15 febrero 2021

15 de febrero

Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted.

—No puedo tocar más —dijo Andrews en tono desabrido.

—Claro que sí, muchacho. ¿Dónde aprendió? Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted. —Andrews le miró en silencio—. Supongo que es usted uno de los que acaban de llegar del hospital, ¿no es cierto?

—Sí, por desgracia.

—¡No! No le reprocho cuanto pueda decir. Estos pueblos franceses son tan aburridos… A pesar de todo, adoro a Francia. ¿Y usted? —su voz tenía un ligero acento plañidero.

—Todos los lugares son aburridos cuando se está en el Ejército.

—Escuche. Me interesa mucho que trabemos amistad. Mi nombre es Spencer Sheffield. Spencer B. Sheffield. Aquí, entre nosotros, le confieso que no hay en toda la división nadie con quien valga la pena conversar. Es terrible no pode hablar con nadie culto e inteligente. Supongo que es usted de Nueva York. —Andrews asintió— ¡Hum! Yo también. Tal vez haya usted leído algún artículo mío en Vain Endeavor. ¿Cómo? ¿Que nunca ha leído el Vain Endeavor? Supongo que será porque no frecuenta los grupos intelectuales. Eso suele sucederle a muchos músicos. No me refiero a los del pueblo, naturalmente. Entre ellos sólo hay anarquistas y damas de alta sociedad.

—No frecuento ninguna clase de grupos. Y tampoco…

—Bueno, bueno, no importa. Remediaremos eso cuando volvamos a Nueva York. Siéntese ahora al piano y toque Arabesque, de Debussy. Sé que lo adora tanto como yo. Pero, dígame, ¿cómo se llama usted?

—Andrews.

—¿Oriundo de Virginia?

—Sí —dijo Andrews levantándose.

—Entonces es usted pariente de los Pennelton.

—Lo mismo que puedo serlo del Káiser.

—Los Pennelton. Eso es. Mi madre era una Spencer, de Spencer Falls, Virginia. Y su madre era una Pennelton. De modo que usted y yo somos primos. ¿No es una casualidad?

—Primos lejanos… Pero, en fin, ahora he de volver al cuartel.

—Venga a verme siempre que lo desee —dijo Spencer B. Sheffield—. Ya sabe por dónde entrar. Por la puerta trasera. Y llame dos veces para que yo sepa de quién se trata.

Antes de entrar en la casa donde le alojaron, Andrews tropezó con el nuevo sargento, un individuo delgado con gafas y un bigotillo que por su color y su aspecto parecía un estropajo.

—Carta para ti —dijo—. Será mejor que mires la lista de K. P.

La carta era de Henslowe. Andrews la leyó sonriente, a la luz incierta del atardecer, recordando la constante manía de Henslowe de hablar de lugares lejanos en los que nunca había estado, al hombre que masticaba vidrio y aquel día y medio de paso en París. La carta decía:

Andy:

Hallé la solución. El 15 de febrero se abre el curso en París. Solicité permiso para estudiar algo, no importa qué, en una universidad parisiense. Presenta tu solicitud al comandante. Recurre a cuantas mentiras quieras, pues todas son válidas. Busca todas las influencias que puedas. De sargentos y de tenientes, de sus amantes o de sus lavanderas. Tuyo.

HENSLOWE

Su corazón latió fuertemente. Andrews corrió tras el sargento. Tan distraído iba, que no saludó a un teniente que pasaba por su lado.

—Oye, oye, ¿qué es eso? —gritó el oficial. Andrews se cuadró—. ¿Por qué no me saludaste?

—Tenía prisa, mi teniente, y no le vi. Llevaba un recado urgente para la compañía.

—Recuerda que aunque se haya firmado el armisticio estamos todavía en el Ejército. Puedes retirarte.

Andrews saludó. El teniente saludó también, giró sobre sus talones y se alejó.

Andrews corrió hasta alcanzar al sargento.

—Mi sargento, ¿puedo hablarle un instante?

—Tengo mucha prisa.

—¿Ha oído hablar de un cuerpo de estudiantes del Ejército que serán enviados a las universidades francesas? La iniciativa se daba a la Y. M. C. A.

—No creo que comprenda a los reclutas. No he oído hablar de eso. ¿Es que quieres volver al colegio?

—Si fuese posible me gustaría terminar mi carrera.

—Estudiante, ¿eh? Yo también lo soy. En fin, te diré algo si se reciben órdenes a tal efecto. No puedo hacer nada sin la disposición oficial, Aunque me parece que todo esto es sólo un rumor.

—Creo que tiene razón, mi sargento.

La calle estaba oscura. Vencido por una sensación de total impotencia y por unas desesperadas ansias de rebelión, Andrews apresuró el paso hacia los edificios en donde se alojaba su compañía. Llegaría tarde para el rancho. La calleja gris estaba desierta. Aquí y allá, un rayo de luz que surgía desde una ventana proyecta en la pared de enfrente un brillante espacio rectangular.

John Dos Passos
Tres soldados

Vehemente alegato antibélico, Tres soldados narra con intenso verismo las vicisitudes de un grupo de reclutas norteamericanos que libran en Francia la primera gran guerra europea. Una de las primeras obras del autor, a pesar del subjetivo patetismo que tiñe aquí su prosa, y de que la temática se centra todavía en el artista abrumado por el choque con un mundo feroz, esta novela ya anuncia la agudeza crítica y la dimensión épica que habría de caracterizar toda la escritura de Dos Passos.

Sus dos grandes trilogías, USA y Distrito de Columbia, dejarían después la honda huella de esta gran figura de la Generación Perdida.

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