cual hace que sea más ardua la conservación de la propia identidad, en cualquier caso atestiguada por la producción literaria, las iniciativas culturales, periódicos como La voce del popolo y Panorama o revistas de relieve como La Battana de Fiume. 

En 1987 dio comienzo una auténtica «primavera istriana» política que retoñó en el Gruppo ’88, formado por empecinados intelectuales bajo la guía del joven y carismático Franco Juri. Ayudado por las derivaciones de la glasnost eslovena y croata y preocupado por el decaimiento de la minoría italiana, el Gruppo ‘88 afrontó vigorosamente el tabú de la historia precedente y las vejaciones sufridas en el pasado. Ajeno a todo irredentismo, no solo reivindicó una tutela de la minoría más eficaz, sino también un papel activo en el contexto general yugoslavo, superando todo repliegue exclusivo sobre sí mismo. 

La actividad del Gruppo ’88 se tradujo en una serie de iniciativas, encuentros y debates con claras tomas de posición. En la minoría italiana se afrontan en este momento dos tendencias. Una de ellas, tradicionalmente representada por la Unión de Italianos de Istria y Fiume, mira a una relación cultural más intensa con Italia, y es compartida por Antonio Borme, exmiembro del Parlamento Federal y expresidente de la Unión misma defenestrado en 1974. 

La otra tendencia, expresada especialmente por el Gruppo ’88 e inserida en el proceso de Europa del Este que atosiga y cuartea al comunismo, tiene una visión transnacional y propugna una identidad istriana, basada en una estrecha unión de las tres etnias —italiana, croata y eslava— que conviven desde hace siglos en Istria y han quedado reducidas aproximadamente al cuarenta por ciento del total de su población, mientras que el restante sesenta por ciento está constituido por nuevas llegadas que han ido sucediéndose a partir de 1947: eslavos del sur, nómadas o musulmanes como los que rezan mirando hacia La Meca en las inmediaciones de la Arena romana. 

Los fermentos son muchos: una dieta istriana interétnica se presenta a las elecciones eslovenas para reivindicar, desde el interior de la «diversidad» proclamada por Eslovenia, una peculiaridad istriana. También en otros lugares existen formaciones de este tipo, por ejemplo el Club Istria, la comunidad italiana de Pirano que se presenta como partido minoritario, la creación de unas Cortes Constituyentes de los italianos de Yugoslavia propuesta en Fiume y, sobre todo, las asambleas del Gruppo ’88 como la celebrada recientemente en Gallesano. Se está formando una conciencia interétnica en la población que a menudo induce a los «istrianos» a definirse como tales en vez de italianos o croatas, en una mezcolanza reflejada hasta en el menú del hotel Riviere que ofrece njoki sa sguazetom y que no apunta al mestizaje, sino a la solidaria conservación de la propia y específica fisonomía nacional. 

La identidad autóctona istriana no tiene nada que ver con los chovinismos municipales que han visto surgir, en toda Europa, rencorosas ligas de campanario más regresivas que los acentuados nacionalismos. Sin duda ese sesenta por ciento ha llegado después, para desempeñar papeles y cargos vacantes y llenar ciudades desiertas, pero los hijos y los nietos de esos recién llegados también se sentirán en casa en los lugares donde nacieron, en las calles o las encantadoras playas donde jugaban de pequeños. 

Como ha sucedido en otros países europeos, el futuro de Istria también está ya con justo y pleno titulo en la mezquita instalada en la casa de la tía Catineta; aunque sea un futuro difícil, porque todo desarraigo comporta duros conflictos y, particularmente el actual expansionismo musulmán, lleva a menudo consigo una intolerancia totalizadora que hace que se disparen los mecanismos de defensa. 

En Yugoslavia, de modo particular en Croacia, se siente hoy que el éxodo italiano ha supuesto una pérdida para todos. Italia tiene que ayudar concretamente, de todas las maneras posibles, a la minoría italiana de Istria, que, haciendo excepción de los beneméritos esfuerzos locales de la Universidad Popular de Trieste y de otras instituciones análogas, ha sido descuidada largo tiempo. El año 1989 vuelve a barajar las cartas y libera nuevas verdades también en Istria. Quizá salga dentro de poco la novela Martin Muma de Ligio Zanini, prohibida durante años, que narra la historia de los lager de Goli Otok, la isla donde fueron deportados los comunistas ortodoxos que, como Zanini, en 1948 no quisieron seguir a Tito en su tajante desgajadura de Stalin. Zanini creyó en el comunismo de rígida observancia; no sé en qué cree hoy, pero, desde luego, en la libertad —empezando por la de su intensa poesía, una lírica en dialecto véneto de Rovigno en la que, tras retirarse a vivir como pescador, habla con el mar y con las gaviotas—. También esta poesía es una señal de la plurisecuiar civilización véneta. 

«Si el espíritu del mundo decide borrar la presencia istriano-véneta del Adriático», me decía una vez Biagio Marin, «yo inclinaré la cabeza y diré “fiat voluntas tua”, pero después, para mis adentros, añadiré “me cago en…”», y aquí soltaba una bella, clásica blasfemia que ni siquiera nuestros fieros tiempos laicistas y las batallas anticlericales nos permiten repetir en el Corriere della Sera.

20 de febrero de 1990 

Claudio Magris
El infinito viajar

El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.

1 de noviembre

  VII.— La capilla En la misma New Bedford se yergue una capilla de los Balleneros, y pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al oc...