31 octubre 2024

31 de octubre

 ESCENA TERCERA

Tres días después (31 de octubre de 1910). La sala de espera del edificio de la estación de Astápovo. A la derecha, una gran puerta acristalada lleva al andén. A la izquierda, una más pequeña da al cuarto del jefe de la estación, Iván Ivanovich Osoling. En los bancos de madera de la sala, y en torno a una mesa, están sentados unos cuantos pasajeros que esperan el expreso de Danlov. Campesinas que duermen, envueltas en sus pañuelos. Pequeños comerciantes, con abrigos de piel de oveja. Además de algunos empleados de la gran ciudad. Al parecer, funcionarios o comerciantes.
VIAJERO 1° (leyendo el periódico, dice de pronto en voz alta): ¡Lo ha hecho admirablemente! ¡Una excelente obra del viejo! Nadie lo habría esperado.
VIAJERO 2°: ¿Qué es lo que pasa?
VIAJERO 1°: Que se ha fugado Lev Tolstói. De su casa. Nadie sabe adónde. Se escapó por la noche. Se puso las botas y el abrigo de piel y así, sin equipaje y sin despedirse, se marchó de allí, acompañado únicamente por su médico, Duschan Petrovich.
VIAJERO 2°: Y a la vieja la ha dejado en casa. No resultará divertido para Sofia Andréievna. Él debe de tener ochenta y tres años. ¿Quién lo habría esperado de él? ¿Y dónde dices que se ha marchado?
VIAJERO 1°: Eso quisieran saber en su casa. Y los de los periódicos. Están enviando telegramas al mundo entero. Uno dice haberle visto en la frontera búlgara. Y otros hablan de Siberia. Pero nadie sabe nada a ciencia cierta. ¡Lo ha hecho bien, el viejo!
VIAJERO 3° (un joven estudiante): ¿Qué decís? ¿Que Lev Tolstói se ha marchado de su casa? Por favor, dame el periódico. Déjame que lo lea yo mismo. (Echa un vistazo.) Ah, qué bien. ¡Qué bien que por fin haya sacado fuerzas de flaqueza!
VIAJERO 1°: ¿Por qué está bien?
VIAJERO 3°: Porque su modo de vida era una afrenta contra su palabra. Ya le han obligado durante bastante tiempo a hacer de conde, ahogando su voz con lisonjas. Ahora por fin Lev Tolstói puede hablar libremente a los hombres desde su alma. Quiera Dios que por él el mundo se entere de lo que está pasando con el pueblo aquí en Rusia. Sí, es bueno. Que ese hombre santo se haya salvado al fin supone una bendición y la regeneración para Rusia.
VIAJERO 2°: Tal vez no sea todo cierto, lo que dicen aquí. Tal vez… (Se vuelve, para comprobar si alguien le escucha. Y susurra:) Tal vez lo hayan puesto en los periódicos para confundir y en realidad le han hecho desaparecer…
VIAJERO 1°: ¿Quién podría estar interesado en quitar de en medio a Lev Tolstói…?
VIAJERO 2°: Ellos… Todos aquellos a los que él obstaculiza el camino… Todos ellos. El sínodo. Y la policía. Y el ejército. Todos los que le tienen miedo. Así han desaparecido ya algunos… En el extranjero, según se ha dicho. Pero nosotros sabemos lo que quieren decir con el extranjero…
VIAJERO 1° (también en voz baja): Podría ser…
VIAJERO 3°: No, a eso no se atreven. Ese hombre solo, simplemente con su palabra, es más fuerte que todos ellos. No, a eso no se atreven, porque saben que le sacaríamos con nuestros puños.
VIAJERO 1° (bruscamente): Cuidado… Atención… Viene Cyrill Gregorovich… Rápido, esconde el periódico…
El jefe de policía, Cyrill Gregorovich, ha aparecido con su uniforme tras la puerta de cristal del andén. En seguida se dirige al cuarto del jefe de estación y llama a la puerta.
IVÁN IVANOVICH OSOLING (el jefe de estación, que sale de su cuarto, con la gorra de servicio puesta): Ah, es usted, Cyrill Gregorovich…
EL JEFE DE POLICÍA: Tengo que hablar ahora mismo con usted. ¿Está su esposa ahí dentro?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Sí.
EL JEFE DE POLICÍA: Entonces mejor aquí. (Dirigiéndose a los viajeros, en tono rudo e imperioso.) El expreso de Danlov llegará enseguida. Por favor, despejen de inmediato la sala de espera y diríjanse al andén. (Todos se ponen en pie y empujándose se precipitan hacia la salida. El jefe de policía al jefe de estación:) Acaban de llegar unos importantes telegramas cifrados. Aseguran que en su huida Lev Tolstói se presentó antes de ayer en el monasterio de Schamardino para ver a su hermana. Ciertos indicios llevan a sospechar que tiene intención de continuar viaje desde allí. Desde entonces todos los trenes de Schamardino, sea cual sea su dirección, son escoltados por agentes de la policía.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Pero aclárame una cosa, padrecito Cyrill Gregorovich. En realidad, ¿por qué? Si no es ningún agitador. Lev Tolstói es nuestra gloria. Ese gran hombre es un verdadero tesoro para nuestro país.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero alborota más y supone un peligro mayor que todos los revolucionarios juntos. Además, a mí qué me importa. Yo sólo he recibido la orden de vigilar cada tren. Aunque en Moscú quieren que nuestra vigilancia sea por completo imperceptible. Por eso le ruego, Iván Ivanovich, que se dirija usted al andén en mi lugar, pues con el uniforme cualquiera podría reconocerme. En cuanto llegue el tren, se bajará un miembro de la policía secreta que le informará de lo que haya observado durante el trayecto. Yo a mi vez transmitiré el comunicado de inmediato.
Suena la campana que anuncia la llegada de un tren.
EL JEFE DE POLICÍA: Salude usted al agente sin llamar la atención, como si fuera un conocido, ¿de acuerdo? Los pasajeros no deben darse cuenta del control. Para nosotros, si lo ejecutamos todo hábilmente, puede ser de utilidad, pues cada informe va a parar a San Petersburgo, a las más altas instancias. Tal vez alguno de nosotros pesque alguna vez la Cruz de San Jorge.
El tren avanza con gran estruendo. El jefe de estación sale enseguida por la puerta de cristal. Tras unos minutos, los primeros pasajeros, campesinos y campesinas, con pesados cestos, cruzan la puerta de cristal. Algunos se sientan en la sala de espera, para descansar o preparar un té.
EL JEFE DE ESTACIÓN (de pronto, a través de la puerta, grita excitado a los que se han sentado allí): ¡Abandonen la sala de inmediato! ¡Todos! Enseguida…
LA GENTE (asombrada y refunfuñando): Pero, ¿por qué…? Si hemos pagado… ¿Por qué no podemos sentarnos aquí, en la sala de espera? Si sólo estamos esperando el tren de pasajeros.
EL JEFE DE ESTACIÓN (chillando): Enseguida. ¡He dicho que todos fuera de inmediato! (Con precipitación, los empuja hacia fuera. Vuelve corriendo a la puerta, que abre del todo.) Aquí, por favor. Lleven al señor conde ahí dentro.
Tolstói, al que Duschan sujeta por la derecha y Sascha por la izquierda, entra con esfuerzo. Se ha levantado el cuello del abrigo de piel y lleva un chal en torno. Pero se nota que su cuerpo, aun estando totalmente cubierto, tiembla y tirita de frío. Tras él entran cinco o seis personas.
EL JEFE DE ESTACIÓN (a los que entran): ¡Quédense fuera!
VOCES: Pero déjenos pasar… Sólo queremos ayudar a Lev Nikoláievich… Tal vez un poco de coñac o de té…
EL JEFE DE ESTACIÓN (muy excitado): ¡Nadie puede entrar aquí! (Con violencia los empuja hacia afuera y con pestillo cierra la puerta de cristal que da al andén. Pero en todo momento siguen viéndose rostros curiosos que pasan por detrás de la puerta y que espían el interior. El jefe de estación rápidamente ha agarrado un sillón y lo ha acercado a la mesa.) ¿No quiere Su Excelencia descansar un poco y sentarse?
TOLSTÓI: No, Excelencia no… Por Dios, ya no más. Es el final. (Agitado, mira a su alrededor y percibe a la gente que se encuentra tras la puerta de cristal.) Fuera… Que se vaya esa gente. Quiero estar solo… Siempre hay gente… Por una vez quiero estar solo.
Sascha corre hacia la puerta de cristal y a toda prisa la cubre con su abrigo.
DUSCHAN (hablando entre tanto en voz baja con el jefe de estación): Tenemos que acostarle de inmediato. En el tren le dio de repente un ataque de fiebre, más de cuarenta grados. Creo que no está bien. ¿Hay alguna casa de huéspedes por aquí cerca que tenga un par de habitaciones decentes?
