25 noviembre 2022

Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (continuación)

 Ver aquel día al mozo de cuerda con carga tan extraña y quedar excitada al momento la curiosidad del señor Ramón todo fue uno.
—A ver —le dijo al mozo—, ¿qué es lo que llevas ahí?
—¿Sé yo acaso lo que puede haber dentro? —repuso el otro—. Esto —y señaló el bulto de forma estrambótica envuelto en periódicos— creo que es un bicho disecado, y lo otro debe de ser una jaula, porque se notan los alambres; pero léveme o demo si sé lo que tiene dentro.
El señor Ramón desenfundó el bulto envuelto en periódicos y apareció ante su vista una gruesa avutarda disecada, de color pardusco, sostenida por sus patas en una sólida tabla de caoba.
El portero quedó estático y sonriente en presencia del ave, que le miraba con sus cándidos ojos de cristal; pero cuando vio en la garra del pajarraco un letrero colgado en donde se leía con letras rojas: Avis tarda, volvieron otra vez las oleadas de pensamientos a sumergir su porteril cerebro en el caos.
Ya vista y bien observada la obesa y simpática avutarda, el señor Ramón pasó a examinar el otro bulto cubierto con una arpillera. Se notaban a través del burdo lienzo los alambres de una jaula; mas ¿por qué estaba tapada de aquel modo?
Seguramente en su interior había alguna cosa de gran interés.
El señor Ramón examinó el envoltorio por todas partes. Estaba tan bien cosida la tela, que no se observaba en ella el menor resquicio por donde pudiera averiguarse lo que había dentro.
El portero, después de vacilar un rato, entró en su garita, desapareció en ella y volvió al poco rato con un cortaplumas.
—No vendrá el amo, ¿eh? —preguntó al mozo.
Este, por toda contestación, elevó sus hombros con ademán de indiferencia.
—Vamos a ver lo que hay dentro —murmuró el señor Ramón; y para tranquilizar la conciencia del mozo añadió—: Luego lo volvemos a coser. No tengas cuidado.
El portero cortó unas puntadas, descosió otras, practicó una abertura en el lienzo; pero al dilatarla se encontró con que el agujero hecho caía sobre él suelo de la jaula, que era de madera. Incomodado con esto, no se anduvo en chiquitas; rasgó la tela de un lado y de otro, hasta dejar al descubierto un lado de la jaula, precisamente aquel en el cual estaba la puerta.
—¿Qué demonio hay aquí? —se dijo el señor Ramón.
No se veía dentro más que un ovillo negruzco como un puño de grande nada más.
La curiosidad del portero, como podrá suponerse, no estaba satisfecha. El hombre abrió la puertecilla de la jaula y metió la mano por el agujero. Notó al principio una cosa que se deslizaba entre sus dedos; luego sintió que le mordían. Dio un grito y retiró el brazo velozmente, y al sacarlo vio con espanto arrollada en la mano una culebra que le pareció monstruosa.
De miedo ni aun pudo gritar siquiera; lívido, con la energía del terror, desenroscó el animalucho de su brazo, y poseído del mayor pánico, con los pocos pelos de su cabeza de punta, huyó escaleras arriba sin atreverse a mirar hacia atrás.
Mientras tanto, la culebra, una culebrilla de esas pequeñas llamadas de Esculapio, incomodada con los malos tratos recibidos tan inmerecidamente, había pedido protección a la avutarda y junto a ella se enroscaba en el suelo y levantaba la cabeza bufando, con su lenguecilla bífida fuera de la boca.
Al mozo de cuerda le hizo tanta gracia la fuga del señor Ramón, que se deshizo en carcajadas estrepitosas, torciéndose y agarrándose a la boca del estómago con las dos manos; ya moderada su risa, salió del portal, cogió un pedazo de ladrillo de en medio de la calle y entró con intención de matar a la culebra; pero al ver al portero en lo alto de la escalera agarrado a la barandilla, temblando y lleno de terror, volvióle a acometer la risa; y en el primer intento, al dejar caer el ladrillo sobre el suelo, no acertó a aplastar la cabeza del animalucho, como quería.
El señor Ramón, ante aquella hilaridad mortificante, se estremeció.
¡Su dignidad estaba por los suelos! ¿Qué hubieran dicho los porteros del barrio, el prendero de la esquina, el memorialista de enfrente, las criadas de la vecindad, para las cuales era casi un oráculo, al verle expuesto a aquellas risas indecorosas? ¡Él, antiguo vicepresidente de la Sociedad de porteros de Madrid!
¡Sí, su dignidad estaba por los suelos!
