III. De la República lupina
Oh
Gorriones de París, Pájaros del mundo, Animales del globo y vosotros, sublimes
esqueletos antediluvianos; todos quedaríais asombrados, si, como yo, hubierais
ido a visitar la noble República lupina, la única donde se doma al Hambre. Eso
es lo que eleva el alma de un Animal. Cuando llegué a las magníficas estepas
que se extienden desde Ucrania a Tartaria, hacía ya frío, y comprendí que la
felicidad que da la libertad sólo podía habitar en un país como aquél. Descubrí
un Lobo de centinela.
—Lobo
—le dije—, tengo frío y me voy a morir: esto sería una pérdida para vuestra
gloria, pues me ha traído acá mi admiración por vuestro gobierno, que vengo a
estudiar para propagar sus principios en los Animales.
—Ponte
encima de mí —me dijo el Lobo.
—Pero,
¿me comerás, ciudadano?
—¿Qué
adelantaría yo con eso? —respondió el Lobo—. Comiéndote o sin comerte, no
tendré menos hambre. Un Gorrión para un Lobo no es ni lo que un grano de lino
para ti.
Tuve
miedo, pero me arriesgué, como auténtico filósofo que soy. Aquel buen lobo me
dejó tomar posición en su cola, y me miró con un ojo hambriento sin tocarme.
—¿Qué
hacéis aquí? —le dije para reanudar la conversación.
—¡Bah!
—me dijo—. Esperamos a unos propietarios que están de visita en un castillo
vecino, y cuando salgan probablemente vamos a comernos Caballos esclavos,
ruines cocheros, algunos criados y dos propietarios rusos.
—Será
divertido —le dije.
No
creáis, Animales, que quise adular bajamente a aquel salvaje republicano a
quien podía o no gustarle que le contradijeran: dije lo que pensaba. Había oído
en París maldecir tanto, en los graneros y en todas partes, a la abominable
variedad de Hombres llamados los propietarios, que, sin conocerlos en
absoluto, los odiaba de verdad.
—No
os comeréis sus corazones —dije bromeando.
—¿Por
qué? —me dijo el ciudadano Lobo.
—He
oído decir que no tienen.
—¡Qué
desgracia! —exclamó el Lobo—. Es una pérdida para nosotros, pero no será la
única.
—¡Cómo!
—repliqué.
—¡Ay! —me dijo el ciudadano Lobo—. Muchos de nosotros perecerán en el ataque; pero ¡la patria está antes que nada! No hay más que seis Hombres, cuatro Caballos y alguna otra cosa servible; esto no bastará para nuestra sección de los Derechos del Lobo, que se compone de un millar de Lobos. Piensa, Gorrión, que no hemos tomado nada desde hace dos meses.
—¿Nada?
—le dije—. ¿Ni siquiera un príncipe ruso?
—Ni
siquiera un Tarpán. Esos bellacos Tarpanes nos huelen desde cualquier parte.
—¿Y
entonces, como os las arreglaréis? —le dije.
—Las
leyes de la república ordenan a los Lobos jóvenes y a los Lobos útiles combatir
y no comer. Yo soy joven, así que tengo que ceder mi ración a las mujeres, a
los niños, a los viejos…
—Eso
es muy hermoso —le dije.
—¡Hermoso!
—exclamó—. No, es muy sencillo. No reconocemos más desigualdad que la de la
edad y el sexo. Todos somos iguales.
—¿Por
qué?
—Porque
todos somos igual de fuertes.
—Sin
embargo, usted está de centinela, monseñor.
—Es
mi turno de guardia —dijo el joven Lobo, que no se enfadó por ser
monseñorizado.
—¿Tienen
ustedes Constitución? —le dije.
—¿Qué
es eso? —dijo el joven Lobo.
—¿Pero
no pertenece usted a la sección de los Derechos del Lobo? O sea que tendrán
unos derechos.
—El
derecho a hacer lo que queremos. Apenas hay un peligro para todos los Lobos,
nos reunimos; pero el jefe que elegimos vuelve a quedarse en simple Lobo
después del suceso. Nunca se le pasaría por la cabeza que vale más que el Lobo
que ha echado sus últimos dientes por la mañana. ¡Todos los lobos son hermanos!