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¡No, ninguna! En todo Astápovo no hay una sola casa de huéspedes.
DUSCHAN: Pero debe acostarse enseguida. Ya ve usted la fiebre que tiene. Puede ser peligroso.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Por supuesto que para mí sería un verdadero honor ofrecer a Lev Tolstói la habitación que tengo aquí al lado… Pero, discúlpeme… Es tan pobre… Tan sencilla. Un cuarto de servicio, en la planta baja, estrecho… ¿Cómo podría yo atreverme a dar cobijo en él a Lev Tolstói?
DUSCHAN: Eso no importa. Ahora tenemos que acostarle, como sea. (A Tolstói, que temblando de frío está sentado junto a la mesa, le sacuden repentinos escalofríos:) El señor jefe de estación es tan amable que nos ofrece una habitación. Tiene usted que descansar ahora mismo. Mañana estará otra vez como nuevo y podremos continuar viaje.
TOLSTÓI: ¿Continuar viaje? No, no. Creo que no seguiré. Éste ha sido mi último viaje. He llegado a la meta.
DUSCHAN (dándole ánimos): No se preocupe por ese poco de fiebre. No significa nada. Se ha enfriado usted un poco. Mañana se sentirá del todo bien.
TOLSTÓI: Ahora me siento muy bien… Muy, muy bien. Sólo que esta noche, fue horrible. Se me ocurrió que alguien de casa podría perseguirme, que me cogerían y que me llevarían de vuelta a aquel infierno… En ese momento me levanté y os desperté. Tan fuerte era el desgarro. Durante todo el camino ese miedo no me abandonó, ni la fiebre, que hizo que los dientes me castañetearan… Pero, ahora, desde que estoy aquí… Aunque, en realidad, ¿dónde estoy? Jamás he visto este lugar. Ahora todo es diferente… Ahora ya no tengo ningún miedo. Ya no vendrán a buscarme.
DUSCHAN: Seguro que no. Seguro. Puede usted acostarse tranquilo. Aquí no le encontrará nadie.
Entre los dos ayudan a Tolstói a levantarse.
EL JEFE DE ESTACIÓN (saliéndoles al paso): Les ruego que me disculpen… Sólo puedo ofrecerle una habitación muy sencilla… Mi propio cuarto. Y la cama tal vez tampoco sea buena… Sólo es una cama de hierro. Pero lo dispondré todo para que, enseguida con un telegrama, envíen otra con el próximo tren…
TOLSTÓI: No, no. No quiero otra… Durante demasiado tiempo las he tenido mejores que las de los demás. Cuanto peor sea ahora, tanto mejor para mí. ¿Cómo mueren los campesinos? Y, sin embargo, también tienen una buena muerte…
SASCHA (ayudándole): Ven, padre. Ven. Estarás cansado.
TOLSTÓI (deteniéndose de nuevo): No sé… Estoy cansado, tienes razón. Todos mis miembros tiran de mí hacia abajo. Estoy muy cansado, pero aún espero algo más… Es como cuando uno está cansado y sin embargo no puede dormirse, porque piensa en algo bueno que le espera y no quiere perder esa idea al dormirse… Es extraño, nunca hasta ahora me había sentido así… Tal vez sea algo propio de la muerte… Durante años y años, lo sabéis, siempre tuve miedo a morir. Un miedo tal que no podía acostarme en mi cama, y me habría puesto a chillar como un animal y me habría escondido. Y ahora, tal vez esté allí dentro, en el cuarto. La muerte. Esperándome. Y, sin embargo, voy a su encuentro sin ningún miedo.
Sascha y Duschan le han llevado hasta la puerta.
TOLSTÓI (parándose junto a la puerta y mirando hacia adentro): Se está bien aquí, muy bien. Es pequeño, estrecho, de techo bajo, pobre… Me parece como si ya alguna vez hubiera soñado con esto, con una cama como ésa, ajena. En alguna parte, en una casa ajena, en una cama yace un… Un hombre viejo, cansado… Espera, ¿cómo se llama? Lo escribí hace un par de años… ¿Cómo se llama el viejo? El que, habiendo sido rico, vuelve muy pobre, sin que nadie le reconozca, y se arrastra hasta la cama, junto a la estufa… ¡Ah, mi cabeza! ¡Mi estúpida cabeza! ¿Cómo se llamaba el viejo? Él, que había sido rico y que ahora no tiene más que la camisa que lleva… Y la mujer, que le pone enfermo, no está con él cuando muere… Sí, sí, ya lo sé, lo sé. En mi relato al viejo le puse el nombre de Kornei Vasiliev. Y la noche en la que muere, Dios despierta el corazón de su mujer. Y ella viene, Marfa, para verle una vez más… Pero llega demasiado tarde. Él yace completamente rígido y con los ojos cerrados sobre una cama ajena. Y ella no sabe si aún le guardaba rencor o si ya la había perdonado. Aún no lo sabe, Sofia Andréievna… (Como despertando:) No, se llama Marfa… Ya me estoy confundiendo… Sí, quiero acostarme. (Sascha y el jefe de estación le han seguido guiando. Tolstói al jefe de estación:) Te agradezco que, aunque no me conoces, me des cobijo en tu casa, que me des lo que el animal tiene en el bosque… Y para lo que Dios me ha enviado a mí, Kornei Vasiliev… (De pronto, muy asustado.) Pero, cerrad las puertas, no dejéis que entre nadie, no quiero ver a nadie más… Quiero estar solo con Él, más intensamente, mejor que nunca en la vida… (Sascha y Duschan le conducen hasta el dormitorio. El jefe de estación cierra cuidadosamente la puerta tras de sí y se queda de pie, embargado por la emoción.)
Afuera se oye que alguien llama dando fuertes golpes en la puerta de cristal. El jefe de estación abre la puerta. Y el jefe de policía entra precipitadamente.
EL JEFE DE POLICÍA: ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo que comunicarlo todo, de inmediato! Al final, ¿quiere quedarse aquí? ¿Cuánto tiempo?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Eso no lo sabe ni él, ni nadie. Eso sólo Dios lo sabe.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero, ¿cómo puede usted prestarle alojamiento en un edificio público? Si es su vivienda oficial. ¡No puede usted cedérsela a un extraño!
EL JEFE DE ESTACIÓN: Lev Tolstói no es ningún extraño a mi corazón. Ninguno de mis hermanos me es más próximo.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero su deber era informarse antes.
EL JEFE DE ESTACIÓN: He consultado con mi conciencia.
EL JEFE DE POLICÍA: Bueno, esto corre de su cuenta. Tengo que enviar de inmediato un comunicado… ¡Es terrible, la responsabilidad que de pronto recae sobre uno! Si al menos supiera cómo se considera a Lev Tolstói en las altas instancias…
EL JEFE DE ESTACIÓN: Yo creo que en las altas instancias siempre han tenido buena opinión de Lev Tolstói… (El jefe de policía le mira perplejo.)
Duschan y Sascha salen del cuarto, cerrando la puerta con cuidado.
El jefe de policía se aleja a toda prisa.
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¿Cómo dejan solo al señor conde?
DUSCHAN: Está muy tranquilo… Jamás había visto su rostro tan sereno. Aquí al fin puede encontrar lo que los hombres no le han concedido. Paz. Por primera vez está a solas con su Dios.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Discúlpeme, soy un hombre simple, pero me tiembla el corazón. No puedo entenderlo. ¿Cómo pudo Dios depararle tanto sufrimiento, hasta el punto de que Lev Tolstói tuviera que huir de su casa y que ahora tenga que morir en mi pobre e indigno lecho? ¿Cómo pueden los seres humanos, cómo pueden los rusos molestar a un alma tan santa? ¿Cómo, en lugar de amarle con respeto, son capaces de…?
DUSCHAN: Precisamente aquellos que aman a un gran hombre, suelen interponerse entre ese hombre y su misión. Y de aquellos que están más próximos a él, es de quienes más lejos tiene que huir. Está bien que haya sucedido tal y como ha ocurrido. Sólo esta muerte consuma y justifica su vida.
EL JEFE DE ESTACIÓN: De todos modos… Mi corazón no puede y no quiere entender que ese hombre, ese tesoro de nuestro suelo ruso, haya tenido que sufrir por nosotros, los hombres, y que uno mismo haya vivido entre tanto despreocupado… Debería uno avergonzarse hasta de respirar…
DUSCHAN: No se lamente usted por él, querido buen hombre. Un destino deslustrado y vulgar no habría estado a la altura de su grandeza. Si no hubiera sufrido por nosotros, Lev Tolstói nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad.

