Continué mi lectura de Rob Roy mientras el marinero seguía arrojando la sonda. «Usted debe recordar bien a mi padre; como usted era miembro de la casa mercantil, lo conoció desde niño. Pero no lo vio en sus mejores días, antes de que los años y los achaques doblegaran su ardiente espíritu de empresa y cálculo». Pensé en mi padre tendido en la bañadera con la ropa puesta (como después lo tenderían en su ataúd de Boulogne) y dándome sus instrucciones imposibles de cumplir. Y me pregunté por qué sentiría afecto hacia él, mientras no sentía ninguno hacia mi intachable madre, que me había educado con rígido esmero y me había conseguido mi primer empleo en el banco. Nunca había construido el pedestal en el jardín. Y antes de irme, había tirado la urna vacía. De pronto volvió a mí el recuerdo de una voz enfurecida. Me había despertado, como solía ocurrirme, con el temor de haber quedado abandonado en la casa incendiada. Había salido de la cama para ir a sentarme en el último escalón, tranquilizado por la voz que subía. Poco me importaba su furia: la voz estaba allí, y yo no estaba solo, y la casa no olía a incendio. «Vete, si quieres», decía la voz, «pero yo me quedaré con el niño».
Una voz baja y serena, que reconocí como la de mi padre contestó:
—Yo soy su padre.
Y la mujer que para mí era mi madre contestó como una puerta que se cierra de golpe:
—¿Y quién puede decir que yo no soy su madre?
—Buenos días —dijo O’Toole, sentándose junto a mí—. ¿Ha dormido bien?
—Sí. ¿Y usted?
Sacudió la cabeza.
—Me lo pasé pensando en Lucinda —dijo.
Tomó su libreta y se puso a escribir sus misteriosas columnas de cifras.
—¿Sigue con su investigación? —pregunté.
—Oh, este no es asunto oficial.
—¿Ha hecho una apuesta sobre la velocidad del barco?
—No, no. No me gusta apostar. Nunca he hablado de esto con nadie, Henry —agregó, con una de sus habituales miradas de melancolía y ansiedad—. A mucha gente le parecería algo muy cómico. La verdad es que cuento los segundos mientras orino. Después anoto el tiempo que me ha tomado y la hora. ¿Se da cuenta de que pasamos más de un día por año orinando?
—Qué barbaridad —dije.
—Puedo probárselo, Henry. Mire.
Abrió su libreta y me mostró una página. Las anotaciones eran más o menos estas:
28 de julio
7,15 0,17
10,45 0,37
12,30 0,50
13,15 0,32
13,40 0,50
14,05 0,20
15,45 0,37
18,40 0,28
10,30 Olvidé tomar el tiempo
4 minutos y 31 segundos
—No hay que multiplicar por siete —dijo—. El resultado es media hora por semana. Veintiséis horas por año. Desde luego, la vida en un barco no es la normal. Se bebe más entre comidas. Y la cerveza es muy diurética. Mire este tiempo, aquí… un minuto y cincuenta y cinco segundos. Es más que lo corriente, pero yo me había despachado dos gins. Hay muchas otras variaciones que también he tomado en cuenta. Y en adelante, registraré la temperatura. Mire el 25 de julio: seis minutos y nueve segundos, inc. (es la abreviatura de incompleto: salí a comer en Buenos Aires y olvidé mi libreta). Y aquí está el 27 de julio: solo tres minutos y doce segundos en total, pero si usted recuerda, ese día hubo un viento muy frío del sur y salí a comer sin mi abrigo.
—¿Ha llegado a alguna conclusión? —pregunté.
—Esa no es mi tarea. No soy experto. Solo recojo los hechos y los datos que parecen tener importancia, como por ejemplo el gin y el tiempo. A otros corresponde sacar conclusiones.
—¿Y usted es un individuo término medio?
—Sí. Estoy completamente sano, Henry. Tengo que estarlo, en mi trabajo. Me tienen al trote sin parar…
—¿La CIA?
—No bromee, Henry. No es posible que crea a esa chiquilina.
Al pensar en ella, enmudeció, apoyando el mentón en la mano. Una isla en forma de cocodrilo gigantesco flotó corriente abajo con el hocico extendido sobre el agua. Barcos pesqueros de un verde desvaído bogaban a favor de la corriente con más velocidad de la que conseguían nuestras máquinas en contra de la corriente. Pasaban rápidos como pequeños autos de carrera. Cada pescador estaba rodeado de pedazos de madera flotante a los cuales aseguraban las líneas. Hacia el brumoso interior se ramificaban ríos más anchos que el Támesis en Westminster, pero no parecían ir a ninguna parte.
—¿De veras se llama Tooley ahora?
—Sí, Tooley.
—Me pregunto si se acordará de mí, de cuando en cuando —dijo con una especie de dudosa esperanza.
Graham Greene
Viajes con mi tía
Viajes con mi tía, que según el mismo Graham Greene es un libro triste, e incluso trágico, que trata de la muerte y de las diversas actitudes que pueden adoptarse ante ella, es también una novela extraordinariamente cómica, de aventuras a menudo desopilantes.
Henry Pulling, jubilado, soltero, vive dedicado al cultivo de las dalias en un pueblo inglés. El encuentro con la tía Augusta, de 75 años, bebedora, viajera, que se gana la vida en negocios poco claros y que tiene un joven amante negro, trastorna por completo el ordenado sistema de vida de Henry. La tía Augusta revela ante todo a Henry que no es hijo de su madre, y que su padre no era el hombre serio y prudente que aparentaba ser.
Arrastrado al vértigo de los viajes por esta mujer desenvuelta y excéntrica, Henry se libera de sí mismo, de todos los prejuicios y ataduras del pasado, y renace a una vida nueva.