29 noviembre 2022

VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS (Y 4)

 III. De la República lupina

Oh Gorriones de París, Pájaros del mundo, Animales del globo y vosotros, sublimes esqueletos antediluvianos; todos quedaríais asombrados, si, como yo, hubierais ido a visitar la noble República lupina, la única donde se doma al Hambre. Eso es lo que eleva el alma de un Animal. Cuando llegué a las magníficas estepas que se extienden desde Ucrania a Tartaria, hacía ya frío, y comprendí que la felicidad que da la libertad sólo podía habitar en un país como aquél. Descubrí un Lobo de centinela.

—Lobo —le dije—, tengo frío y me voy a morir: esto sería una pérdida para vuestra gloria, pues me ha traído acá mi admiración por vuestro gobierno, que vengo a estudiar para propagar sus principios en los Animales.

—Ponte encima de mí —me dijo el Lobo.

—Pero, ¿me comerás, ciudadano?

—¿Qué adelantaría yo con eso? —respondió el Lobo—. Comiéndote o sin comerte, no tendré menos hambre. Un Gorrión para un Lobo no es ni lo que un grano de lino para ti.

Tuve miedo, pero me arriesgué, como auténtico filósofo que soy. Aquel buen lobo me dejó tomar posición en su cola, y me miró con un ojo hambriento sin tocarme.

—¿Qué hacéis aquí? —le dije para reanudar la conversación.

—¡Bah! —me dijo—. Esperamos a unos propietarios que están de visita en un castillo vecino, y cuando salgan probablemente vamos a comernos Caballos esclavos, ruines cocheros, algunos criados y dos propietarios rusos.

—Será divertido —le dije.

No creáis, Animales, que quise adular bajamente a aquel salvaje republicano a quien podía o no gustarle que le contradijeran: dije lo que pensaba. Había oído en París maldecir tanto, en los graneros y en todas partes, a la abominable variedad de Hombres llamados los propietarios, que, sin conocerlos en absoluto, los odiaba de verdad.

—No os comeréis sus corazones —dije bromeando.

—¿Por qué? —me dijo el ciudadano Lobo.

—He oído decir que no tienen.

—¡Qué desgracia! —exclamó el Lobo—. Es una pérdida para nosotros, pero no será la única.

—¡Cómo! —repliqué.

—¡Ay! —me dijo el ciudadano Lobo—. Muchos de nosotros perecerán en el ataque; pero ¡la patria está antes que nada! No hay más que seis Hombres, cuatro Caballos y alguna otra cosa servible; esto no bastará para nuestra sección de los Derechos del Lobo, que se compone de un millar de Lobos. Piensa, Gorrión, que no hemos tomado nada desde hace dos meses.

—¿Nada? —le dije—. ¿Ni siquiera un príncipe ruso?

—Ni siquiera un Tarpán. Esos bellacos Tarpanes nos huelen desde cualquier parte.

—¿Y entonces, como os las arreglaréis? —le dije.

—Las leyes de la república ordenan a los Lobos jóvenes y a los Lobos útiles combatir y no comer. Yo soy joven, así que tengo que ceder mi ración a las mujeres, a los niños, a los viejos…

—Eso es muy hermoso —le dije.

—¡Hermoso! —exclamó—. No, es muy sencillo. No reconocemos más desigualdad que la de la edad y el sexo. Todos somos iguales.

—¿Por qué?

—Porque todos somos igual de fuertes.

—Sin embargo, usted está de centinela, monseñor.

—Es mi turno de guardia —dijo el joven Lobo, que no se enfadó por ser monseñorizado.

—¿Tienen ustedes Constitución? —le dije.

—¿Qué es eso? —dijo el joven Lobo.

—¿Pero no pertenece usted a la sección de los Derechos del Lobo? O sea que tendrán unos derechos.

—El derecho a hacer lo que queremos. Apenas hay un peligro para todos los Lobos, nos reunimos; pero el jefe que elegimos vuelve a quedarse en simple Lobo después del suceso. Nunca se le pasaría por la cabeza que vale más que el Lobo que ha echado sus últimos dientes por la mañana. ¡Todos los lobos son hermanos!

