10 febrero 2021

10 de febrero

A las seis y media de la mañana del 10 de febrero de 1943, una hora después de que amaneciera, y cuando apenas empezaba a levantarse la niebla que cubría el terreno, el infierno se desató sobre Krasny Bor. Sé que es una forma tópica de decirlo, pero en esta ocasión me temo que resulta particularmente pertinente y exacta. La poderosa artillería rusa, formada por más de quinientas piezas, entre cañones, obuses y camiones lanzacohetes Katiusha (los llamados por los alemanes «órganos de Stalin»), arrojó sobre la aldea y sus alrededores una lluvia de explosivo que se prolongó durante cerca de dos horas. Algunas de las compañías de la División Azul perdieron, como consecuencia de aquel cañoneo, cuatro quintos de sus efectivos. La artillería de la División, que había abierto fuego poco después de las seis, se reveló impotente para contenerlo. 

El bombardeo ruso machacó las posiciones de la primera y la segunda línea, incluida, por tanto, la que ocupaba la tercera compañía de zapadores. Cuarenta y cinco años después, Jorge García Vallejo evocaba así ante su joven interlocutor cómo logró sobrevivir: 

—El capitán, Aramburu, nos ordenó que excaváramos una especie de cuevas individuales en la pared anterior de la trinchera. La tierra, helada, no se dejó cavar con facilidad, pero tenía la ventaja de que, una vez que la rompías, aguantaba bien el hueco. Cada uno se hizo su cueva, y cuando empezó el bombardeo nos acurrucamos en ella y protegimos el frente con mochilas, cajas y pertrechos varios. El resultado fue que de nuestra compañía sólo cayeron los que tuvieron la mala suerte de que el pepino les diera justo encima, y no como en otras, donde la metralla causó estragos. Por eso te decía, ayer, que le debo la vida a ese hombre. Y por eso, aunque al final de su carrera se pusiera a las órdenes de quienes yo nunca podré creer los míos, le mantengo todo mi respeto. Tampoco esa pandilla ridícula a la que se enfrentó el 23-F, por cierto, tiene mi adhesión. A estas alturas, mi adhesión no la tiene nadie. Supongo que fue allí, en Krasny Bor, donde empecé a alejarme de todo y de todos, aunque entonces todavía era muy joven para darme cuenta. No puedes sentir la muerte rondándote, como yo la sentí con aquellas explosiones que te hacían retemblar por dentro y que deshicieron en una papilla de carne y huesos a más de un camarada, y seguir siendo el mismo. 

A las ocho y media, las tropas de asalto rusas se lanzaron sobre lo poco que quedaba de la primera línea española. Jorge los vio venir, en medio de un griterío atronador, respaldados por las negras siluetas de sus carros T-34 y KV-1. Desde su posición, junto al resto de su unidad, asistió horrorizado al espectáculo de la heroica e inútil resistencia de sus compañeros. Una a una, aquellas diez compañías, o mejor dicho sus migajas, fueron aplastadas por el enemigo, que para rebasarlas hubo sin embargo de pagar un alto precio. En su desesperación, los españoles vaciaban una y otra vez sus armas contra las oleadas de asalto rusas, a las que, a lo largo de las casi dos horas que acertaron a contenerlas, lograron causar miles de bajas. 

Jorge supo que no tardaría en tocarles a ellos cuando el capitán ordenó emplear todas las minas de reserva para plantar un nuevo campo en el flanco oeste de su posición, a fin de detener a los carros enemigos. Para dar la impresión de que el campo era más amplio, y por orden del capitán, colocaron también los envases vacíos de las minas, que entre la nieve y el barro levantado por las explosiones se confundían con las minas reales. A eso de las diez, los rusos llegaron a las posiciones de la segunda sección de su compañía, que se había desplegado a unos trescientos metros. Desde su trinchera, Jorge vio a sus compañeros repeler el asalto, pero el empuje del enemigo era tal que a duras penas podían con él. El teniente Carballo, jefe de la sección, cayó pistola en mano, mientras dirigía un contraataque. Ya estaban muy cerca. Al fin, Jorge García Vallejo se iba a ver las caras con los soviéticos. No como había imaginado, pasándoles por encima, sino intentando que no le pasaran por encima a él. La vida tiende a otorgarnos lo que le pedimos, pero lo sirve a su antojo. 

