21 noviembre 2022

Oblómov

 EN un piso de las grandes casas de la calle de Gorójovaia, cuya población bastaría para llenar una ciudad provinciana, yacía aquella mañana en su lecho Iliá Ilich Oblómov.
Tendría unos treinta y dos o treinta y tres años, era de talla mediana y aspecto agradable; sus ojos de un gris oscuro carecían de expresión determinada, así como de firmeza todos sus rasgos. Las ideas se paseaban como aves en libertad por su rostro, revoloteaban en sus ojos, se posaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los pliegues de su frente para desaparecer luego por completo, y entonces una luz de indolente despreocupación iluminaba su cara. Esa despreocupación se manifestaba en las posturas de todo su cuerpo, incluso en los pliegues de su bata.
A veces, una expresión bien de cansancio, bien de aburrimiento enturbiaba su mirada; pero ni el cansancio ni el aburrimiento podrían desterrar la expresión benevolente de su rostro, expresión no sólo predominante en él, sino en todo su espíritu. Y ese espíritu se revelaba abierta y claramente en los ojos, en la sonrisa, en cada movimiento de la cabeza, de las manos. Incluso un observador frío y superficial, al ver de paso a Oblómov, habría dicho: «Es un bonachón, un ser sin malicia». Alguien dotado de mayor profundidad y de más simpatía habría observado largamente a Oblómov y se habría apartado sonriendo, sumido en gratas reflexiones.
La tez de Iliá Ilich no era ni sonrosada, ni morena, ni claramente blanca, sino indefinida o bien así parecía, ya que Oblómov estaba más grueso de lo que correspondía a sus años, debido, quizá, a la falta de movimiento o de aire o de ambas cosas a la vez. En general, su cuerpo, a juzgar por el color, excesivamente blanco, del cuello, sus pequeñas y regordetas manos y redondeados hombros, parecía demasiado delicado para un hombre.
Sus movimientos, incluso cuando algo le inquietaba, eran reprimidos con suavidad y no carecían de cierta gracia indolente. Si una nube de íntima inquietud le cubría el rostro, la mirada se le oscurecía, las arrugas le surcaban la frente y se sucedían, como en un juego, la duda, el temor y la tristeza; esa inquietud, sin embargo, cristalizaba raras veces en forma de alguna idea determinada y más raramente aún se convertía en propósito. Toda ella se resolvía en un suspiro y se desvanecía en la apatía o la somnolencia.
¡Y qué bien sentaba a los rasgos apacibles de Oblómov y a su muelle cuerpo la ropa de casa! Llevaba una bata de tela persa, un auténtico batín oriental, carente de todo atisbo europeo, sin borlas, sin terciopelos, sin cinturón, un batín tan amplio, que Oblómov podía envolverse en él dos veces. Las mangas, de acuerdo con la inveterada moda asiática, iban ensanchándose desde los hombros hasta los dedos. Aunque la prenda ya había perdido su inicial lozanía y sustituía en algunos lugares su brillo natural y primigenio por otro adquirido, conservaba todavía la brillantez de los colores orientales y la solidez de su tejido.
Para Oblómov aquel batín poseía infinidad de inapreciables cualidades: era flexible, no le pesaba y como dócil esclavo se doblegaba al más mínimo movimiento de su cuerpo.
Oblómov, en su casa, no llevaba nunca ni corbata ni chaleco, pues le gustaba tener libertad de movimientos. Tenía unas zapatillas largas, anchas y suaves; cuando, sin mirar, bajaba los pies de la cama acertaba con ellas de inmediato.
Estar tumbado no era para Oblómov una necesidad como lo es para el enfermo o para el que tiene sueño, ni una casualidad como para el que está cansado, ni siquiera un placer como para el perezoso: era su estado normal. Cuando estaba en casa —y lo estaba casi siempre— permanecía acostado y siempre en la misma habitación, donde lo encontramos, que le servía de alcoba, despacho y sala. Tenía tres habitaciones más, pero raras veces entraba en ellas, quizá alguna mañana pero no todos los días, cuando el criado barría el despacho, cosa que tampoco ocurría a diario. En aquellas habitaciones los muebles estaban cubiertos con fundas y corridas las cortinas.
La habitación donde se encontraba Iliá Ilich parecía, a primera vista, magníficamente amueblada. Había un escritorio de caoba, dos divanes tapizados en seda, bellos biombos bordados con pájaros y frutos nunca vistos en la naturaleza. Había allí cortinajes de seda, alfombras, cuadros, objetos de bronce, porcelanas, así como numerosos y bellos cachivaches.
Mas la mirada experta de una persona de buen gusto se habría dado cuenta inmediatamente de que todo cuanto allí había no significaba más que el deseo de mantener el decorum de las inevitables normas sociales, el afán de cumplir con ellas. Era evidente que sólo de eso se había cuidado Oblómov al arreglar su despacho. Un hombre de gusto refinado no se contentaría con aquellas sillas de caoba pesadas y poco graciosas y aquellos vacilantes estantes. El respaldo de uno de los divanes había cedido un tanto y en algunos lugares estaba desprendida la madera encolada. Idéntico aspecto ofrecían los cuadros, los jarrones y los cachivaches.