—¿En qué circunstancias os reunís?

—Cuando hay carestía y para cazar en interés de todos. Cazamos por secciones. En los días de mucha penuria se comparte todo, y las porciones se hacen estrictamente. Pero ¿sabes tú, Gorrionzuelo, que en las circunstancias más horribles, cuando, por haber diez pies de nieve en las estepas, por estar cerradas todas las casas, no hay presa que comer durante tres meses, nos apretamos el cinturón y nos calentamos unos a otros? Sí, desde que se constituyó la república de los Lobos, nunca ha ocurrido que un Lobo haya dado una dentellada a otro Lobo. Sería un crimen de lesa majestad: un Lobo es un soberano. Así, el proverbio Los lobos no comen carne de Lobo se ha hecho universal y hace enrojecer a los hombres.

—Oye —le dije para divertirlo—: los Hombres dicen que los soberanos son Lobos. Pero, ¿no hay castigos?

—Si un Lobo ha cometido una falta en el ejercicio de sus funciones, si no ha sabido detener una pieza de caza, si ha dejado de olfatear una pieza o de avisar de algo, entonces se le pega; pero no por eso es menos considerado entre los suyos. Todo el mundo puede tener un fallo. Expiar la propia falta, ¿no es obedecer las leyes de la república? Fuera del caso de la caza por razón de hambre pública, cada uno es libre como el aire, y tanto más fuerte cuanto que puede contar con todos para sus necesidades.

—¡Qué hermoso! —exclamé—. ¡Vivir solo y entre todos! Habéis resuelto el mayor problema. «Mucho me temo —pensé— que los Gorriones de París no sean tan elementales para adoptar un sistema así.»

—¡Hurra! —gritó mi amigo el Lobo.

Yo volaba a diez pies por encima de él. De repente, mil o dos mil lobos, con un pelo soberbio y una increíble agilidad, llegaron tan rápidamente como Pájaros. Vi venir de lejos dos carricoches, cada uno con dos Caballos enganchados; pero, a pesar de la rapidez de su carrera, a despecho de los sablazos repartido a los Lobos por amos y criados, los Lobos se dejaron aplastar bajo las ruedas con un sublime sacrificio de su pellejo que me pareció el colmo del estoicismo republicano. Hicieron tropezar a los Caballos, y en cuanto los mordieron, quedaron éstos instantáneamente muertos. Aunque la jauría perdió un centenar de Lobos, hicieron una verdadera carnicería. Mi Lobo, como centinela, tuvo derecho a comerse el cuero de los aleros del carruaje. Otros Lobos muy valientes a los que no les tocaba nada se comieron los vestidos y los botones. No quedaron más que seis cráneos que resultaron demasiado duros, y que los Lobos no pudieron romper ni morder. Respetaron los cadáveres de los Lobos muertos en acción, e idearon una estratagema de lo más hábil: los Lobos hambrientos se acostaron bajo los cadáveres. Unos Pájaros de presa vinieron a posarse encima, y los Lobos los cogieron y se los comieron.

Maravillado por esta libertad absoluta que existe sin ningún peligro, me puse a investigar las causas de aquella admirable igualdad. La igualdad de derechos viene evidentemente de la igualdad de medios. Los Lobos son todos iguales, porque todos son igualmente fuertes, como me había dejado entrever mi interlocutor. El modo que había de seguir para llegar a la igualdad absoluta de todos los ciudadanos es el de darles a todos, por educación, como hacen los Lobos, las mismas facultades. En los violentos ejercicios a que se entregan los republicanos, los enclenques sucumben: es necesario que el Lobezno sepa sufrir y combatir; de aquí que todos tienen el mismo valor. Allí no se ennoblece uno en una posición superior a la de los demás, sino que se degrada en la molicie y en la ociosidad. Los Lobos no tienen nada y lo tienen todo. Pero este admirable resultado procede de las costumbres. ¡Qué empresa la de reformar las costumbres de un país mimado por los placeres! Adiviné por qué y cómo había en París Gorriones que comían gusanos y grano, que habitaban en oasis, y cómo había pobres Gorriones obligados a andar picoteando por las calles. ¿Cómo convencer a los Gorriones felices para que se hagan iguales a los Gorriones desgraciados? ¿Qué nuevo fanatismo inventar?