Stefan Zweig
Momentos estelares de la humanidad
Catorce miniaturas históricas

Éste es probablemente el libro más famoso de Stefan Zweig. En él lleva a su cima el arte de la miniatura histórica y literaria. Muy variados son los acontecimientos que reúne bajo el título de Momentos estelares: el ocaso del imperio de Oriente, en el que la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453 adquiere su signo más visible; el nacimiento de El Mesías de Händel en 1741; la derrota de Napoleón en 1815; el indulto de Dostoievski momentos antes de su ejecución en 1849; el viaje de Lenin hacia Rusia en 1917… «Cada uno de estos momentos estelares —escribe Stefan Zweig con acierto— marca un rumbo durante décadas y siglos», de manera que podemos ver en ellos unos puntos clave de inflexión de la historia, que leemos en estas catorce miniaturas históricas con la fascinación que siempre nos produce Zweig.

Rosas

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30 octubre 2024

30 de octubre

 EN EL PUENTE DE CARLOS

Praga - Por el Puente de Carlos, delante de la estatua de San Juan Nepomuceno —arrojado por el rey Venceslao IV al Moldava porque su lengua, que se ha mantenido milagrosamente fresca y roja durante siglos, se negaba a revelarle los pecados murmurados por la reina en el confesonario— avanzan dos carros de madera de los que tiran robustos caballos dejando expansivas huellas a su paso. Ya no se ven carros así desde hace tiempo y los carreteros van vestidos de manera algo inusual, pero en este puente esas chaquetas harapientas y esos sombreruchos no parecen lo raros que serían en otro lugar, y si no fuera por los gestos de uno que, a poca distancia —algo ridículo, como quienquiera que pretenda poner en orden algo—, manda parar, volver a empezar y repetir intimando a otro que vaya un metro adelante o atrás, no nos daríamos cuenta de que están rodando una escena de la película Kafka, de Steven Soderbergh. Esa escena, por lo demás, es marginal, no atañe a los protagonistas ni a los momentos centrales de la trama.
La escena se repite, como es habitual, más de una vez; tan solo el caballo se niega a prodigar más boñigas. Sobre el Moldava que discurre lentamente, la cámara, que narrará una historia donde se recreará la ilusión del fluir de la vida indivisa como el discurrir de un río, aísla los fragmentos y detalles de la vida misma, los toma saqueando la realidad para recomponerlos después como en un mecano. El arte del cine, que desmonta y recompone las piezas de lo real, armoniza con Praga, ciudad que Ripellino comparaba con una tienda lunática en la que el tiempo, formidable chamarilero, ha hacinado los retazos y derrelictos de la historia. En Praga, a pesar del encantador paisaje total que lo envuelve todo, la mirada es capturada continuamente por los detalles con una seducción imperiosa, sobre todo por los tejados y las buhardillas, por las tejas que se transforman en ornamentos fantásticos; se podría vagabundear durante horas por la ciudad mirando solo hacia lo alto, hechizados por un sinfín de cosas inolvidables.

Rosas

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29 octubre 2024

29 de octubre

 CAPÍTULO XIV

Durante la noche del 29 de octubre.
AUNQUE nos encontramos en una situación sumamente desesperada, todos han experimentado el horror de la tragedia que acaba de desarrollarse.
Ruby no existe ya; pero sus últimas palabras van a tener consecuencias muy funestas. Los marineros, que le han oído gritar, «¡El picrato, el picrato!», han comprendido que el buque puede saltar hecho pedazos de un momento a otro, y que no es sólo un incendio, sino una explosión lo que les amenaza.
Algunos, no pudiendo ya contenerse, quieren huir a todo trance y en seguida, y gritan:
—¡La canoa, la canoa!
Sin duda no ven o no quieren ver los insensatos que el mar está alborotado y que no hay lancha que pueda arrostrar el empuje de las olas embravecidas que se elevan a una altura prodigiosa. Nada puede contenerlos y ya no oyen la voz del capitán, quien se arroja en medio de ellos inútilmente. El marinero Owen excita a sus compañeros; se largan las trapas de la lancha y la embarcación es empujada al exterior.
Balancéase un instante en el espacio y, obedeciendo al movimiento del buque, va a chocar contra la vagara. Los marineros hacen otro esfuerzo y consiguen desprenderla, y, cuando ya está a punto de llegar al mar, una ola monstruosa la toma por debajo, la aparta momentáneamente y con fuerza irresistible la estrella contra el costado del buque.
Habiendo sido destruidas la chalupa y la canoa, sólo nos quedó ya una frágil y estrecha ballenera.
Los marineros, presa de estupor, permanecen inmóviles. No se oye más que los silbidos del viento entre las cuerdas y los ronquidos del incendio. El horno se abre profundamente en el centro del buque y por las escotillas brotan torrentes de vapor fuliginoso que ascienden al cielo. Desde el castillo de proa a la toldilla ya no se ve, y el Chancellor queda dividido en dos partes por una barrera de llamas.
Los pasajeros y dos o tres hombres de la tripulación van a refugiarse detrás de la toldilla. La señora Kear permanece tendida sin conocimiento sobre una de las jaulas de las gallinas, y la señorita Herbey se encuentra a su lado auxiliándola. El señor Letourneur se ha apoderado de su hijo y lo estrecha sobre su corazón; y yo soy víctima de una agitación nerviosa que me es imposible dominar.
Mientras tanto, el ingeniero Falsten consulta con tranquilidad su reloj y anota la hora en su libro de memorias.

Tarros

tarros de botica imaginaria

28 octubre 2024

28 de octubre

 La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre. De momento se había detenido a tres jefes militares, dos coroneles y un teniente coronel, y se conocía el plan general del golpe. A juzgar por el plan, los dos coroneles y el teniente coronel debían ser los encargados de llevar los bocadillos a los golpistas, pero el gobierno se mantenía en la prudente reserva que le había caracterizado desde el día en que nació y que, sin duda, podía acompañarle hasta el día en que muriera víctima de un golpe de Estado. El milagro de haber sobrevivido a la explosión de la primera materia existente en el universo se relativizaba en el Chad por la carencia de agua y en España por la generación espontánea de salvadores de la patria. En caso de golpe de Estado, Carvalho consideraba que su negocio iría mejor. La democracia liberaliza a las gentes y cada vez eran menos los maridos que buscaban o seguían a sus mujeres y los padres que le ponían tras la pista de adolescentes fugitivos de las oligarquías familiares. Sin duda las dictaduras dan una mayor clientela a los confesionarios, a los detectives privados y a los abogados laboralistas. Las contraindicaciones estéticas y éticas no iban con él. Ni siquiera le alcanzarían las salpicaduras de sangre ni los gemidos provocados por la represión. Estaba al margen del juego, como un tendero, exactamente igual que un tendero. Anduvo hasta el portal de la casa donde tenía el despacho, levantó la cabeza para ver a través de las ventanas la luz encendida por Biscuter y dio media vuelta. Mañana sería otro día. Pero fue media vuelta tardía o insuficiente porque allí, cortándole el paso, estaba Marta Miguel, con una expresión de sorpresa desigualmente repartida por el rostro. La boca decía oh, pero los ojos estudiaban a Carvalho como si hiciera ya tiempo que le estuvieran observando.

—¡Caramba! ¡Ya es casualidad!
Carvalho asintió y quedó a la expectativa de lo que decidiera la mujer. Ni se justificó ni se despidió.
—¿Sigue husmeando lo de Celia?
—No.
—Bien. Así me gusta, hombre. Parece que ha entrado en razón. ¿Sabe que la policía ha vuelto a llamarme? Claro, no puede saberlo. Era para preguntarme sobre posibles amistades de Celia. Parece que sospechan de un medio ligue que tuvo hace unos meses. ¿Qué iba a decirles yo? Yo apenas la conocía.
Carvalho asumió con un gesto lo poco que conocía Marta a Celia.
—Pero ya se sabe cómo es esa gente. Tienen ideas fijas.
—Si tuvieran ideas sueltas se dedicarían a otra cosa.
—¿Ya se le ha quitado la perra?
—Soy un profesional. Y sólo acepto casos por encargo.
—Le invito a un café.
Era una propuesta pistoletazo para la que la mujer había reunido oscuras fuerzas internas.
—¿Un café a estas horas? Podemos tomar un gimlet o un mojito en el Boadas. Basta subir Rambla arriba. Como es un capricho mío, invito yo. —Ni hablar. Yo invito a lo que sea.

