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21 octubre 2024

21 de octubre

 Martes, 21 de octubre de 1976

Michel Sommo
Tarnaz, 7
Jerusalén
Mi querido Michel:
Ha estado lloviendo desde anoche. Esta mañana había una luz gris en las ventanas. Y en el horizonte, repentinos rayos se dirigían hacia el mar en silencio, sin ningún trueno. Las palomas que arrullaban hasta ayer están hoy silenciosas, como aturdidas. El único sonido que atraviesa la lluvia es el ocasional ladrido de los perros. La gran casa permanece una vez más desierta y extinguida, con los vestíbulos, dormitorios, bodegas y desvanes entregados de nuevo a los viejos fantasmas. La vida se ha replegado a la cocina: Boaz encendió un agradable buen fuego allí esta mañana. Se sientan alrededor de este fuego, o se echan en los colchones, inactivos, adormilados: durante interminables horas han estado entristeciendo la desierta casa con la guitarra y sus apagadas canciones inacabables.
Boaz les domina casi sin palabras. Está sentado en un rincón de la cocina, con las piernas cruzadas, cosiendo sacos en silencio, envuelto en una capa de piel de cordero que se ha hecho él mismo. Ninguna tarea está por debajo de su dignidad. La semana pasada, como si sintiera la temprana aparición de la lluvia, deshollinó la chimenea y rellenó las grietas con cemento. Y hoy también yo he estado con ellos toda la mañana. Mientras tocaban la guitarra pelé patatas, batí la mantequilla, escabeché en vinagre, ajo y perejil unos gherkins[52]. Ataviada con un amplio traje negro bordado de beduina que me ha prestado una chica llamada Amy, con la cabeza enfundada en una pañoleta a cuadros, como una campesina polaca de mi infancia. Y los pies descalzos, como ellos.
Ahora son las dos de la tarde. He terminado mi trabajo en la cocina y he ido a la habitación abandonada donde Yifat y yo estuvimos al principio, antes de que enviaras por ella y la alejaras de mi lado. He encendido la estufa de queroseno y me he sentado a escribirte estas páginas. Espero que con toda esta lluvia Yifat y tú hayáis puesto una estera de paja en el suelo. Que te hayas acordado de ponerle braguitas de plástico debajo de los pantalones de franela. Que hayas preparado huevos fritos para los dos y quitado la nata de la leche. Y que tú y ella estéis construyendo un avión para la muñeca que llora de verdad o atacando la otomana donde guardamos la ropa de cama en busca del dragón alado. Luego le prepararás el baño, harás pompas de jabón con ella, os peinaréis mutuamente el cabello, le pondrás un pijama de abrigo y cantarás para ella La novia del Sabbath. Refunfuñará por entre los dedos de la mano y tú la besarás y dirás: «Pequeña Señorita Vaciavasos-Meterruido, ahora prohibido levantarse de la cama». Y encenderás la televisión, y con el periódico de la tarde en el regazo verás las noticias en árabe y luego una comedia y las noticias en hebreo y un reportaje sobre la naturaleza y una obra de teatro y «Lectura de hoy de las Escrituras» y tal vez te duermas con los calcetines puestos delante del televisor. Sin mí. Yo soy la pecadora y tú tienes que pronunciar la sentencia. ¿No se la has confiado a tu cuñada? ¿A tu prima y su esposo? ¿No has trazado una línea debajo de ella y comenzado una nueva vida? ¿O tal vez tu sorprendente familia te ha encontrado ya pareja, una criatura piadosa, dócil, regordeta, con la cabeza cubierta y gruesas medias de lana? ¿Una viuda? ¿O divorciada? ¿Has vendido nuestro apartamento y te has ido a vivir a tu querida Kiryat Arba? Silencio. Yo no debo saberlo. Cruel Michel. Pobre Michel. Tus peludas manos oscuras tantean por la noche por entre los pliegues de las sábanas en busca de mi cuerpo que no está allí. Tus labios buscan mi pecho en un sueño. No me olvidarás.

11 octubre 2024

11 de octubre.

 Por aquella época, la época de la enfermedad de mi padre, el abuelo Alexander, con noventa años, en pleno esplendor físico y en pleno florecimiento romántico, sonrosado como un recién nacido, fresco como un joven esposo, se pasaba el día yendo y viniendo, y vociferando: «¡Bueno!, shto!» o: «Paskudniakin! Yulikim! ¡Granujas!». O: «¡Bueno!, davai! Jarosho! ¡Ya basta!». Las mujeres le acosaban. Con frecuencia, incluso por la mañana, se tomaba un «coñacito», y al instante su cara sonrosada se ponía roja como un tomate. Cuando mi abuelo y mi padre estaban hablando en el patio, o paseando por la acera delante de la casa y discutiendo, a juzgar por sus gestos, el abuelo Alexander parecía mucho más joven que su hijo. Vivió unos cuarenta años más que su primogénito, David, y que su primer nieto, Daniel Klausner, que fue asesinado en Vilna por los alemanes, unos veinte años más que su mujer y otros siete más que su hijo pequeño.