Mientras el señor Ramón hacía estas reflexiones, el mozo de cuerda, ya sosegado y corrigiendo la puntería, iba a machacar la cabeza del ofidio cuando apareció de pronto en el portal un nuevo personaje. Venía envuelto en un abrigo de color de aceituna, con vetas mugrientas, adornado con dos filas de botones grandes y amarillos.
El recién venido era de baja estatura, algo rechoncho, de nariz dificultosa y barba rojiza en punta; llevaba en la cabeza un sombrero hongo color café, con gasa de luto y alas planas; pantalones a cuadros amarillentos, pellica raída en el cuello, un paraguas grueso en la mano derecha, y en la izquierda un paquete de libros.
Tras él marchaba un perrillo de largas y ensortijadas lanas, blanco y negro, a quien no se le veían los ojos; un pequeño monstruo informe, sin apariencia de animal, que daba la sensación, como diría un modernista, de una toquilla arrollada que tuviera la ocurrencia de ser automóvil.
El señor de la pellica raída entró en el portal, vio lo que pasaba y, como quien ejecuta un acto por acción refleja, levantó el paraguas en el aire inmediatamente.
—Pedazo de imbécil —le dijo al mozo—, ¿quién te manda a ti abrir esa jaula?
—Si no he sido yo. Ha sido el portero —replicó el mozo.
—¿Dónde está ese portero?
—Mírele usted… Allá.
—¿Y por qué le has dejado hacer su capricho a esa vieja momia? —gritó el señor, irritado y señalando con la punta del paraguas al aludido.
—¡Oh! ¡Vieja momia! ¡Qué de dicterios! ¡Qué de vituperios! —murmuró el señor Ramón en voz baja, y pasó por su mente el martirologio de todos los santos.
—Mire usted —repuso el mozo de cuerda rascándose la cabeza—, yo, la verdad, creí que sería alguna culobra que se había metido en la jaula a comerse el pájaro. ¡Cómo las culobras suelen comerse a los pájaros!
—Bah. ¡Palabras! ¡Palabras! ¡Qué pájaros ni qué pamplinas!
—En mi tierra eso pasa, y hay algunas que se ponen a mamar de las vacas y de las mujeres…
—¡Oh, leyendas! ¡Leyendas! Sí, lo sabemos. Y fascinan a los pájaros. Sí, hombre, sí. Todo eso es muy viejo.
Y el señor, después de agitar su cabeza negativamente para dar a entender que no creía en tales patrañas, se agachó y comenzó a silbar con suavidad. El perro se puso a oler la culebra, y colocado sobre sus dos patas de atrás agitó las de delante en una calurosa manifestación mímico-oratoria.
—Bueno, Yock, bueno —murmuró el señor. Acarició a su perro y siguió silbando. Lentamente la culebrilla se acercó a su amo y se enroscó en su brazo.
El señor entonces se levantó, metió al animal en la jaula, después cerró la puerta, y hecho esto, señalando con el paraguas la avutarda disecada, le dijo al mozo con gran dignidad:
—Arriba.
Echaron a andar, y al pasar junto al señor Ramón se le oyó decir en voz baja al ver al hombre de la raída pellica: «¡Ah, es él! ¡El del retrato!». Comenzaron a subir la escalera el señor, el perro, la culebrilla, la avutarda y el mozo de cuerda.
La escalera era estrecha y oscura; se respiraba en ella un aire pesado lleno de vaho de comida y de olor a cuero, que venía de un almacén de curtidos de la planta baja. A medida que se iba subiendo, los peldaños eran más altos, y del tercero al cuarto piso eran altísimos; la luz llegaba a la escalera tan sólo por dos ventanas abiertas a un patio tan estrecho como una chimenea, cruzado de un lado a otro por cuerdas para tender ropa; las paredes de este patio, ennegrecidas y mugrientas en unas partes, desconchadas en otras y con los tubos rojos de los desagües de las casas al descubierto, parecían estar llenas de lacras y de varices como la piel de un enfermo.
En los descansillos de la escalera, en cada piso, se leía en letras azules que denotaban en la blanqueada pared: izquierda…, derecha; al lado de los letreros, manos imperativas señalaban con el índice extendido, y en medio de estos se leía: entresuelo…, principal…, segundo… Amables gracias con las cuales el casero obsequiaba a sus inquilinos.
Al final de la escalera había un larguísimo corredor iluminado por dos tragaluces, y a los lados de aquel veíanse puertas pintadas de rojo con sus respectivos números encima.
Atravesaron el hombre de la raída pellica y su acompañante el corredor; abrió el primero la puerta señalada con el número 3 y pasaron ambos adentro.
Fuera difícil dar un nombre exacto al sitio en donde entraron, porque no era cuarto, ni habitación, ni estudio, aunque participaba de todo esto; tenía un aspecto intermedio entre taller de pintor y buhardilla. Iluminaban el aposento dos claraboyas del tedio y una ventana grande por donde entraba en aquella hora la claridad amarillenta y dorada de un día de otoño.