—¿En
qué circunstancias os reunís?
—Cuando
hay carestía y para cazar en interés de todos. Cazamos por secciones. En los
días de mucha penuria se comparte todo, y las porciones se hacen estrictamente.
Pero ¿sabes tú, Gorrionzuelo, que en las circunstancias más horribles, cuando,
por haber diez pies de nieve en las estepas, por estar cerradas todas las
casas, no hay presa que comer durante tres meses, nos apretamos el cinturón y
nos calentamos unos a otros? Sí, desde que se constituyó la república de los
Lobos, nunca ha ocurrido que un Lobo haya dado una dentellada a otro Lobo.
Sería un crimen de lesa majestad: un Lobo es un soberano. Así, el
proverbio Los lobos no comen carne de Lobo se ha hecho universal y
hace enrojecer a los hombres.
—Oye
—le dije para divertirlo—: los Hombres dicen que los soberanos son Lobos. Pero,
¿no hay castigos?
—Si
un Lobo ha cometido una falta en el ejercicio de sus funciones, si no ha sabido
detener una pieza de caza, si ha dejado de olfatear una pieza o de avisar de
algo, entonces se le pega; pero no por eso es menos considerado entre los
suyos. Todo el mundo puede tener un fallo. Expiar la propia falta, ¿no es
obedecer las leyes de la república? Fuera del caso de la caza por razón de
hambre pública, cada uno es libre como el aire, y tanto más fuerte cuanto que
puede contar con todos para sus necesidades.
—¡Qué
hermoso! —exclamé—. ¡Vivir solo y entre todos! Habéis resuelto el mayor
problema. «Mucho me temo —pensé— que los Gorriones de París no sean tan
elementales para adoptar un sistema así.»
—¡Hurra!
—gritó mi amigo el Lobo.
Yo
volaba a diez pies por encima de él. De repente, mil o dos mil lobos, con un
pelo soberbio y una increíble agilidad, llegaron tan rápidamente como Pájaros.
Vi venir de lejos dos carricoches, cada uno con dos Caballos enganchados; pero,
a pesar de la rapidez de su carrera, a despecho de los sablazos repartido a los
Lobos por amos y criados, los Lobos se dejaron aplastar bajo las ruedas con un
sublime sacrificio de su pellejo que me pareció el colmo del estoicismo
republicano. Hicieron tropezar a los Caballos, y en cuanto los mordieron,
quedaron éstos instantáneamente muertos. Aunque la jauría perdió un centenar de
Lobos, hicieron una verdadera carnicería. Mi Lobo, como centinela, tuvo derecho
a comerse el cuero de los aleros del carruaje. Otros Lobos muy valientes a los
que no les tocaba nada se comieron los vestidos y los botones. No quedaron más
que seis cráneos que resultaron demasiado duros, y que los Lobos no pudieron
romper ni morder. Respetaron los cadáveres de los Lobos muertos en acción, e
idearon una estratagema de lo más hábil: los Lobos hambrientos se acostaron
bajo los cadáveres. Unos Pájaros de presa vinieron a posarse encima, y los
Lobos los cogieron y se los comieron.
Maravillado
por esta libertad absoluta que existe sin ningún peligro, me puse a investigar
las causas de aquella admirable igualdad. La igualdad de derechos viene
evidentemente de la igualdad de medios. Los Lobos son todos iguales, porque
todos son igualmente fuertes, como me había dejado entrever mi interlocutor. El
modo que había de seguir para llegar a la igualdad absoluta de todos los
ciudadanos es el de darles a todos, por educación, como hacen los Lobos, las
mismas facultades. En los violentos ejercicios a que se entregan los
republicanos, los enclenques sucumben: es necesario que el Lobezno sepa sufrir
y combatir; de aquí que todos tienen el mismo valor. Allí no se ennoblece uno
en una posición superior a la de los demás, sino que se degrada en la molicie y
en la ociosidad. Los Lobos no tienen nada y lo tienen todo. Pero este admirable
resultado procede de las costumbres. ¡Qué empresa la de reformar las costumbres
de un país mimado por los placeres! Adiviné por qué y cómo había en París
Gorriones que comían gusanos y grano, que habitaban en oasis, y cómo había
pobres Gorriones obligados a andar picoteando por las calles. ¿Cómo convencer a
los Gorriones felices para que se hagan iguales a los Gorriones desgraciados?