Manuel Vázquez Montalbán
Los pájaros de Bangkok
Saga Pepe Carvalho, 6

Tres historias, dos de ellas situadas en Barcelona y la tercera en Tailandia, llenan las páginas de la novela y las horas de un Carvalho que según palabras del autor «emprende un exótico viaje en un tiempo en que la aventura es casi imposible».
Tras resolver un desfalco en una pequeña empresa textil, Carvalho, sin ningún asunto a la vista, decide investigar por su cuenta la muerte de una bella mujer. El «asesinato de la botella de champán», como titulan los medios este misterio, le lleva a interrogar a los conocidos de la víctima, cuya imagen le obsesiona distrayéndole de una realidad que considera insuficiente y tediosa.
Intuyendo quién es el asesino pero sin conseguir que le contrate nadie del entorno de la víctima, decide dejar de lado este asunto cuando el hijo de una vieja amiga, Teresa Marsé, le comunica que ésta ha desaparecido durante un viaje a Tailandia.
Reacio a las peticiones de la familia finalmente decide aceptar su encargo y viaja a Tailandia. El detective desciende hasta los escenarios más sórdidos de Bangkok tras los pasos de Teresa y su amante Archit, perseguido como sospechoso del asesinato de un importante líder mafioso.
Sin embargo la resolución del caso llegará con su retorno a Barcelona.

Tarros

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27 octubre 2024

27 de octubre

 El retorno a la tierra natal

El Capitán Agustín Prío terminaba de ajustarse la corbata de mariposa de los días festivos, que le daba un aire de referee de boxeo, cuando el treno de las sirenas que crecía hasta llenar el aposento puso una llamarada turbia en el espejo. Se asomó al balcón y un repentino soplo de aire tibio pareció empujarlo de nuevo hacia dentro. Al otro lado de la plaza, parvadas de campesinos desprevenidos huían de la embestida de las motocicletas Harley-Davidson que atronaban bajo el fuego del sol abriendo paso a la caravana que ya se detenía frente a la catedral, mientras los manifestantes seguían bajando de las jaulas de transportar algodón y de los volquetes anaranjados del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, recibían de manos de los caporales los cartelones que chorreaban anilina, los enarbolaban o se cubrían con ellos la cabeza, detrás de sus pasos las mujeres, los críos prendidos de sus pechos magros y de la mano los grandecitos, e iban a perderse entre los demás comarcanos igualmente desorientados y la gente llegada a pie de los barrios con sus gorras rojas, y marchantas nalgonas, fresqueras ensombreradas, barrenderos municipales de zapatones, maestras de escuela bajo sus sombrillas, reclutas rapados, empleados públicos de corbatas lánguidas.
Y ahora, portazos en sucesión, carreras de los guardaespaldas vestidos de casimir negro cocinándose en la resolana, la corona de subametralladoras Thompson ya en torno a la limosina blindada, también de color negro funeral, y bajaba Somoza, traje de palm-beach blanco, el pitillo de plata prendido entre sus dientes, alzaba el sombrero panamá para saludar a los manifestantes que desperdigaban de lejos sus aplausos, un primer chillido alcanzaba su oído, ¡que viva el perromacho, jodido!, y se elevaba la respuesta en una ola cavernosa que el Capitán Prío oía estallar desde el balcón, tras Somoza la Primera Dama, vestido de seda verde botella bordado en verde más profundo, casquete verde tierno sobre su peinado de bucles, el velillo pendiente del casquete sobre el rostro maquillado, subían a prisa las gradas del atrio entre la valla de soldados y guardaespaldas, el obispo de León esperándolos en la puerta mayor de la catedral. Y lo último que el Capitán Prío vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba por el pasillo central de la nave desierta vigilada en cada palmo por los soldados.
La corona de lirios de papel crepé y rosas de trapo aguardaba asentada en su trípode al pie de la estatua de San Pablo, frente a la tumba custodiada por un león de cemento que lloraba, la melena abatida sobre el escudo también de cemento. La Primera Dama, atormentada por el corsé que reprimía sus carnes, se acercó al oído de su consorte que por respeto al lugar había entregado el pitillo de plata a su edecán, el coronel (GN) Abelardo Lira, el Lucky Strike aún a medio consumir. A Somoza, ralo de cabello, doble la papada, numerosas las pecas color de tabaco en la nariz y las mejillas, también lo atormentaba un corsé que reprimía sus carnes, el corsé de peso liviano tejido en hilo de acero que le había enviado Edgar J. Hoover, con su tarjeta personal, por mano de Sartorius Van Wynckle.
No se alcanzaba a oírla. Pero presumo, Capitán, que no estaría recordándole al marido que quien reposa bajo el peso del león doliente fue despojado de su cerebro la misma noche de su muerte, un enojoso asunto de familia. Por el contrario, es mucho más probable que su pensamiento volara hacia los versos que le escribiera un día en su abanico de niña:
La perla nueva, la frase escrita,
Por la celeste luz infinita,
Darán un día su resplandor;
¡ay, Salvadora, Salvadorita,
no mates nunca tu ruiseñor!
El ruiseñor, bien cebado, asintió y sonrió. El orfebre Segismundo, uno de los contertulios de la mesa maldita, que se reúnen por vieja tradición al otro lado, en la Casa Prío —desde uno de cuyos balcones el Capitán Prío se asomaba a la plaza— aunque ya lo supiera preguntaría, confianzudo, si le estuviera permitido: ¿cuándo fue eso, Salvadorita?
Ese entremetimiento es imposible. Por tanto, dejo que el rostro de la Primera Dama, maquillado sin piedad y avejentado con menos piedad, se mire por su cuenta en el veloz espejo de las aguas del tiempo; que el caer invisible de una piedra agite en ondas la transparente superficie para que ella recobre en el fondo la imagen en temblor de la niña de diez años, vestida de organdí igual que su hermana Margarita, sus sombreros de paja italiana con dos cintas bajando a sus espaldas; que se vea sentada en la barca mecida por el oleaje, donde una parte de ustedes debe apresurarse en buscar lugar.
Es la mañana del 27 de octubre de 1907 y de lejos se avizora ya el Pacific Mail, a cuya cubierta otros de ustedes harían bien en subir, pues allí llega aquel que yace bajo el león de cemento, en su retorno a la tierra natal:
El steamer pone proa hacia la bahía de Corinto cuando el cielo del amanecer finge ante los ojos del pasajero una floresta incendiada. Asido al raíl de la cubierta, se había apostado desde antes del alba en el costado de estribor, ansioso por descubrir los relieves de la costa que empezaron a iluminarse con tonalidades grises; y al palidecer las constelaciones, descubrió en la lontananza los volcanes de la cordillera de los Maribios que divisara por vez primera desde el mar al alejarse rumbo a Chile en otro amanecer ya lejano.

Sergio Ramírez
Margarita, está linda la mar

1907. León, Nicaragua. Durante un homenaje que le rinde su ciudad natal, Rubén Darío escribe en el abanico de una niña uno de sus más hermosos poemas: «Margarita, está linda la mar…».
1956. En un café de León una tertulia se reúne desde hace años, dedicada, entre otras cosas, a la rigurosa reconstrucción de la leyenda del poeta. Pero también a conspirar. Anastasio Somoza visita la ciudad en compañía de su esposa, doña Salvadorita. Está previsto un banquete de pompa y boato. Habrá un atentado contra la vida del tirano, y aquella niña del abanico, medio siglo más tarde, no será ajena a los hechos.
Sergio Ramírez logra, en Margarita, está linda la mar, que toda la historia de su país quepa en una cumplida metáfora de realidad y leyenda. En un lenguaje cuya brillantez subyuga al lector, con ráfagas de humor e ironía que asombran por su precisión poética, la acción va tramando caminos de medio siglo entre los dos niveles del relato, creando un continuo temporal entre el pasado y el presente que parece pertenecer a los mejores territorios del mito. Y dentro de este ámbito literario, con mucha más realidad que los hechos concretos, el autor nos hace conocer personajes de impecable identidad, originales, tiernos, necesarios, inscritos en la mejor tradición de las grandes personalidades de la literatura latinoamericana.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.

¿Quién ha robado mi agua?

¿Quién ha robado mi agua?

26 octubre 2024

26 de octubre

 26 de octubre

Hoy otro día movido. J. R. lo pasó muy bien con sus visitantes de hoy, sobre todo con la familia Homar. Almorcé en el Caribe [Hilton] porque quería que asistiera Lulú [Benítez], y vino también a conocer a Mrs. de Beers, Margarita Ashford de Lee. Lo pasamos muy bien, aunque eché de menos la economía del Centro [Club] de la Facultad, pero allí no cuento con Lulú por los chismes y cuentos y celos. Lulú me dio una carta de presentación para su cuñado y mañana iré a verlo con Cecilia para interesarlo en el caso de la pobre Sra. de Peñagarícano, que encima de quedarse viuda se ha quedado sin pensión por haber la hija idiota llegado a los 18 años. El almuerzo junto al mar, un verdadero sueño. Allí estaba Marion Wolf jugando a cartas con 3 otras cotorronas «continentales [de los EE.UU.]» ¡Qué vidas tan vacías!

