14 febrero 2021

14 de febrero

El argumento de la defensa

Fue el juicio por homicidio más extraño al que asistí. En los titulares lo llamaban el asesinato de Pechkam, aunque la calle Northwood, donde encontraron a la anciana muerta a golpes, no estaba, hablando estrictamente, en Peckham. Éste no era uno de esos casos de evidencias circunstanciales en los que uno siente el nerviosismo de los miembros del jurado —porque se han cometido errores— como cúpulas de silencio que enmudecen el tribunal. No, a este asesino prácticamente lo encontraron junto al cuerpo. Ninguno de los que estaban presentes cuando el fiscal de la Corona desarrolló su caso creía que el hombre que estaba en el banquillo de los acusados tenía la menor oportunidad.

Era un hombre pesado y corpulento con ojos saltones e inyectados en sangre. Todos sus músculos parecían estar en los muslos. Sí, un personaje desagradable, del que uno no se olvidaría con rapidez; y ése era un punto importante porque la Corona propuso convocar a cuatro testigos que no lo habían olvidado, que lo habían visto alejándose apresuradamente de la pequeña casa roja de la calle Northwood. El reloj acababa de dar las dos de la mañana.

La señora Salmon, del número 15 de la calle Northwood, no había podido dormir; oyó que una puerta se cerraba con un chasquido y creyó que era su propio portón. Entonces se acercó a la ventana y vio a Adams (así se llamaba) en los escalones de la casa de la señora Parker. Acababa de salir y llevaba guantes. Tenía un martillo en la mano y ella vio cuando lo arrojaba en los arbustos de laurel que estaban junto al portón del frente. Pero antes de alejarse, había levantado la mirada: hacia la ventana de ella. Ese instinto fatal que indicaba a un hombre que lo están mirando lo expuso, iluminado por el alumbrado de la calle, a la mirada de la señora; los ojos del hombre estaban inundados de un temor horripilante y brutal, como los de un animal cuando uno levanta el látigo. Más tarde hablé con la señora Salmon, quien, naturalmente, después del sorprendente veredicto, también entró en pánico. Como imagino que les sucedió a todos los testigos: a Henry MacDougall, que había estado conduciendo rumbo a su casa desde Benfleet, tarde, y casi había atropellado a Adams en la esquina de la calle Northwood. Adams estaba caminando en el medio del carril de autos, aparentemente aturdido. Y el anciano señor Wheeler, que vivía en la casa de al lado de la de la señora Parker, en el número 12, y que fue despertado por un ruido —como el de una silla que cae—, a través de las paredes delgadas como papel de la casa, y se levantó y miró por la ventana, de la misma forma en que lo había hecho la señora Salmon, vio la espalda de Adams y, cuando éste se dio vuelta, esos ojos saltones. En la avenida Laurel también lo había visto otro testigo más; tenía muy mala suerte; hubiera dado lo mismo que cometiera el crimen a plena luz del día.

—Entiendo —dijo el fiscal— que la defensa propone alegar confusión de identidades. La esposa de Adams les dirá que él estaba con ella a las dos de la mañana del 14 de febrero, pero después de que ustedes hayan oído a los testigos de la Corona y hayan examinado cuidadosamente los rasgos del prisionero, no creo que estén dispuestos a admitir la posibilidad de un error.

Ya había terminado todo, dirían ustedes, salvo la horca.

Después de que se expusieron las pruebas formales por parte del policía que había encontrado el cuerpo y el cirujano que lo examinó, se llamó a la señora Salmon. Era la testigo ideal, con su ligero acento escocés y su expresión de honestidad, atención y amabilidad.

El fiscal de la Corona extrajo la historia con delicadeza. Ella declaraba con mucha firmeza. No había malicia en ella, ni tampoco una sensación de importancia por estar allí de pie, en el Tribunal Penal Central, con un juez vestido de escarlata pendiente de sus palabras y los periodistas copiándolas. Sí, dijo, y después había bajado las escaleras y había llamado a la estación de policía.

—¿Y ve usted a ese hombre aquí en el tribunal?

Ella miró en dirección del hombre de gran tamaño que estaba en el banquillo de los acusados, quien le devolvió fijamente la mirada con sus ojos pekineses sin emoción alguna.

—Sí —dijo ella—, allí está.

—¿Está completamente segura?

Ella dijo, con sencillez:

—No podría equivocarme, señor.

Todo fue tan fácil como eso.

—Gracias, señora Salmon.

El abogado de la defensa se levantó para interrogarla. Si ustedes hubieran informado sobre tantos juicios de homicidio como lo he hecho yo, habrían sabido de antemano qué argumentos usaría. Y yo tenía razón, hasta cierto punto.

