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16 febrero 2021

16 de febrero

Había un gran señor en la corte, muy cercano al rey y, por ese solo motivo, tratado con respeto. Se le consideraba de manera general como la persona más ignorante y estúpida de todos ellos. Había prestado muchos y destacados servicios a la corona, tenía grandes cualidades naturales y adquiridas, y lo adornaban la integridad y el sentido del honor; pero tenía tan mal oído para la música que sus detractores contaban que a menudo marcaba el compás donde no correspondía. Los profesores no habían conseguido sino con mucha dificultad enseñarle a demostrar la más sencilla proposición matemática. Y se dignaba tener multitud de atenciones conmigo; a menudo me honraba con su visita, me pedía que le hablase de las cosas de Europa, de las leyes y las costumbres, de los hábitos y educación de los diversos países que yo había visitado. Y me escuchaba con gran atención, y hacía muy atinados comentarios sobre cuanto yo decía. Le tenían asignados dos zurradores, pero nunca hacía uso de ellos, salvo en la corte y en las visitas de ceremonia; y cuando estábamos a solas los dos les mandaba siempre que se retirasen.

A este ilustre personaje le rogué que intercediera por mí ante su majestad para que me concediese licencia para irme, cosa que hizo con pesar, como tuvo a bien contarme; porque, efectivamente, me había hecho muchos y muy ventajosos ofrecimientos que, no obstante, rechacé manifestándole todo mi agradecimiento.

El día 16 de febrero me despedí de su majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector, pariente suyo, otro igual, junto con una carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli; dado que la isla se hallaba sobre una montaña a unas dos millas de ella, me bajaron de la galería inferior de la misma manera que habían subido.

El continente, la parte sometida al monarca de la Isla Volante, recibe el nombre general de Balnibarbi; y la metrópoli, como ya he dicho, se llama Lagado. Sentí cierta satisfacción al encontrarme en suelo firme. Me dirigí a la ciudad sin preocupación, vestido como los del país, y suficientemente preparado para entenderme con ellos. No tardé en dar con el domicilio de la persona a la que iba recomendado; presenté la carta de su amigo el grande de la isla, y fui recibido con toda amabilidad. Este gran señor, llamado Munodi, ordenó que preparasen para mí un aposento en su propia casa, donde seguí alojado durante mi estancia, y fui acogido de la manera más hospitalaria.

A la mañana siguiente de mi llegada me llevó en su faetón a ver la ciudad, que es como la mitad de Londres, aunque los edificios son de una construcción muy rara, y la mayoría no tienen arreglo. La gente de las calles caminaba deprisa, con expresión extraviada, la mirada fija y las ropas harapientas por lo general. Cruzamos una de las puertas de la ciudad y salimos unas tres millas hacia el campo, donde vi muchos campesinos trabajando la tierra con varias clases de aperos; pero no conseguía adivinar qué hacían exactamente; tampoco notaba que hubiese vestigios de cereal o de hierba, aunque el suelo parecía excelente. No podía por menos de admirar el singular aspecto de la ciudad y el campo; y armándome de osadía, pedí a mi guía que me explicase qué significaba tanto afán como denotaban las cabezas, las manos y los rostros en las calles y en el campo, porque no veía que produjesen ningún buen efecto, sino al contrario, nunca había visto una tierra tan mal cultivada, ni unas casas tan mal diseñadas y ruinosas, ni una gente cuyos semblantes e indumentaria reflejaran tanta necesidad y miseria.

Este lord Munodi era una persona de primera categoría, y hacía unos años que era gobernador de Lagado; pero una camarilla de ministros lo había destituido por incompetente. No obstante, el rey lo trataba con afecto, como a una persona honesta, aunque de escasa y desdeñable inteligencia.

Cuando le hice esa franca censura del país y sus habitantes, me dijo por toda respuesta que no llevaba viviendo entre ellos el tiempo suficiente para formarme un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tenían diferentes costumbres, con algún otro tópico del mismo tenor. Pero cuando regresamos a su palacio me preguntó qué me parecía el edificio, qué absurdos observaba, y qué pegas encontraba a la indumentaria y aspecto de la servidumbre. Podía preguntar sin temor, porque todo a su alrededor era magnífico, ordenado y distinguido. Contesté que la prudencia, la calidad y la fortuna de su excelencia le habían evitado caer en los defectos que la insensatez y la miseria habían producido en otros. Entonces me dijo que si lo acompañaba a su casa de campo, a unas veinte millas, donde tenía su alquería estaríamos más a gusto para esta clase de conversación. Dije a su excelencia que me considerase a su entera disposición; y allí nos dirigimos a la mañana siguiente.

Durante el trayecto me hizo observar los diversos métodos que los labradores utilizaban para trabajar su tierra, para mí totalmente inexplicables; porque, salvo en poquísimos lugares, no descubrí una sola espiga de trigo ni hoja de hierba. Pero cuando ya llevábamos tres horas de viaje, el paisaje cambió por completo; entramos en una comarca de lo más hermosa; con casas de agricultores a poca distancia unas de otras, esmeradamente construidas, los campos cercados con viñedos, trigales y pastos. No recuerdo haber visto un escenario más encantador. Su excelencia observó que se me iluminaba el semblante; y me dijo, con un suspiro, que aquí empezaba su propiedad, y que continuaría igual hasta que llegáramos a la casa. Que sus compatriotas lo ridiculizaban y menospreciaban porque no llevaba mejor sus intereses, y por dar tan mal ejemplo al reino, el cual seguían muy pocos, sólo los viejos, los tercos y los débiles como él.

Jonathan Swift 
Los viajes de Gulliver 

Los viajes de Gulliver, aparecido como obra anónima siete años después del Robinson Crusoe de Defoe, cuenta los fantásticos viajes del cirujano y capitán de barco Lemuel Gulliver tras su naufragio en una isla perdida. Pronto Gulliver descubrirá que la isla está habitada por una increíble sociedad de seres humanos de tan solo seis pulgadas de estatura, los liliputienses, engreídos y vanidosos ciudadanos de Liliput. En un segundo viaje Gulliver descubre Brobdingnag, una tierra poblada por hombres gigantes, de gran capacidad práctica, pero incapaces de pensamientos abstractos. En su tercer viaje va a parar a la isla volante de Laputa, cuyos habitantes son científicos e intelectuales, ciertamente pedantes, obsesionados con su particular campo de investigación pero totalmente ignorantes del resto de la realidad. A este insólito viaje siguen otros cinco llenos de aventuras, que sirven a Swift, como los anteriores, para fustigar con su lúcida ironía la ridícula prepotencia y vanidad de políticos, científicos y seres humanos en general.

¡A volar!