Zenobia Camprubí Aymar
Diario 3. Puerto Rico (1951-1956)

Zenobia Camprubí llevó a cabo un Diario a lo largo de los casi veinte años que duró su vida en el exilio. Redactado parte en inglés y parte en español, lenguas que por sus antecedentes familiares y trayectoria personal dominó con idéntica facilidad, el Diario nos revela el carácter extraordinario de quien fuera la esposa del poeta Juan Ramón Jiménez. Entrelazados con la vida activa de su autora, se recogen en este monólogo sus estados de ánimo, los de su marido, sus frustraciones y ambiciones, sus reflexiones respecto al poeta y a su entorno. El Diario destaca por su valor como obra intimista, lo que pone de manifiesto la competencia literaria de la autora, y su importancia como testimonio histórico y documental. Si un diario conecta las dos partes del ser, la que escribe y la que lee, y ese vínculo se convierte en un modo de observar la propia supervivencia, el Diario de Zenobia Camprubí sería, como se observa en el prólogo del primer volumen, «un instrumento de supervivencia por el que Zenobia trató de reencontrar el perdido sentido de la vida a raíz del trauma de la Guerra Civil española».
El primer volumen abarca el periodo comprendido entre 1937 y 1939, correspondiente a la estancia del matrimonio en Cuba; el segundo cubre los años que van de 1939 a 1950, los vividos en Estados Unidos; el último, hasta ahora inédito, se centra en los años finales de su vida, transcurridos en Puerto Rico.
La edición y preparación de este diario completo ha estado a cargo de Graciela Palau de Nemes.

¿Quién ha robado mi agua?

¿Quién ha robado mi agua?

25 octubre 2024

25 de octubre

 Las cuatro estaciones

Faro de Vigo, 25 de octubre de 1953.
Siempre he hablado de con cuánto atento amor sigo la rueda de las cuatro estaciones, cómo atiendo a su nacimiento, signo, fábula y huida: tal se va, fugaz, la primavera, como «cervo ferido por monteiro maior», tal se va el otoño, como una copa de oro que ruede de las cumbres al valle. Ese polvo insistente de oro, esa cortina dorada que ahora lentamente cierra sobre el rostro del mundo, anida en las copas umbrías de los árboles y se tiende a dormir, como un gran rey derribado, en el flanco poderoso de la montaña. El río, el Avia, maduro como un maduro fruto antiguo, se ha bebido el Viñao y el Arenteiro en esa dorada copa del otoño. Ambos son ríos molineros, de molinos de pan, y sus aguas participan, pues, en la especie sacramental, en la blanquísima harina, como el Avia participa en el vino. Leiro, Beade, Regadas, Abeleda…, toda la mañana está aquí en una redoma de cristal, palpable y audible: vibra, sonora como si el dedo índice de Dios, disparado por la ballesta del pulgar, la golpease.
Al pasar por Regadas, toda la mañana debía ser un ancho prado, como un pañuelo verde puesto a secar al sol, y debían verse y oírse los hilos de agua de los regatos y alcazuelas, y desde el camino, con la mano, poder herborizar nombres latinos: la festuca pratensis de fino talle y la gracia de sus racimillos, o la arrhenatherum elatius, una explosión de hilos y estrellas verdes, dulce el talle cuando se lo masca en el verano, en los henares: treboiña le llaman a la hierba en mi mindoniense país, y me parece que lleva con más gracia el romance que la pulcritud latina de su denominación linneana, tan aparatosa. Abeleda debía estar, como un trobo de viejo castaño, rodeado de la tribu fungadora de las abejas, o como un panal de dorada miel, en el corazón de la mañana, y que pudiese reconocer el pasajero, con el labio en el panal, toda la flora de la montaña, todo lo que tiene color y aroma en el Faro de Avión. Todo lo que tiene nombre debía vivir su nombre. Un amigo me cuenta que en lengua quechua el nombre de una persona o cosa se designa como «aquello que gotea de su alma». Abeleda debía gotear miel en los labios de quien dijese su nombre; unas casas blancas, maíz puesto a secar en una solana, una niña de rubias trenzas en bicicleta. Quedarse a vivir en una de esas casas blancas, tomar el sol con el maíz en la solana, hacerle versos y verla sonreír a la niña de las trenzas y la bicicleta: pero quizás todo esto fuese presurosa y gentil ocupación de primavera que no melancolía del otoño. Aquel príncipe japonés de las historias de Lafcadio Heamrn que estaba encargado, en una montaña sagrada que tenía cerezos y mariposas en la falda, de avisar de la llegada de las aves emigrantes, y entre ellas de los grandes pájaros de las estaciones, avisaba a toda la cortesía nipona, advirtiendo: «Moveos más lentamente que ha llegado el pájaro de las alas secas», y colgaba los grandes tapices que representaban a un samurai en la madura edad, probando su casco de escamas de coral a un niño: es decir, viéndose a sí mismo, tierno paje, y en el casco, con el coral, bordada la melancolía: ¡Dios me libre de tener que probar, a una infantil cabeza, mis melancolías! Que sean otras mis ocupaciones otoñales. Cuáles pueden ser, las pienso en este camino de Leiro a Carballino. Quizá sentarme a oír latir el corazón del vino nuevo en las bodegas —los divinos fermentos creadores, «el semen bullicioso de la naturaleza», grato a Paracelso—, o con el tacón del zapato esbilar un erizo que ha caído del castaño, y recoger las castañas, y comerlas, yendo de vagar por la mañana, que del podre de las hojas secas exhala, aquí en el bosque, tan intenso perfume. Vuela una paloma torcaz. ¿Ha llegado, Señor, la hora del soneto de Ulises?
«Si ángel fueras, necesaria altura
de aire el sueño y de cristal, yo digo
si pudiera volar, volar contigo,
el ala al hombro, mecedora pura».
Demasiado á la page me está saliendo el soneto, y gongorino. Lo de gongorino es necesario, que la mañana es un cristal, y lo propio de la poesía de Góngora es estar construida con tantas palabras como cristales. La mañana está empedrada de cristales verdes, ocres, violetas, dorados. Y el chófer, que va diciendo la toponimia, tan clara y a la vez tan misteriosa, parece que va poniendo las consonantes a un enorme soneto de largos y estremecedores catorce versos que dice, a la luz del día, la voz de Dios. Cuando entramos de regreso en Carballino, ya cumplida la tarde y aposentado el silencio en el crepúsculo, y Venus surgiendo hacia donde me imagino, por los vientos, que está Orense, el primer verso del segundo cuarteto lo digo como quien reza, oliendo una rosa de otoño, de finísima piel levemente perfumada y tibia, cogida en Leiro, y recordando el vuelo tan seguro de la paloma.
«¿Más que el ala, Señor, la rosa dura?»
Se oye un piano en la noche de Carballino. He viajado a través del otoño, del más dorado y nostálgico, perfecto otoño todo el día, para venir a oír ahora, en la callada noche, un vals en un piano que en vez de cuerdas tiene hilos de agua y de cristal.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Marina

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24 octubre 2024

24 de octubre

 El 29 de mayo de 1580, fray Juan Gil llega en efecto a Argel en compañía de fray Antón de la Bella, uno de sus correligionarios. Descubre una ciudad que se repone a duras penas de un invierno terrible, diezmada por una hambruna que ha matado a más de cinco mil personas; cansada de un bajá que multiplica los actos arbitrarios; inquieta por las concentraciones de tropas españolas señaladas en Badajoz y en Cádiz y que hacen temer —erróneamente— el envío de una armada contra la ciudad. Sin más tardar, los dos religiosos inician las primeras conversaciones con Hasán. Pero las discusiones se estancan porque los principales corsarios se hallan en el mar. En agosto, los dos redentores consiguen rescatar un centenar de cautivos; pero entre ellos no figura Cervantes. Hasán, cuyo mandato toca a su fin, ofrece entonces a fray Juan Gil sus mejores esclavos; fija el rescate en quinientos ducados por cabeza, a excepción de un tal Jerónimo de Palafox, estimado por él en mil ducados. En la incapacidad de pagar semejante suma, el trinitario decide rescatar a Miguel por el precio indicado: los doscientos ochenta escudos de que todavía dispone se completan con doscientos veinte escudos tomados del fondo general. El 19 de septiembre de 1580, mientras el bajá se prepara para hacerse a la vela, con sus esclavos ya encadenados a los bancos de su galera, fray Juan Gil entrega, en escudos de oro español, el monto del rescate. Cervantes es libre al fin. A punto estuvo de partir con su amo para Constantinopla: tal vez no hubiera vuelto jamás.