—Ahora bien, señora Salmon, usted debe recordar que la vida de un hombre puede depender de su testimonio.

—Lo tengo presente, señor.

—¿Su visión es buena?

—Jamás he tenido que usar lentes, señor.

—¿Usted es una mujer de cincuenta y cinco años?

—Cincuenta y seis, señor.

—¿Y el hombre que vio estaba al otro lado de la calle?

—Sí, señor.

—Y eran las dos de la mañana. Usted debe tener ojos notables, señora Salmon.

—No, señor. Había luz de luna, y cuando el hombre levantó la mirada, tenía la lámpara del poste de luz en la cara.

—¿Y usted no tiene ninguna clase de duda de que el hombre que vio es el prisionero?

Yo no podía entender qué se proponía. El abogado no podría haber esperado otra respuesta que la que obtuvo.

—Ninguna clase de duda, señor. No es una cara que una pueda olvidar.

El abogado recorrió con la vista el tribunal durante un momento. Después dijo:

—¿Le molestaría, señora Salmon, examinar otra vez a las personas que hay en este tribunal? No, no el prisionero. Póngase de pie, por favor, señor Adams.

Y allí, en el fondo del tribunal, con un cuerpo grueso y robusto y piernas musculosas y un par de ojos saltones, estaba una imagen exacta del hombre del banquillo de los acusados. Incluso estaba vestido de la misma manera: un traje azul ajustado y una corbata a rayas.

—Ahora, piénselo con mucho cuidado, señora Salmon. ¿Todavía puede jurar que el hombre al que vio arrojar el martillo en el jardín de la señora Parker era el prisionero, y no ese hombre, que es su hermano mellizo?

Por supuesto que no podía. La mujer miró a uno y al otro y no pronunció palabra.

Allí estaba la gran bestia, sentada en el banquillo de los acusados con las piernas cruzadas, y allí estaba también, en el fondo del tribunal, y los dos miraron fijamente a la señora Salmon. Ella sacudió la cabeza.

Lo que vimos en ese momento fue el fin del caso. No había ningún testigo dispuesto a jurar que era el prisionero a quien habían visto. ¿Y el hermano? Él también tenía una coartada; estaba con su esposa.

Y así el hombre fue absuelto por falta de pruebas. Pero si —en el caso de que hubiera sido él quien cometió el asesinato y no su hermano— fue castigado o no, no lo sé. Ese día extraordinario tuvo una extraordinaria culminación. Seguí a la señora Salmon hacia la salida del tribunal y nos enredamos con la multitud que estaba esperando, por supuesto, a los mellizos. La policía trató de alejar a la gente, pero lo único que pudo hacer fue dejar la calle libre para el tráfico. Más tarde me enteré de que trataron de hacer que los mellizos salieran por una puerta trasera, pero ellos se negaron. Uno de los dos —nadie supo cuál— dijo: «Me absolvieron, ¿no es cierto?»; y los hermanos salieron directamente por la entrada principal. Entonces sucedió. No sé cómo, aunque yo no estaba a más de dos metros de distancia. La muchedumbre avanzó y de alguna manera se empujó a uno de los mellizos hacia la calle justo frente a un ómnibus.

Lanzó un chillido como un conejo y eso fue todo; estaba muerto, el cráneo aplastado igual a lo que le había pasado a la señora Parker. ¿Venganza divina? Ojalá lo supiera. Estaba el otro Adams, poniéndose de pie desde al lado del cuerpo y mirando directamente a la señora Salmon. El hombre estaba llorando, pero si era el asesino o el inocente nadie podrá decirlo jamás. Aunque si alguno de ustedes fuera la señora Salmon, ¿podría dormir de noche?
(1939)

Graham Greene
Una salita cerca de la calle Edgware

Un hombre que perdió toda pasión entra a una salita de cine rasposa, y descubre «el dolor de dientes del horror».
Los mellizos sienten casi lo mismo: por eso uno quiere ayudar al otro que siente terror en la oscuridad. Al volver la luz advierte que no tendría que haberlo hecho.
El mayordomo Baines recuerda la aventura, la señora Baines le destruye la vida, el niño (y amito) Philip es testigo. Todo terminará en el cuarto del sótano.
Maestro del suspenso (El ministerio del miedo), de los enredos éticos (El poder y la gloria), de la novela de espionaje (Nuestro hombre en La Habana), Graham Greene también fue autor de cuentos magistrales. Cuesta creer que entre 1929 y 1954 haya escrito tantas historias perfectas que parecen terminadas hace diez minutos, o dentro de un par de años. Las recogió en un volumen titulado Twenty-One Stories. Aquí se dan a conocer dieciocho, por primera vez en castellano.

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