II. De la Monarquía de las Abejas
Instruido
ya por lo que había visto en el Imperio Fórmico, decidí examinar las costumbres
del pueblo antes de escuchar a los grandes y a los príncipes. Al llegar,
tropecé con una Abeja que llevaba una sopa.
—¡Ah!
¡Estoy perdida! —dijo—. Me matarán, o al menos me meterán en la cárcel.
—¿Y
por qué? —le dije yo.
—¿No
ve usted que me ha hecho derramar el caldo de la reina? ¡Pobre reina!
Afortunadamente la Copera Mayor, la duquesa de las Rosas, habrá enviado a
buscar en varias direcciones; mi falta quedará reparada, pues yo moriría de
pesar por haber hecho aguardar a la reina.
—¿Oyes,
príncipe Abejorro? —le dije al joven viajero.
La
Abeja seguía lamentándose de haber perdido la ocasión de ver a la reina.
—Pero,
¡por Dios!, ¿qué es vuestra reina para que estéis siempre en tal estado de
adoración? —exclamé—. Yo, amiga mía, soy de un país, donde nos preocupamos poco
de los reyes, de las reinas y otros inventos humanos.
—¡Humanos! —exclamó la Abeja—. No hay nada entre nosotros, descarado Gorrión, que no sea de institución divina. Nuestra reina ha recibido de Dios su poder. Sin ella no podríamos existir como cuerpo social, lo mismo que tú no podrías volar sin plumas. Ella es nuestra alegría y nuestra luz, la causa y el fin de todos nuestros esfuerzos. Ella nombra una directora de puentes y calzadas, que nos da planos y alineamientos para nuestros suntuosos edificios. Ella distribuye a cada uno su tarea según sus capacidades, ella es la encarnación de la justicia y se ocupa sin cesar de su pueblo; ella lo engendra y nosotras nos apresuramos a alimentarlo, pues nosotras hemos sido creadas y puestas en el mundo para adorarla, servirla y defenderla. Lo mismo hacemos con las pequeñas reinas de los palacios particulares y las dotamos de una papilla particular para su alimento. Unicamente a nuestra reina corresponde el honor de cantar y de hablar; sólo ella deja oír su hermosa voz.
—¿Quién
es vuestra reina? —dijo entonces el príncipe de Euglosa-Abejorro.
—Es
—dijo la Abeja— Titimalia XVII, llamada la Gran Colmenera, pues ha engendrado
cien pueblos de treinta mil individuos. Ha salido victoriosa en cinco combates
que le han presentado otras reinas envidiosas. Está dotada de la más sorprendente
perspicacia. Sabe cuándo tiene que llover, prevé los inviernos duros, es rica
en miel, y se sospecha que tiene grandes depósitos de ella colocados en los
países extranjeros.
—Amiga
mía —dijo el príncipe de Euglosa-Abejorro—, ¿cree usted que alguna joven reina
está a punto de casarse…?
—¿No
oye usted, príncipe —dijo la Obrera— el ruido y las ceremonias de la salida de
un pueblo? Entre nosotras no hay príncipe sin reina. Si quiere usted cortejar a
una de las hijas de Titimalia, espabílese: es usted un buen mozo y tendrá una
hermosa luna de miel.
Quedé
maravillado ante el espectáculo que se ofreció a mis ojos y que, ciertamente,
tiene que influir bastante sobre las imaginaciones vulgares para hacerles
atractivas las supercherías y supersticiones que son el espíritu y la ley de
aquel gobierno. Ocho timbaleros con coselete amarillo y negro salieron cantando
de la vieja ciudad, que la Obrera me dijo que se llamaba Sidracha, en recuerdo
de la primera Abeja que predicó el Orden Social. A aquéllos ocho timbaleros les
seguían cincuenta músicos tan bellos, que se hubiera dicho que eran zafiros
vivos. Tocaban este himno:
¡Viva,
viva Titimalia! ¡Viva la reina querida,
que
come y bebe como cien,
y
que aova lo mismo también!