Se imagina cuál fue su júbilo. «Tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida», dirá Ruy Pérez de Viedma. No obstante, antes de dejar Argel, quiere saldar sus cuentas. Debe, en efecto, hacer frente a una campaña de difamación dirigida contra él por Blanco de Paz. No conocemos el contenido de las palabras difundidas sobre él por este «hombre murmurador, maldiziente, soberbio y de malas ynclinaciones». ¿De qué se le acusó?¿De amistades con Maltrapillo, de complacencias con Hasán o de compromisos con Agi Morato? Los testimonios de que disponemos sólo hablan de «cosas viciosas y feas». La amenaza era grave, porque Blanco de Paz se decía nada menos que comisario de la Inquisición. Así se explica por qué, siendo ya huésped de otro redimido, su amigo Diego de Benavides, Miguel quiso cortar en seco los rumores malévolos; a partir del 10 de octubre, hace que se proceda a la investigación a la que debemos las informaciones más claras relativas a su cautiverio. En presencia de fray Juan Gil y de Pedro de Rivera, notario apostólico en Argel, doce testigos, entre los que figuran Benavides y el doctor Sosa, confirman las afirmaciones emitidas en el interrogatorio sobre el «cautiverio, vida y costumbres» del requirente, demostrando, en esta ocasión, la inanidad de las palabras del aquel sacerdote indigno que era, en realidad, el sedicente comisario. Catorce días más tarde, el 24 de octubre, nuestro cautivo embarca con otros cinco redimidos en un navío que pertenece a maese Antón Francés. El 27 está a la vista de las costas españolas; su cautiverio ha durado cinco años y un mes.
El desenlace que tuvo ese cautiverio se parece al que nos ofrece El trato de Argel. El coro de cautivos que concluye esta comedia nos informa de la llegada inminente de fray Juan Gil, dirigiendo a la Virgen una ferviente acción de gracias. En cambio, la aventura del cautivo, igual que la de Don Lope, su homólogo de Los baños de Argel, ilustra una distancia mayor con respecto a las tribulaciones que padeció el manco de Lepanto: en efecto, los dos se evaden por mar, gracias a un renegado más leal que el Dorador o Caybán. Pero la última palabra será la que oigan los estudiantes vagabundos del Persiles: dos falsos cautivos que engañan a los campesinos de un pueblo castellano con el pretendido relato de sus desgracias en las galeras turcas. Desenmascarados por el alcalde, en otros tiempos esclavo en Argel, reciben de él los detalles que les permitirán engañar en el futuro. Esta ironía final nos muestra hasta qué punto Cervantes, en el crepúsculo de su vida, ha despertado de sus sueños de antaño. Pero no renegará nunca de la lección que sacó de su experiencia argelina. No sólo le abrió horizontes nuevos; a prueba de la adversidad, le ayudó a revelarse a los demás tanto como a sí mismo. Por ese motivo fue el crisol en que siguió forjando su propio destino.

Jean Canavaggio
Cervantes

Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.

Paisaje, marina

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23 octubre 2024

23 de octubre

 Se fueron, pues. Los acompañaron a la estación, y el 23 de octubre por la mañana, con cuatro baúles de libros y una cama de campaña, se embarcaron en Marsella a bordo del Commandant-Crubellier, con destino a Túnez. El mar estaba revuelto y la comida fue mala. Se marearon, tomaron unas pastillas y durmieron profundamente. Al día siguiente se veía Tunicia. Hacía buen tiempo. Se sonrieron. Vieron una isla que les dijeron se llamaba isla Plane, luego grandes playas largas y estrechas, y, después de La Goleta, en el lago, bandadas de aves de paso.

Se sentían dichosos de haberse ido. Les parecía que salían de un infierno de metros atestados, de noches demasiado cortas, de dolores de muelas, de incertidumbres. No veían nada claro. Su vida no había sido más que una especie de danza incesante sobre una cuerda tensa, que no llevaba a nada: un apetito vacío, un deseo desnudo, sin límites y sin apoyos. Estaban agotados. Se iban para enterrarse, para olvidar, para calmarse.
Lucía el sol. El barco avanzaba lenta, silenciosamente, por el estrecho canal. En la carretera muy cercana, algunas personas de pie en coches descubiertos les hacían grandes saludos. Había en el cielo unas nubecitas blancas inmóviles. Ya hacía calor. Las placas de la borda estaban tibias. En la cubierta, debajo de ellos, unos marineros apilaban las tumbonas, enrollaban las largas lonas alquitranadas que protegían las bodegas. Se formaban colas en las pasarelas de desembarco.
Llegaron a Sfax dos días después sobre las dos de la tarde, tras un viaje de siete horas en ferrocarril. El calor era agobiante. Frente a la estación, minúsculo edificio blanco y rosa, se abría una avenida interminable, gris de polvo, plantada de palmeras feas, bordeada de casas nuevas. Pocos minutos después de llegar el tren, una vez se fueron los escasos coches y bicicletas, la ciudad volvió a caer en un silencio total.
Dejaron las maletas en la consigna. Tiraron por la avenida, que se llamaba avenida Burguiba; llegaron, al cabo de unos trescientos metros más o menos, ante un restaurante. Un gran ventilador de pared, orientable, zumbaba de modo irregular. En las mesas pringosas, cubiertas con hule, se aglutinaban unas cuantas docenas de moscas que un mozo mal afeitado espantó agitando una servilleta con indolencia. Comieron, por doscientos francos, una ensalada con atún y una escalopa a la milanesa.
Luego buscaron un hotel, tomaron una habitación, mandaron traer las maletas. Se lavaron las manos y la cara, se echaron un rato, se cambiaron, salieron. Sylvie fue al instituto técnico, Jérôme la esperó fuera, en un banco. Hacia las cuatro, Sfax empezó lentamente a despertarse. Aparecieron centenares de niños, luego mujeres con la cara tapada, guardias vestidos de popelín gris, mendigos, carretas, asnos, burgueses inmaculados.
Sylvie salió, con el horario en la mano. Pasearon un rato más; bebieron cerveza y comieron aceitunas y almendras saladas. Vendedores callejeros de periódicos pregonaban Le Figaro de hacía dos días. Habían llegado.

Georges Perec
Las cosas


Publicada originalmente en 1965, Las cosas obtuvo el Premio Renaudot y consagró a Georges Perec como escritor de primera fila y lúcido testigo de, en palabras de Jean Duvignaud, «la incoercible dificultad de existir en los años sesenta».
Jérôme y Sylvie, una pareja de jóvenes pequeñoburgueses que se ganan la vida realizando encuestas para empresas de publicidad, sueñan con una existencia arropada de objetos exquisitos y elegantes. De hecho viven en un apartamento diminuto e incómodo y apenas si ganan dinero para cubrir sus necesidades básicas. Naturalmente, les gustaría ser ricos: sabrían vestir, mirar y sonreír como la gente rica, tendrían su tacto y discreción, su clase… El fulgurante y despreocupado París de la época constituye una tentación irresistible: escaparates de anticuarios, tiendas de libros raros, mercados y tenderetes repletos de agradables sorpresas. La sociedad de la opulencia les seduce con los signos de una vida refinada y garante de una tradición de buen gusto: divanes Chesterfield, camisas Arrow, corbatas de Old England. Sueños de una existencia dichosa y prometedora, creados por una sociedad tentacular que fomenta expectativas artificiales en quienes no pueden satisfacerlas, que a la postre les precipitan en una encrucijada en que el tener promete el ser, en que la necesidad de belleza y perfección les lleva a alienarse de sí mismos…
Las cosas es una aguda e irónica radiografía de la sociedad de consumo y, en particular, de la mistificación del confort y de los goces ofrecidos por un mundo cuya reconfortante banalidad propone múltiples espejismos de quimeras inasequibles. Narrada con magistral sencillez y distanciamiento, Las cosas desmenuza los perversos mecanismos con que las cosas subyugan a los hombres y es, sin duda, una novela anticipatoria cuya riqueza de significados se ha acrecentado con el paso de los años, al tiempo que Georges Perec se ha ido consolidando indiscutiblemente como uno de los grandes novelistas franceses del siglo XX.

Puerta

huecos, vanos,

22 octubre 2024

22 de octubre

 Los doctores papistas se habían empeñado en demostrar à priori que, a causa de la decisiva influencia de los planetas el día veintidós de octubre de 1483— (en que la luna se encontraba en la duodécima casa celeste,——Júpiter, Marte y Venus en la tercera, el Sol, Saturno y Mercurio, todos juntos, en la cuarta),—Lutero era un hombre destinado a condenarse inevitablemente,—y que sus doctrinas, por corolario directo, estaban igualmente condenadas de antemano.

