EN un piso de las grandes casas de la calle de Gorójovaia, cuya población bastaría para llenar una ciudad provinciana, yacía aquella mañana en su lecho Iliá Ilich Oblómov.
Tendría unos treinta y dos o treinta y tres años, era de talla mediana y aspecto agradable; sus ojos de un gris oscuro carecían de expresión determinada, así como de firmeza todos sus rasgos. Las ideas se paseaban como aves en libertad por su rostro, revoloteaban en sus ojos, se posaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los pliegues de su frente para desaparecer luego por completo, y entonces una luz de indolente despreocupación iluminaba su cara. Esa despreocupación se manifestaba en las posturas de todo su cuerpo, incluso en los pliegues de su bata.
A veces, una expresión bien de cansancio, bien de aburrimiento enturbiaba su mirada; pero ni el cansancio ni el aburrimiento podrían desterrar la expresión benevolente de su rostro, expresión no sólo predominante en él, sino en todo su espíritu. Y ese espíritu se revelaba abierta y claramente en los ojos, en la sonrisa, en cada movimiento de la cabeza, de las manos. Incluso un observador frío y superficial, al ver de paso a Oblómov, habría dicho: «Es un bonachón, un ser sin malicia». Alguien dotado de mayor profundidad y de más simpatía habría observado largamente a Oblómov y se habría apartado sonriendo, sumido en gratas reflexiones.
La tez de Iliá Ilich no era ni sonrosada, ni morena, ni claramente blanca, sino indefinida o bien así parecía, ya que Oblómov estaba más grueso de lo que correspondía a sus años, debido, quizá, a la falta de movimiento o de aire o de ambas cosas a la vez. En general, su cuerpo, a juzgar por el color, excesivamente blanco, del cuello, sus pequeñas y regordetas manos y redondeados hombros, parecía demasiado delicado para un hombre.
Tendría unos treinta y dos o treinta y tres años, era de talla mediana y aspecto agradable; sus ojos de un gris oscuro carecían de expresión determinada, así como de firmeza todos sus rasgos. Las ideas se paseaban como aves en libertad por su rostro, revoloteaban en sus ojos, se posaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los pliegues de su frente para desaparecer luego por completo, y entonces una luz de indolente despreocupación iluminaba su cara. Esa despreocupación se manifestaba en las posturas de todo su cuerpo, incluso en los pliegues de su bata.
A veces, una expresión bien de cansancio, bien de aburrimiento enturbiaba su mirada; pero ni el cansancio ni el aburrimiento podrían desterrar la expresión benevolente de su rostro, expresión no sólo predominante en él, sino en todo su espíritu. Y ese espíritu se revelaba abierta y claramente en los ojos, en la sonrisa, en cada movimiento de la cabeza, de las manos. Incluso un observador frío y superficial, al ver de paso a Oblómov, habría dicho: «Es un bonachón, un ser sin malicia». Alguien dotado de mayor profundidad y de más simpatía habría observado largamente a Oblómov y se habría apartado sonriendo, sumido en gratas reflexiones.
La tez de Iliá Ilich no era ni sonrosada, ni morena, ni claramente blanca, sino indefinida o bien así parecía, ya que Oblómov estaba más grueso de lo que correspondía a sus años, debido, quizá, a la falta de movimiento o de aire o de ambas cosas a la vez. En general, su cuerpo, a juzgar por el color, excesivamente blanco, del cuello, sus pequeñas y regordetas manos y redondeados hombros, parecía demasiado delicado para un hombre.