Los Lobos se obedecen a sí mismos tan duramente como las Abejas obedecen a su reina y las Hormigas a sus leyes. La libertad hace esclavo del deber, las Hormigas son esclavas de sus costumbres, y las Abejas de su reina. ¡A fe que si hay que ser esclavo de algo es preferible no obedecer más que a la razón pública! Por eso estoy con los Lobos. Evidentemente Licurgo había estudiado sus costumbres, como su propio nombre indica. La unión hace la fuerza, esa es la Carta Magna de los Lobos, los únicos Animales que pueden atacar y devorar a los Hombres y a los Leones, y que reinan por su admirable igualdad. ¡Ahora sí que comprendo a la Loba madre de Roma!.

Después de haber meditado profundamente sobre estas cuestiones, me prometí cantárselas al volver a mi gran escritor. También me prometí dirigirle algunas preguntas sobre todas estas cosas. Pero he de confesar ¡para mi vergüenza o mi gloria! que, a medida que me acercaba a París, la admiración que me había inspirado aquella raza salvaje de héroes lupinos se disipaba en presencia de las costumbres sociales, pensando en las maravillas del espíritu cultivado, acordándome de las grandezas a que conduce esa tendencia idealista que distingue al Gorrión francés. La feroz república de los Lobos ya no me satisfacía totalmente. Después de todo, ¿no es una triste condición vivir únicamente de rapiñas? Si la igualdad entre Lobos es una de las más sublimes conquistas del espíritu animal, la guerra del Lobo contra el Hombre, contra el Pájaro de presa, contra el Caballo y contra el Esclavo, no deja de ser, en principio, una abominable violación del derecho de Bestias.

«¿Acaso las recias virtudes de una república así organizada —me dije a mí mismo— sólo pueden subsistir mediante la guerra? ¿Será posible que un gobierno óptimo sólo exista a condición de luchar, sufrir, inmolarse constantemente a sí mismo y a los demás? Entre morir de hambre sin realizar ninguna obra perdurable o morir de hambre contribuyendo, como el Gorrión de París, a crear una historia perpetua, a labrar la trama continua de una tela bordada de flores, de monumentos y de jeroglíficos, ¿qué Animal no escogería el todo frente a la nada, lo lleno frente a lo vacío, la obra frente a la aniquilación? ¿No estamos todos aquí abajo para hacer algo?» Me acordé de los Pólipos del mar de la India, que, siendo solamente fragmentos de materia móvil, reunión de algunas mónadas sin corazón, sin idea, únicamente dotadas de movimiento, se dedican a formar islas sin saber lo que hacen. Caí, pues, en horribles dudas sobre la naturaleza de los gobiernos. Me di cuenta de que, cuando uno se entera de muchas cosas, no hace sino acumular dudas. En fin, encontré a aquellos Lobos socialistas decididamente demasiado carniceros para los tiempos que vivimos. Quizá se les pudiera enseñar a comer pan, pero haría falta que los Hombres consintieran en dárselo.

Así es como iba platicando por el aire, arreglando el futuro a vuelo de Pájaro, como si no dependiera de los Hombres el derribar selvas e inventar fusiles, pues estuve a punto de ser alcanzado por una de aquellas máquinas inexplicables. Llegué cansado. Pero ¡ay!, la buhardilla está vacía: mi filósofo está en la cárcel por haber hablado a los ricos de las miserias del pueblo. ¡Pobres ricos, qué perjuicios os acarrean vuestros defensores! Fui a ver a mi amigo a la cárcel y me reconoció.

—¿De dónde vienes, mi querido compañero? —exclamó—. Si has visto muchos países, seguramente habrás visto muchos sufrimientos que no dejarán de existir hasta que se promulgue el código de la Fraternidad.

 


GEORGE SAND

 

AA. VV.

Vida privada y pública de los animales

 

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