El techo de aquel zaquizamí estaba lleno de vigas sin pulir y sin pintar; las vigas, cubiertas por tupidas telas de araña; las paredes, sucias, blanqueadas, en unos sitios y en otros no; el suelo, atestado de cajas, fardos, mesas, tableros y de una porción de cosas más, inclasificables a primera vista.
Dejó el mozo de cuerda su carga, el señor de la raída pellica le pagó, cerró la puerta de golpe, recorrió el cuarto de un lado a otro y se sentó después en una caja en actitud pensativa.
—El día es aciago para mí —murmuró accionando con energía—. Voy al ministerio de Fomento y me dicen: la patente, denegada; entro en mi casa y veo mi culebra expuesta a pasar a mejor vida por el golpe de un imbécil primate.
¡Denegar su patente! ¿Se había visto estupidez mayor? Y el hombre de la raída pellica sacó el Boletín del Ministerio de Fomento y leyó en alta voz: «Patente número 34 240. Ratonera-Speculum de don Silvestre Paradox. Denegada por no revestir la Memoria suficiente claridad».
—¡Denegada! ¡A mí!
Y los labios de don Silvestre se crisparon con una sonrisa sardónica.
—Pero ¿qué van a hacer esos señores del ministerio —y don Silvestre Paradox se dirigió a la avutarda, que, mal envuelta en los periódicos, no se atrevía más que a sacar la cabeza— si no saben ni los rudimentos de la Mecánica, ni los rudimentos de la Historia Natural, ni los rudimentos de nada?
Desde aquel momento don Silvestre iba a clasificar a los empleados del ministerio en el género de los pingüinos. ¡Denegar la patente! ¡Desdichados! Ya no iba a pedir ninguna patente. Le obligaban a tomar esta determinación. Sus inventos los presentaría a la Academia de Ciencias de París, a la de Berlín o a la de Copenhague.
¡La ciencia no tiene patria; el infinito, tampoco!
Un fuerte campanillazo interrumpió el soliloquio de don Silvestre. Yock corrió hacia la puerta y ladró de una manera formidable.
—¿Quién podrá ser? —se preguntó Paradox—. ¿Quizá un recado del ministerio?
Abrió la puerta y se encontró con tres personas. En medio estaba un señor viejo con una cara parecida a las caricaturas de Bismarck: bigotazo blanco, cejas como aleros de tejado, expresión tremenda y calvo como una bala rasa. Era aquel señor nada menos que don Policarpo Bardes en persona, administrador de la casa y dueño del almacén de curtidos de la planta baja. A su derecha se encontraba su hijo Polín, hombre de edad difícil de calcular; chiquitillo, repeinado el pelo lustroso, con las guías del bigote terminadas en dos círculos tan perfectos, que honraran a cualquier peluquero, porque ni un matemático con su compás hace circunferencias tan admirables; la cara de Polín era manchada, algo así como cara de feto puesto en alcohol que empieza a reblandecerse: su nariz tenía forma de picaporte, y además de ser granujienta y encarnada, estaba brillante, como si acabasen de untarla con una sustancia grasa. A la izquierda de don Policarpo se hallaba el señor Ramón el portero.
—¿A qué tengo el gusto…? —preguntó Silvestre contemplando con la curiosidad de un naturalista la nariz de Polín.
—Señor Paradox —dijo don Policarpo con una voz profunda, de esas que parece que salen del fondo del estómago—, lo siento mucho, pero tengo que advertirle que si quiere usted quedarse en la casa no puede tener en su domicilio, o sea habitaciones, esas fieras.
—¿Fieras? —preguntó con asombro don Silvestre.
—¡La culebra! —murmuró con voz cavernosa el portero.
Al oír Polín esta palabra puso el índice y el meñique de la mano derecha extendidos, y los agitó murmurando al mismo tiempo entre dientes:
—¡Lagarto! ¡Lagarto!
—Pero ¡si es un bicho inofensivo —replicó Paradox—, señor administrador! Un bicho inofensivo y candoroso, un animal domesticado, que no es nada más que esto. ¿No se puede tener en casa un animal domesticado? ¿No se puede tener un gato?
—Sí —repuso don Policarpo—. Pero hay animales y animales. Distingamos. Hay diferiencia.
—Ya lo creo que hay diferiencia —aseguró Polín con una sonrisa sardónica, incomodado al ver que su nariz llamaba la atención de don Silvestre.
—Vaya si hay diferiencia —agregó el señor Ramón—. Porque hay un porción de animales que no hacen daño ni a las personas ni a las casas, pongo por caso los gatos, que decía usted antes, o los loros, aunque, si bien se quiere, un gato puede arañar, y yo he oído decir que el arañazo de un gato enconado puede producir, si bien se quiere, la muerte.