La
letra era de origen popular, pero la música se debía a uno de los mejores
Zánganos del país. Después venían los guardias de corps armados de aguijones
terribles; eran doscientos, iban en seis filas de seis en fondo y cada batallón
de seis filas llevaba en cabeza a un capitán que ostentaba sobre su coselete la
condecoración del Sidrach, la medalla al mérito civil y militar: una pequeña
estrella de cera roja. Detrás de los porta-aguijones iban las enjugadoras de la
reina con la Enjugadora Mayor al frente; después la Copera Mayor con ocho
coperas pequeñas, dos por acuartelamiento; la Dueña Mayor del aposento real,
seguida de doce barrenderas; la Guardiana Mayor de la Cera y la Dueña de la
miel; finalmente, la joven reina, hermosa en toda su virginidad. Sus alas, que
relucían con un brillo encantador, aún no habían sido utilizadas. Su madre,
Titimalia XVII, la acompañaba: despedía destellos diamantinos. Seguía el
conjunto musical, que entonaba una cantata compuesta expresamente para la
salida. Después del conjunto musical venían doce viejos Abejorros que me
parecieron ser una especie de clérigos. Finalmente, salieron diez o doce
Abejas, agarradas de las patas. Titimalia se quedó al borde de la colmena y
dijo a su hija estas memorables palabras:
—Siempre
experimento un nuevo placer al veros tomar el vuelo, pues ello asegura que mi
pueblo estará tranquilo y que…»
Se
detuvo en su improvisación, como si fuera a decir algo contrario a la política,
y prosiguió así:
—Estoy
segura de que, formadas en nuestras costumbres, instruidas en nuestros hábitos,
serviréis a Dios, extenderéis la gloria de su nombre sobre la tierra, no
olvidaréis jamás de dónde habéis salido, conservaréis nuestras santas doctrinas
de gobierno, nuestra manera de edificar y de economizar la miel para vuestras
augustas reinas. Pensad que sin la realeza no hay más que anarquía, que la
obediencia es la virtud de las buenas Abejas y que el paladión del Estado está
en vuestra fidelidad. Sabed que morir por vuestras reinas es hacer vivir la
patria. ¡Os doy por soberana a mi hija Talabat! (que quiere decir «tarso
ágil»). Recibidla con amor.
A
esta alocución, llena de los adornos que caracterizan a la elocuencia regia,
siguió un ¡hurra!
Una
Mariposa, a quien esta ceremonia llena de supersticiones daba lástima, me dijo
que la vieja Titimalia daba a sus fieles súbditos una doble ración de la mejor
miel y que la policía y la miel fina contribuían sobremanera al éxito de tales
solemnidades, pero que en el fondo ella era odiada.
En
cuanto el pueblo joven partió con su reina, mi compañero de viaje fue a zumbar
alrededor del enjambre gritando:
—Soy
un príncipe de la casa de Euglosa-Abejorro. Hay ciertos sabios truhanes que
niegan que nuestra familia sabe hacer miel, pero para agradarte, ¡oh maravilla
de la raza de Titimalia!, soy capaz de hacer economías, sobre todo si tienes
buena dote.
—¿Sabe,
príncipe —le dijo entonces la Gran Dueña del aposento real—, que entre nosotras
el marido de la reina no cuenta para nada? No tiene honores ni rango; lo
consideramos como un instrumento desgraciado del que es imposible prescindir,
pero no permitimos que se inmiscuya en el gobierno.
—¡Te
inmiscuirás! Ven, ángel mío —le dijo graciosamente Talabat—, no la escuches.
¡La reina soy yo! Yo puedo hacer mucho por ti: para empezar serás el comandante
de mis porta-aguijones: pero si me obedeces en general, yo te obedeceré en
particular. Y nos iremos a rodar por las flores, por las rosas, bailaremos a
mediodía sobre los néctares embalsamados, patinaremos sobre el hielo de los
lirios, cantaremos romanzas en los cactos, y olvidaremos así los afanes del
poder…
Quedé
sorprendido por una cosa que no se refiere al gobierno, pero que no puedo dejar
de consignar aquí: el amor es absolutamente igual en todas partes. Ofrezco esta
observación a todos los Animales, pidiendo que se nombre una comisión para
examinar lo que pasa entre los Hombres.
—Amiga
mía —le dije a la Obrera—, tenga la bondad de decir a la vieja reina Titimalia
que un extranjero distinguido, un Gorrión de París, desearía serle presentado.
Titimalia
debía de conocer bien los secretos de su propio gobierno, y como yo había
notado el placer que sentía en charlar, no podía dirigirme a nadie que me diera
mejores informes: con ella el silencio tenía que ser tan instructivo como la
palabra. Varias Abejas vinieron a examinarme para saber si llevaba encima algún
olor peligroso. La reina era de tal manera idolatrada por sus súbditos que
temblaban sólo con pensar que se pudiera morir. Algunos instantes después, la
vieja reina Titimalia vino a posarse sobre una flor de melocotonero, donde yo
ocupaba una rama inferior y donde, por costumbre, ella tomó alguna cosa.
—Gran
reina —le dije—, Su Majestad tiene ante sí a un filósofo de la especie de los
Gorriones, que viaja para comparar los diversos gobiernos de los animales, a
fin de encontrar el mejor. Soy francés y trovador, pues el Gorrión francés
piensa cantando. Sin duda. Su Majestad conocerá los inconvenientes de este
sistema.
—Sabio
Gorrión, yo me aburriría mucho si no tuviera que poner huevos dos veces al año;
pero frecuentemente he deseado no ser más que una Obrera, y comer la sopa de
berza de las rosas, y revolotear de flor en flor. Si me quiere hacer un favor,
no me llame ni majestad ni reina, dígame sencillamente princesa.