El propio dueño, por otra parte, contemplaba el mobiliario de su despacho con tanta indiferencia y frialdad como si se preguntara mentalmente: «¿Quién habrá traído y puesto todo esto aquí?». A causa de esa fría actitud de Oblómov ante sus bienes, y, tal vez, de una más fría aún de su criado Zajar, el aspecto del despacho, en el caso de que se le prestara mayor atención, sorprendía por su suciedad y abandono.
En las paredes, junto a los cuadros, se extendían, formando festones, las telarañas; los espejos, en vez de reflejar los objetos, servían más bien de paneles para escribir sobre el polvo alguna que otra anotación como recordatorio. Las alfombras se veían llenas de manchas. Una toalla olvidada descansaba sobre uno de los divanes; era rara la mañana en que no apareciera sobre la mesa un plato no recogido de la cena del día anterior, un salero y algún hueso roído, así como migajas de pan.
Si no fuera por ese plato y la pipa recién fumada arrimada a la cama o por el propio dueño tumbado en ella, cabría pensar que allí no habitaba nadie; a tal punto se veía todo polvoriento, deslucido y carente, en general, de huellas vivas de presencia humana. Es cierto que en los estantes había dos o tres libros abiertos, un periódico abandonado y un tintero con plumas en el escritorio, pero las páginas por las que estaban abiertos los libros aparecían cubiertas de polvo y amarillentas; el periódico era del año anterior, y del tintero, caso de introducir en él la pluma, sólo habría salido, espantada y zumbando, alguna mosca.
Aquel día, en contra de su costumbre, Iliá Ilich se despertó muy temprano, a eso de las ocho. Se le veía hondamente preocupado. En su rostro se alternaban expresiones bien de temor, bien de fastidio, bien de aburrimiento. Se notaba que sostenía una lucha interna y que su mente no había acudido aún en su ayuda.
El caso era que Oblómov había recibido el día anterior una carta de contenido desagradable del administrador de su propiedad. Es bien sabido de qué puede escribir un administrador: malas cosechas, impago de rentas, disminución de beneficios, etc. Pero, aunque el administrador había escrito a su señor cartas idénticas el año pasado y el anterior y el otro, esta última le produjo la misma impresión que toda sorpresa desagradable.
La solución no le parecía fácil: tendría que pensar en el modo de tomar algunas medidas. Hemos de hacer justicia, sin embargo, a Iliá Ilich como celoso cuidador de sus intereses. Al recibo de la primera carta desagradable de su administrador, enviada varios años atrás, comenzó a trazar mentalmente un plan de reformas y cambios en la administración de su propiedad.
En ese plan se proponía introducir varias medidas nuevas, tanto económicas como policíacas y otras. El plan se hallaba, sin embargo, muy lejos de su plena conclusión y las cartas desagradables del administrador, que se sucedían de año en año, lo incitaban a la actividad y, por consiguiente, turbaban su paz. Oblómov comprendía la necesidad de emprender algo decisivo antes de tener acabado su plan.
Tan pronto como despertó tuvo la intención de levantarse en el acto, lavarse y, una vez tomado el té, reflexionar largamente y tomar algunas decisiones, anotarlas y, en general, ocuparse del asunto con toda la atención debida.
Permaneció acostado una media hora más, atormentado por esos propósitos, pero pensó que tendría tiempo de hacerlo después del té y que éste podría tomarlo en la cama como siempre, ya que nada le impedía pensar acostado.
Y así lo hizo. Una vez tomado el té, se incorporó en el lecho y a punto estuvo de levantarse; sin dejar de mirar hacia las zapatillas empezó, incluso, a bajar una pierna en dirección a ellas, pero la volvió a encoger de inmediato.
Dieron las nueve y media. Oblómov se sobresaltó.

Iván A. Goncharov

Oblómov

Traducción de Lydia Kúper


El protagonista de esta novela, Iliá Ilich Oblómov, a menudo considerado como la personificación del «hombre superfluo», un tópico recurrente a lo largo de la literatura rusa del siglo XIX, es un noble, joven y generoso, que parece incapaz de hacer nada con su vida. A lo largo de la novela, raramente sale de su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar los problemas, las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior. Este libro se considera como una sátira contra la nobleza rusa, cuya función social y económica estaba cuestionada en la Rusia de mediados del XIX. Sin embargo, la prosa de Goncharov hace sentir al lector una gran empatía por el protagonista, al presentar, con exactitud y sensibilidad psicológica, su desdichada manera de ser. No se trata de un tópico, de un personaje tipo. Gracias a eso, la novela goza de gran fama en todo el mundo, y no es simplemente un documento sociológico de la época y el país en la que está ambientada.

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