—Si, una culebra no se puede tener en una casa. Es un bicho peligroso —concluyó don Policarpo.
—¿Peligroso?… ¡una culebra! —replicó Paradox—. ¡Oh!, no lo crea usted; se las calumnia, señor.
Al oír el nombre del ofidio volvieron a moverse las manos de Polín y siguió mascullando entre dientes.
—Sí, bueno. Quizá no sea peligroso —añadió don Policarpo—. Pero figúrese usted que yo le digo al marqués, al amo de esta casa, que tiene usted…
—Una serpiente —interrumpió Polín.
—Un culebrón —dijo el portero—. ¡Si, mal comparado, ese bicho es casi casi tan gordo como mi muñeca!
—¡Un culebrón! —murmuró sonriendo Paradox—. Este señor llama culebrón a mi pequeño reptil. Le honra, es cierto, pero exagera. Vean ustedes —y cogió la jaula, la desprendió de su envoltura y enseñó el animalucho a las tres personas, que instintivamente retrocedieron—: este señor —añadió Silvestre— honra a mi culebra.
Después saludó con una inclinación de cabeza majestuosa y al mismo tiempo llena de elegancia, digna de un caballero de la corte de Versalles.
Aquellas repeticiones del nombre vulgar de los ofidios quitaron la paciencia a Polín, que, murmurando siempre, cruzó el pasillo y comenzó a bajar la escalera.
—¿Y la tiene usted siempre así, encerrada en la jaula? —preguntó don Policarpo.
—Siempre.
—Bah… Veo que, afectivamente, ha exagerado Ramón. ¿Era esa la culebra tan gorda como la muñeca que usted ha visto?
—A mí… eso me ha parecido.
—Bah… Bah… ¡Qué tontería! Buenos días, señor Paradox. Beso a usted la suya.
—Igualmente —murmuró Silvestre, sin saber qué es lo que quería besar el administrador, y cerró la puerta.
Volvió a quedarse solo; nuevamente empezó a pasear por el cuarto, seguido de su perro. Luego abrió la ventana y se asomó a ella. Enfrente se veía un solar en donde estaban comenzando a edificar, lleno de montones de ladrillos y de cal, de balsas con mortero, de tornos y vigas.
A un lado, limitando el solar, veíase la parte interior de la pared maestra de la casa derribada, y era interesantísimo para un espíritu observador como el de Silvestre adivinar, por la clase de papel que aún cubría la pared, dónde había estado la sala, dónde la cocina y el comedor, y reconstruir, de una manera más o menos fantástica, las escenas que allí se habían desarrollado.
En la casa de enfrente, a medias derribada, quedaban como embutidos en la pared algunos cuartos que parecían de una casa de muñecas, con sus puertas y sus ventanas y los papeles todos rasgados.
Aquí se veía la línea negra y vertical por donde pasó la chimenea; allí el papel en zigzag de una de las paredes de la escalera; en una ventana quedaba todavía una persiana verde, a medias recogida.
¡Cuánta historia de alegrías pequeñas, de pequeñas miserias, podrían contar aquellas paredes y aquellos escombros!
Luego de hecha esta profunda observación filosófica, Silvestre recorrió el cuarto, lo midió con sus pasos; después tomó su orientación con una brújula que a modo de dije llevaba colgada en el cordón del reloj. Enfrascado en estos importantes trabajos se hallaba cuando sintió como una advertencia en el estómago.
—Parece que se siente hambre —dijo paseando su mirada por el cuarto.
Yock, el perro, se puso a ladrar con furia, y agitó sus patas delanteras coma para afirmar una vez más lo dicho por su amo.
—¡Querido! —le dijo Silvestre—, eres de mi opinión. Veamos nuestras arcas.
Se registró los bolsillos uno a uno; su capital no llegaba a setenta y cinco céntimos.
—¡Bohemia negra! ¡Bohemia negra! —exclamó Paradox.
Y luego, dirigiéndose a Yock, repuso:
—Iremos a comer a casa de Avelino; comeremos mal, pero comeremos. Mi dignidad no me aconseja esta humillación; mas veo con tristeza que el estómago se impone. Síntoma de vejez.
Y poniéndose el abrigo, el sombrero y la pellica, cruzó él pasillo, salió a la escalera, la bajó y se marchó hacia la plaza de Santo Domingo, seguido de su fiel perro, él pequeño monstruo antediluviano, que parecía un montón de lana automóvil, y del cual Silvestre decía con jactancia impropia de un filósofo que era el perro mas feo de toda España.

Pío Baroja

Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox

La vida fantastica - 1

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