—Princesa
—repliqué—, me parece que la maquinaria a la que usted da el nombre de pueblo
de las Abejas excluye toda libertad; sus Obreras hacen siempre absolutamente lo
mismo y, según veo, usted vive siguiendo las costumbre egipcias.
—Eso
es verdad, pero el Orden es una de las cosas más hermosas. ORDEN PÚBLICO:
esa es nuestra divisa, y la practicamos; por el contrario, si a los Hombres se
les ocurre imitarnos, se contentan con grabar en relieve estas palabras en los
botones de sus guardias nacionales, y las toman entonces como pretexto para los
mayores desórdenes. La monarquía es el orden, y el orden es absoluto.
—El
orden para su provecho, princesa. Me parece que las Abejas le pasarán un bonito
presupuesto de papilla refinada, y no se ocupan más que de usted.
—¿Y
qué quiere? El estado soy yo. Sin mí todo perecería. Donde todos discuten el
orden, cada cual hace el orden a su imagen y semejanza, y como hay tantos
órdenes como opiniones, de ahí se sigue un constante desorden. Aquí se vive
feliz porque el orden es el mismo. Vale más que esas inteligentes Bestiecillas
tengan una reina, que tener quinientas como entre las Hormigas, por ejemplo. El
mundo de las Abejas ha experimentado tantas veces el riesgo de las discusiones,
que ya no repite más la experiencia. Un día hubo una revuelta. Las Obreras
dejaron de recoger el propóleos, la miel, la cera. Al grito de algunas
innovadoras penetraron en los almacenes; cada una de ellas llegó a ser libre y
quiso actuar a su manera. Yo salí, seguida de algunas leales de mi guardia, de
mis comadronas y de mi corte, y me fui a aquella colmena. Pues bien, la colmena
amotinada se quedó sin edificios ni reservas. Cada una de las ciudadanas se
comía su miel, y la nación dejó de existir. Algunos fugitivos vinieron a
nosotros ateridos de frío, y reconocieron sus errores.
—Es
una desgracia —le dije— que el bien no se pueda obtener más que por medio de
una división cruel en castas; mi sentido común de Gorrión se rebela contra la
idea de la desigualdad de condiciones.
—Adiós
—me dijo la reina—. ¡Que Dios lo ilumine! De Dios procede el instinto;
obedezcamos a Dios. Si se pudiera proclamar la igualdad ¿no le parece que
habría que hacerlo entre las Abejas, ya que todas tienen la misma forma y el
mismo tamaño, y sus estómagos tienen la misma capacidad, y sus afectos están
regulados por las leyes matemáticas más rigurosas? Pero ya ve: estas
proporciones, estas ocupaciones sólo se pueden mantener bajo el gobierno de una
reina.
—¿Y
para quién hacen ustedes la miel? ¿Para el Hombre? —le dije—. ¡Oh, la libertad!
¡No trabajar más que para sí mismo, moverse dentro del propio instinto,
entregarse todos, pues «todos» también somos nosotros!
—Es
verdad que yo no soy libre —dijo la reina— y que estoy más encadenada que mi
pueblo. Salga de mis Estados, filósofo parisiense; sería usted capaz de seducir
a algunas cabezas débiles.
—¡A
algunas cabezas fuertes! —repliqué yo.
Pero
ella se fue volando. Yo me rasqué la cabeza cuando la reina se marchó, y me
quité de encima una Pulga de una especie particular.
—Oh
filósofo de París, yo soy una pobre Pulga venida de muy lejos sobre el lomo de
un Lobo —me dijo—. Acabo de oírte y te admiro. Si quieres instruirte, dirígete
a Alemania, atraviesa Polonia y, en dirección a Ucrania, te convencerás por ti
mismo de la grandeza y de la independencia de los Lobos, cuyos principios son
los que tú acabas de proclamar ante esta vieja reina chocha. El Lobo, señor
Gorrión, es el animal más injustamente juzgado que existe. Los naturalistas
ignoran sus bellas costumbres republicanas, porque devora a los naturalistas
demasiado atrevidos que penetran en el interior de una Sección; pero un Lobo no
podrá nunca comerse a un Pájaro. Tú puedes, sin ningún temor, posarte sobre la
cabeza del Lobo más feroz, de un Graco, de un Mario, de un Régulo lupino, y
podrás contemplar las más bellas virtudes animales practicadas en las estepas,
donde están establecidas las repúblicas de los Lobos y de los Caballos. Los
Caballos salvajes, también llamados Tarpanes, son como Atenas, pero los Lobos
como Esparta.
—Gracias.
Pulgón. ¿Qué vas a hacer?
—Saltar
a ese Perro de caza sentado al sol, de donde he salido.
Así
pues, volé hacia Alemania y Polonia, de las que tanto había oído hablar en la
buhardilla de mi filósofo de la calle Rívoli.
GEORGE SAND
AA. VV.
Vida privada y
pública de los animales
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