El examen de su horóscopo, en el que cinco planetas copulaban todos al mismo tiempo con Escorpión (al leer esto mi padre siempre negaba con la cabeza en señal de desaprobación) en la novena casa celeste, que los árabes asignaban a la religión,—demostraba que a Martín Lutero le importaba un ochavo esta cuestión;——y si se orientaba el horóscopo hacia la conjunción de Marte,—se podía deducir también, clarísimamente, que estaba destinado a morir maldiciendo y blasfemando;—este influjo maligno era la constatación de que su alma (empapada de culpa) había navegado a dos puños hasta el lago de fuego del infierno.
El insignificante reparo que los doctores luteranos le ponían a esta teoría era que, sin duda alguna, tenía que haber sido el alma de algún otro hombre, nacido el 22 de octubre del 83, la que se había visto obligada a navegar a dos puños de aquella manera,—ya que, como constaba en el registro de Islaben, en el condado de Mansfelt, Lutero no había nacido el año 1483, sino el 84; y tampoco el 22 de octubre, sino el 10 de noviembre, la noche del día de San Martín, razón por la que, precisamente, él se llamaba Martín.

huecos, vanos

huecos, vanos,

21 octubre 2024

21 de octubre

 Martes, 21 de octubre de 1976

Michel Sommo
Tarnaz, 7
Jerusalén
Mi querido Michel:
Ha estado lloviendo desde anoche. Esta mañana había una luz gris en las ventanas. Y en el horizonte, repentinos rayos se dirigían hacia el mar en silencio, sin ningún trueno. Las palomas que arrullaban hasta ayer están hoy silenciosas, como aturdidas. El único sonido que atraviesa la lluvia es el ocasional ladrido de los perros. La gran casa permanece una vez más desierta y extinguida, con los vestíbulos, dormitorios, bodegas y desvanes entregados de nuevo a los viejos fantasmas. La vida se ha replegado a la cocina: Boaz encendió un agradable buen fuego allí esta mañana. Se sientan alrededor de este fuego, o se echan en los colchones, inactivos, adormilados: durante interminables horas han estado entristeciendo la desierta casa con la guitarra y sus apagadas canciones inacabables.
Boaz les domina casi sin palabras. Está sentado en un rincón de la cocina, con las piernas cruzadas, cosiendo sacos en silencio, envuelto en una capa de piel de cordero que se ha hecho él mismo. Ninguna tarea está por debajo de su dignidad. La semana pasada, como si sintiera la temprana aparición de la lluvia, deshollinó la chimenea y rellenó las grietas con cemento. Y hoy también yo he estado con ellos toda la mañana. Mientras tocaban la guitarra pelé patatas, batí la mantequilla, escabeché en vinagre, ajo y perejil unos gherkins[52]. Ataviada con un amplio traje negro bordado de beduina que me ha prestado una chica llamada Amy, con la cabeza enfundada en una pañoleta a cuadros, como una campesina polaca de mi infancia. Y los pies descalzos, como ellos.
Ahora son las dos de la tarde. He terminado mi trabajo en la cocina y he ido a la habitación abandonada donde Yifat y yo estuvimos al principio, antes de que enviaras por ella y la alejaras de mi lado. He encendido la estufa de queroseno y me he sentado a escribirte estas páginas. Espero que con toda esta lluvia Yifat y tú hayáis puesto una estera de paja en el suelo. Que te hayas acordado de ponerle braguitas de plástico debajo de los pantalones de franela. Que hayas preparado huevos fritos para los dos y quitado la nata de la leche. Y que tú y ella estéis construyendo un avión para la muñeca que llora de verdad o atacando la otomana donde guardamos la ropa de cama en busca del dragón alado. Luego le prepararás el baño, harás pompas de jabón con ella, os peinaréis mutuamente el cabello, le pondrás un pijama de abrigo y cantarás para ella La novia del Sabbath. Refunfuñará por entre los dedos de la mano y tú la besarás y dirás: «Pequeña Señorita Vaciavasos-Meterruido, ahora prohibido levantarse de la cama». Y encenderás la televisión, y con el periódico de la tarde en el regazo verás las noticias en árabe y luego una comedia y las noticias en hebreo y un reportaje sobre la naturaleza y una obra de teatro y «Lectura de hoy de las Escrituras» y tal vez te duermas con los calcetines puestos delante del televisor. Sin mí. Yo soy la pecadora y tú tienes que pronunciar la sentencia. ¿No se la has confiado a tu cuñada? ¿A tu prima y su esposo? ¿No has trazado una línea debajo de ella y comenzado una nueva vida? ¿O tal vez tu sorprendente familia te ha encontrado ya pareja, una criatura piadosa, dócil, regordeta, con la cabeza cubierta y gruesas medias de lana? ¿Una viuda? ¿O divorciada? ¿Has vendido nuestro apartamento y te has ido a vivir a tu querida Kiryat Arba? Silencio. Yo no debo saberlo. Cruel Michel. Pobre Michel. Tus peludas manos oscuras tantean por la noche por entre los pliegues de las sábanas en busca de mi cuerpo que no está allí. Tus labios buscan mi pecho en un sueño. No me olvidarás.