A las diez y media, los rusos se lanzaron sobre su trinchera. Para defenderla, contra un enemigo que cargaba con todo, contaban sólo con armamento ligero: fusiles Mauser, unas cuantas metralletas MP 40, siete ametralladoras MG 34, granadas y un par de lanzallamas. La artillería de la División, formada en las inmediaciones de su posición por antitanques de pequeño calibre, los apoyaba como podía, en una refriega en la que se le amontonaba un trabajo manifiestamente excesivo para su capacidad de contención. Jorge, por primera vez, buscó blancos con su fusil, mientras ordenaba al pelotón a su cargo que hiciera otro tanto y procurase no desperdiciar balas. Imposible asegurarlo, en medio de aquel caos. El fuego, a discreción, se desató a un ritmo irregular, punteado en continuo por el tableteo de las ametralladoras. El olor a pólvora se expandía en el aire, mientras las vainas ardientes, al saltar de las recámaras, caían en la nieve, donde abrían pequeñas simas alargadas y humeantes. 

—Mi primer contacto con el combate de verdad, ese en el que ves los ojos del de enfrente —recordaba Jorge—, me descubrió su rostro aterrador, que no es el de la amenaza particular que pueda suponer el enemigo, sino la sensación de que en cualquier momento y desde cualquier lado puede venirte cualquier cosa. La capacidad que tiene que desarrollar el combatiente es la de convivir con esa sensación sin salir corriendo, o sin tirar el arma al suelo y dejarse matar a la primera ocasión. Lo que más te ayuda es haberte adiestrado en los movimientos más mecánicos, y concentrarte en ellos. Yo busqué, en medio de los rusos, el punto más denso, y allí, en una fracción de segundo, escogí mi primera víctima. Apreté el gatillo, lo vi caer. Y a partir de ahí seguí, uno tras otro, repitiendo la operación. Cerrojo, apuntar, fuego, cerrojo, apuntar, fuego… Habían sufrido para pasar la primera línea y se notaba que no esperaban tanta resistencia. Cuando vieron que en la segunda les seguíamos dando, se vinieron abajo. Es algo que percibes, en medio del desbarajuste: cómo la masa de pronto flaquea, se va atrás, y ése es el momento en que tú te vienes arriba, y lo notas porque tus disparos son más certeros, porque la gente rompe a gritar para animarse, porque de pronto alguien a tu lado hace un chiste para festejar que ha tumbado a uno.

Lorenzo Silva
Niños feroces

Lázaro es un joven aprendiz de escritor que, en opinión de su maestro, es incapaz de escribir historias largas, a pesar de su talento, porque pertenece a la generación de lo fragmentario, del post bloguero, el mensaje de Facebook o Twitter y el vídeo de YouTube. Para Lázaro, el problema estriba en que no tiene argumentos, en que le falta una historia que contar. 

Su maestro le regala la de Jorge, un joven madrileño, como él, que sesenta años atrás, el 13 de julio de 1941, salió con la primera expedición de la División Azul. Una peripecia pasmosa que le llevó a la batalla de Krasny Bor, en el frente de Leningrado, y después, en 1945, a defender Berlín con el uniforme de las Waffen-SS. 

Acompañado por las lecturas de Walter Benjamin, Jorge Semprún o Günter Grass, Lázaro escribe un relato vibrante que, enhebrando estampas del hoy, desde las guerras de Irak y Afganistán al 15-M, recorre los escenarios de una Europa en guerra, e, hijo de su tiempo, comprende que con esa suma de fragmentos, escenas, lugares e historias ha construido, finalmente, una novela.


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