¿Qué nuevo fanatismo inventar?
Los
Lobos se obedecen a sí mismos tan duramente como las Abejas obedecen a su reina
y las Hormigas a sus leyes. La libertad hace esclavo del deber, las Hormigas
son esclavas de sus costumbres, y las Abejas de su reina. ¡A fe que si hay que
ser esclavo de algo es preferible no obedecer más que a la razón pública! Por
eso estoy con los Lobos. Evidentemente Licurgo había estudiado sus costumbres,
como su propio nombre indica. La unión hace la fuerza, esa es la Carta Magna de
los Lobos, los únicos Animales que pueden atacar y devorar a los Hombres y a
los Leones, y que reinan por su admirable igualdad. ¡Ahora sí que comprendo a
la Loba madre de Roma!.
Después
de haber meditado profundamente sobre estas cuestiones, me prometí cantárselas
al volver a mi gran escritor. También me prometí dirigirle algunas preguntas
sobre todas estas cosas. Pero he de confesar ¡para mi vergüenza o mi gloria!
que, a medida que me acercaba a París, la admiración que me había inspirado
aquella raza salvaje de héroes lupinos se disipaba en presencia de las
costumbres sociales, pensando en las maravillas del espíritu cultivado,
acordándome de las grandezas a que conduce esa tendencia idealista que
distingue al Gorrión francés. La feroz república de los Lobos ya no me
satisfacía totalmente. Después de todo, ¿no es una triste condición vivir
únicamente de rapiñas? Si la igualdad entre Lobos es una de las más sublimes
conquistas del espíritu animal, la guerra del Lobo contra el Hombre, contra el
Pájaro de presa, contra el Caballo y contra el Esclavo, no deja de ser, en
principio, una abominable violación del derecho de Bestias.
«¿Acaso
las recias virtudes de una república así organizada —me dije a mí mismo— sólo
pueden subsistir mediante la guerra? ¿Será posible que un gobierno óptimo sólo
exista a condición de luchar, sufrir, inmolarse constantemente a sí mismo y a
los demás? Entre morir de hambre sin realizar ninguna obra perdurable o morir
de hambre contribuyendo, como el Gorrión de París, a crear una historia
perpetua, a labrar la trama continua de una tela bordada de flores, de
monumentos y de jeroglíficos, ¿qué Animal no escogería el todo frente
a la nada, lo lleno frente a lo vacío, la obra frente
a la aniquilación? ¿No estamos todos aquí abajo para hacer algo?» Me
acordé de los Pólipos del mar de la India, que, siendo solamente fragmentos de
materia móvil, reunión de algunas mónadas sin corazón, sin idea, únicamente
dotadas de movimiento, se dedican a formar islas sin saber lo que hacen. Caí,
pues, en horribles dudas sobre la naturaleza de los gobiernos. Me di cuenta de
que, cuando uno se entera de muchas cosas, no hace sino acumular dudas. En fin,
encontré a aquellos Lobos socialistas decididamente demasiado carniceros para los
tiempos que vivimos. Quizá se les pudiera enseñar a comer pan, pero haría falta
que los Hombres consintieran en dárselo.
Así
es como iba platicando por el aire, arreglando el futuro a vuelo de Pájaro,
como si no dependiera de los Hombres el derribar selvas e inventar fusiles,
pues estuve a punto de ser alcanzado por una de aquellas máquinas
inexplicables. Llegué cansado. Pero ¡ay!, la buhardilla está vacía: mi filósofo
está en la cárcel por haber hablado a los ricos de las miserias del pueblo.
¡Pobres ricos, qué perjuicios os acarrean vuestros defensores! Fui a ver a mi
amigo a la cárcel y me reconoció.
—¿De
dónde vienes, mi querido compañero? —exclamó—. Si has visto muchos países,
seguramente habrás visto muchos sufrimientos que no dejarán de existir hasta
que se promulgue el código de la Fraternidad.
GEORGE SAND
AA. VV.
Vida privada y
pública de los animales
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