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paisaje

20 octubre 2024

20 de Octubre

 El primer ferrocarril castellano

En 1837 Guillermo Lobé realizó un viaje de Cuba a los Estados Unidos; de los Estados Unidos pasó a Europa. En 1839 Lobé publicó en Nueva York su libro Cartas a mis hijos durante un viaje a los Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Lobé estudió los ferrocarriles en los Estados Unidos; luego en Europa. En otra ocasión hablaremos de esta interesantísima personalidad; antecesor tienen en ella los fervorosos europeizadores de hogaño. El 4 de Noviembre de 1837 Guillermo Lobé fecha una de sus cartas —la XVI— en Manchester. Habla en ella de los caminos de hierro; su pensamiento va hacia España; a España desea verla «atravesada en todas direcciones por ferrocarriles, en paz como hermanos los habitantes de sus provincias». Los deseos de Lobé no han de verse realizados sino bastantes años después. En 1844, el célebre matemático D. Mariano Vallejo, publica un libro titulado Nueva Construcción de Caminos de Hierro. No se refiere Vallejo a las nuevas máquinas locomotrices; a los trenes de vapor se alude en un apéndice que pone a su libro; pero a esta novísima tracción prefiere nuestro autor la animal, modificada y facilitada por ingeniosos artificios.
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Ya la idea de los trenes de vapor se había lanzado en España en 1830. En ese mismo año apareció, impreso en Londres, un Proyecto de D. Marcelino Calero y Portocarrero para construir un camino de hierro desde Jerez de la Frontera al Puerto de Santa María. A esta Memoria acompaña un mapa y un curioso dibujo. Llevan dibujo y mapa esta leyenda: «Hízolo con la pluma D. Ramón Cesar de Conti. Londres, 20 de Octubre de 1829». Por primera vez acaso debía aparecer ante la generalidad de los españoles, que contemplara al dibujo aludido, la imagen de un ferrocarril. Imagen casi microscópica por cierto. El dibujante ha representado un pedazo de mar y un alto terrero en la costa. En el mar se ve un vapor con una alta y delgada chimenea; allá arriba, en la costa, se divisa, en el fondo, una fábrica que lanza negros penachos por sus humeros, y luego, acercándose al borde del acantilado, aparece una extraña serie de carruajes. Delante de todos está un diminuto y cuadrado cajón con una chimenea que arroja humo; luego vienen detrás otros cajoncitos separados por anchos claros —un metro o dos tal vez— y unidos por cadenas. Debajo de tan raro tren se divisa una raya sobre la que están puestas las ruedas de los vagones.
No tuvo realización el proyecto de D. Marcelino Calero; recuerde el lector que ese mismo año de 1830 se construía el primer ferrocarril inglés: el de Liverpool a Manchester. En Londres imaginaba su empresa el intrépido Calero. Han de transcurrir bastantes años antes de que se vuelva a hablar en España de ferrocarriles. El 30 de Mayo de 1845 El Heraldo —diario de Madrid— publicaba la siguiente noticia en su sección Gacetillas de la Capital: «Ha llegado a esta corte, procedente de Inglaterra, Sir J. Walmsley, uno de los directores de la empresa del camino de hierro de Ávila a León y Madrid, con objeto de dar impulso a los trabajos. Parece que a causa de haber vendido el promovedor de la empresa, Kelby, el privilegio de concesión a una casa inglesa por la suma de cuatro millones, que habían de figurar en el presupuesto de gastos, han mediado desavenencias entre las juntas de Madrid y Londres, desavenencias que han terminado por medio de una transacción». El mismo día la Gaceta publicaba —basándose en noticias de un periódico francés— un artículo titulado Caminos de hierro. Se dice en él que es preciso animar y dar facilidades a los extranjeros para que vengan a construirlos. Los caminos de hierro —se añade— no son un lujo. «Algunos espíritus timoratos pueden considerar los ferrocarriles como caminos de lujo». No lo son; pero debemos acomodar la obra a nuestras fuerzas. «No se pretenda construirlos con el lujo de perfección que han alcanzado en el Norte de Europa». Cuatro grandes líneas españolas pide el articulista: cuatro líneas que crucen como una inmensa aspa la península. Una de esas líneas habrá de ir de Bayona a Madrid; luego otra de Madrid a Cádiz. La tercera sección comprenderá de Barcelona a Madrid; la cuarta de Madrid a Portugal. Enlazadas con estas cuatro líneas habrán de construirse numerosas ramificaciones.
La misma Gaceta publicaba el 22 de Junio de 1845 esta nota entre las Noticias Nacionales: «Valladolid, 15 Junio. Han pasado por esta ciudad, con dirección a esa corte, cinco ingenieros ingleses encargados de trazar el ferrocarril de Bilbao a Madrid, y aunque la rapidez del viaje no les ha permitido explorar detenidamente el terreno, aseguran, sin embargo, que no han encontrado dificultades insuperables, y que es muy posible la construcción de obra tan importante; el ferrocarril de Avilés está también trazado por esta ciudad; de modo que si tan vastos proyectos llegan a realizarse, mejorará muy en breve él estado de este país, que sólo necesita para enriquecerse medios fáciles y económicos de exportar sus abundantes y excelentes producciones».
En 1845 apareció en Madrid una interesante revista literaria: El Siglo Pintoresco. Dirigía esa revista Navarro Villoslada; dibujaba en ella D. Vicente Castelló, que tan lindas ilustraciones ha puesto a ediciones populares de Quevedo y Cervantes. En la viñeta que adorna el primer número de El Siglo Pintoresco —correspondiente al mes de Junio— vemos otra primitiva y extraña imagen, muy chiquita, de un ferrocarril. Figuran en la viñeta, como representaciones del trabajo y de los deportes, una imprenta, un jardín, una plaza de toros y ese microscópico tren. El tren lo componen un cajón alargado, con una chimenea humeante puesta casi en la parte posterior, y detrás seis vagoncitos que marchan por la tierra, sin que se vea señal ninguna de rieles. Saludemos esta remembranza absurda y remota de los viejos ferrocarriles. En el mismo número de El Siglo Pintoresco, se leía en el balance mensual: «El mes que acaba de expirar ha visto nacer más empresas en España que todos los que han transcurrido desde la conclusión de nuestra guerra civil. Muchísimos capitalistas y mayor número de ingenieros extranjeros han visitado la capital; por todas partes se veían fisonomías desconocidas y talantes británicos, y toda la península se ha cubierto —en el papel, por supuesto— de una red complicadísima de ferrocarriles».
Al mes siguiente, en Julio, El Heraldo del 3 publicaba en primera plana un artículo dedicado al camino de hierro de Francia a Madrid; a las «corporaciones de Vizcaya» débese el proyecto de ese camino. Esas corporaciones han trazado el plan; han explorado la opinión; han recabado el auxilio de los capitalistas; finalmente, cuentan con el concurso del Sr. Mackenzie, «que él solo es una palanca poderosa, y su nombre una garantía de valor para la ejecución de la obra». Los capitalistas de Bilbao ayudan a los de Guipúzcoa. Una comisión de ingenieros ingleses, presidida por Mackenzie, ha trazado el proyecto de la línea y ha hecho los estudios preparatorios para su construcción. «El Gobierno aún vacilaba en la construcción de esta línea, que ha sido igualmente solicitada por respetables casas extranjeras». ¿Fue alguna de estas casas la que mandó a Madrid sus ingenieros en otoño de 1845? El 18 de Septiembre la Gaceta publicaba una noticia en que se decía: «Ha llegado a esta corte el Sr. D. Carlos Brumell, C. E., con una parte de los señores ingenieros pertenecientes a la Compañía del camino real de hierro del Norte de España, dirigida por el Sr. D. Jaime M. Kendel, F. R. S., Vice-presidente del Instituto de los Ingenieros de Inglaterra, etc. Este señor ha dado principio a sus trabajos con la mayor actividad, estudiando las mejores líneas para el camino desde Madrid al Norte». La noticia añade que dichos ingenieros han estudiado el terreno en el Norte durante el pasado verano, y ahora se disponen a estudiarlo en las inmediaciones de Madrid. «Nos alegramos —termina el suelto— de poder felicitar a esta Compañía por la excelente posición en que se halla, como también por el resultado de los enérgicos esfuerzos en esta obra grandiosa y nacional». Al día siguiente reprodujo El Heraldo la gacetilla; la reprodujo también El Tiempo. No dijeron nada los demás periódicos.
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Quedó en proyecto el ferrocarril de Francia a Madrid. ¿Estaba aún demasiado vivo el recuerdo de las dos invasiones, la de 1808 y la de 1823? Tres años antes —en la sesión del 14 de Marzo de 1842— se discutió en el Senado la construcción de un camino ordinario de Pamplona, por el valle del Baztán, a Francia. Se opuso a ello un senador: el general Seoane; lo impugnó también el senador navarro González Castejón. «Imprevisión, e imprevisión muy grande —decía el general Seoane— fue la apertura del camino de Irún. España lo llora, y Dios quiera que no lo llore en adelante». «Mi opinión constante —exponía González Castejón— ha sido que nunca, por ningún estilo, debían allanarse los Pirineos; antes por el contrario, otros Pirineos encima son los que conviene poner». El Sr. Seoane, al rectificar, hablando del camino internacional que pudiera abrirse en Canfranc, decía rotundamente: «Yo, antes de dar mi voto para que se abriese, renunciaría el carácter de senador y la faja que tengo también». (Cuarenta años más tarde, en 1881, al tratar de unos ferrocarriles a través de los Altos Pirineos, en un libro —de carácter militar— titulado Perjuicios que a la defensa del territorio español pueden producir las comunicaciones al través del Pirineo central, se había de estampar todavía que «es ventajoso todo lo que tienda a aislarnos» de Francia, y que respecto a las puertas que en el Pirineo se han abierto, «conviene cerrar algunas»).
No se construyó entonces el camino de hierro que había de unir a España con el resto de Europa. Hasta 1860 no estuvo terminada la línea de Francia a Madrid. En 1859 escribía don Arturo Marcoartú un estudio sobre el estado de la línea. Destinado estaba ese trabajo al Almanaque político literario de «La iberia» para el año bisiesto de 1860. Olózaga, Calvo Asensio, Sagasta, Núñez de Arce, García Gutiérrez colaboraron en ese Almanaque. A fines de 1859 tenía la Compañía del Norte 650 kilómetros en construcción; 73 sin construir. El articulista augura la próxima terminación de la línea. «Cuando el solsticio estival —escribe— dore las agujas de la Catedral de Burgos, albas nubes del vapor de las locomotoras rodearán sus afiligranados contornos, y el rojo resplandor de las calderas señalará las ignominiosas almenas de Santa María, que las ciudades comuneras alzaran al paso del tirano Carlos V».
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Samuel Smiles nos cuenta en su Story of the Life of George Stephenson, que el gran inglés estuvo en el Norte de España en el otoño de 1845. Estudio allí el terreno para la construcción del ferrocarril de Francia a España. Trasladose luego a Madrid, y fue observando por el camino la topografía del trayecto. Venía Stephenson a España por encargo de Sir Joshua Walmsley; proyectaba Walmsley construir la línea. En Madrid, Stephenson y los ingenieros que le acompañaban estuvieron unos días. El gobierno iba dando largas al asunto; un día y otro aplazaba el dar respuesta a lo que los comisionados demandaban. Se cansaban y aburrían Stephenson y sus compañeros. Fueron invitados a una corrida de toros, la eterna corrida. «Pero como ese no había sido precisamente el objeto del viaje —escribe con ironía Smiles— rehusaron cortésmente aquel honor». Stephenson y sus compatriotas se marcharon de España. No se construyó el ferrocarril. Hemos visto que, según El Heraldo del 30 de Marzo de 1845, en ese mes llegó a Madrid Sir J. Walmsley. En Septiembre, la Gaceta, El Tiempo y el mismo Heraldo, anunciaron la llegada de una comisión de ingenieros ingleses. Entre esos ingenieros debió de venir Jorge Stephenson: es decir, uno de los hombres más grandes del mundo moderno. No dicen más los periódicos de aquel otoño.

Azorín
Castilla

Por su forma, su estética y su contenido Castilla (1912) representa la quintaesencia de la obra de Azorín: la contemplación del paisaje o del pueblo como «pequeña» historia transida por el tiempo, buscando, además, en la literatura una expresión del espíritu nacional. Supone Azorín, como explicó Ortega y Gasset, una «nueva manera de ver el mundo»: la que sabe captar «los primores de lo vulgar» y adivinar en ellos el alma de las cosas. Al paso de la lectura vamos descubriendo la resignación y el dolorido sentir de los españoles, la sumisión a la fuerza de los hechos y la idea abrumadora de la muerte. Pero todo lo redime una prosa genial que convierte al libro en uno de los más hermosos de nuestra literatura.

21 de noviembre

  El   21 de noviembre   de 1975, Buenos Aires empezó siendo una mañana fría, soleada, menos húmeda que de costumbre. Como todos los viernes...