Un día, el 11 de octubre de 1970, unas cuatro semanas después de haber cumplido sesenta años, mi padre se levantó temprano como de costumbre, mucho antes que el resto de la familia, se afeitó, se perfumó, se humedeció un poco el pelo antes de peinárselo hacia atrás, se comió un panecillo con mantequilla, se tomó dos vasos de té, leyó el periódico, suspiró varias veces, echó un vistazo a la agenda, que estaba siempre abierta en su escritorio para poder tachar con una raya todo lo que ya estaba hecho, se puso una corbata y una chaqueta, hizo una pequeña lista de la compra y se fue en coche hacia la plaza de Dinamarca, en el cruce de la avenida Herzl y la calle Bet Hakerem, para comprar material de escritorio en una pequeña tienda donde solía adquirir todo lo que necesitaba. Aparcó y cerró el coche, bajó cinco o seis escalones, esperó su turno, incluso le cedió amablemente el paso a una señora, compró todo lo que llevaba escrito en la nota, bromeó con la dueña de la tienda diciéndole que la palabra mehadeq era tanto un sustantivo, que significa «clip», como un verbo, que significa «sujetar»; también le comentó algo sobre la negligencia del ayuntamiento, pagó, esperó el cambio, lo contó bien, cogió la bolsa con las compras, le dio las gracias a la señora, le pidió que no olvidara saludar de su parte a su querido marido, se despidió, le deseó que pasara un buen día, les dijo adiós también a dos desconocidos que estaban esperando detrás de él, se dio la vuelta, caminó hasta la puerta, cayó y murió allí mismo de un ataque al corazón. Mi padre dejó dicho que su cuerpo se donara a la ciencia y su escritorio me lo dejó a mí. En él se están escribiendo estas páginas, y sin una sola lágrima, pues mi padre se oponía radicalmente a las lágrimas, y ante todo, a las lágrimas de los hombres.
En su agenda, en la fecha de su muerte, encontré escrito lo siguiente: «Material de escritorio: 1. Papel de cartas. 2. Un cuaderno con espiral. 3. Sobres. 4. Clips. 5. Preguntar por carpetas de cartón». Todo eso, incluidas las carpetas de cartón, estaba en la bolsa que sus dedos no habían soltado. Cuando llegué a la casa de mi padre en Jerusalén, al cabo de una hora u hora y media, cogí su lapicero y tracé dos cruces sobre esa lista, como solía hacer mi padre para tachar de inmediato de la agenda todo lo que ya estaba hecho.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad

Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

21 octubre 2021

21 de octubre

 Martes, 21 de octubre de 1976

Michel Sommo
Tarnaz, 7
Jerusalén
Mi querido Michel:
Ha estado lloviendo desde anoche. Esta mañana había una luz gris en las ventanas. Y en el horizonte, repentinos rayos se dirigían hacia el mar en silencio, sin ningún trueno. Las palomas que arrullaban hasta ayer están hoy silenciosas, como aturdidas. El único sonido que atraviesa la lluvia es el ocasional ladrido de los perros. La gran casa permanece una vez más desierta y extinguida, con los vestíbulos, dormitorios, bodegas y desvanes entregados de nuevo a los viejos fantasmas. La vida se ha replegado a la cocina: Boaz encendió un agradable buen fuego allí esta mañana. Se sientan alrededor de este fuego, o se echan en los colchones, inactivos, adormilados: durante interminables horas han estado entristeciendo la desierta casa con la guitarra y sus apagadas canciones inacabables.

11 octubre 2021

11 de octubre

 Por aquella época, la época de la enfermedad de mi padre, el abuelo Alexander, con noventa años, en pleno esplendor físico y en pleno florecimiento romántico, sonrosado como un recién nacido, fresco como un joven esposo, se pasaba el día yendo y viniendo, y vociferando: «¡Bueno!, shto!» o: «Paskudniakin! Yulikim! ¡Granujas!». O: «¡Bueno!, davai! Jarosho! ¡Ya basta!». Las mujeres le acosaban. Con frecuencia, incluso por la mañana, se tomaba un «coñacito», y al instante su cara sonrosada se ponía roja como un tomate. Cuando mi abuelo y mi padre estaban hablando en el patio, o paseando por la acera delante de la casa y discutiendo, a juzgar por sus gestos, el abuelo Alexander parecía mucho más joven que su hijo. Vivió unos cuarenta años más que su primogénito, David, y que su primer nieto, Daniel Klausner, que fue asesinado en Vilna por los alemanes, unos veinte años más que su mujer y otros siete más que su hijo pequeño.

Un día, el 11 de octubre de 1970, unas cuatro semanas después de haber cumplido sesenta años, mi padre se levantó temprano como de costumbre, mucho antes que el resto de la familia, se afeitó, se perfumó, se humedeció un poco el pelo antes de peinárselo hacia atrás, se comió un panecillo con mantequilla, se tomó dos vasos de té, leyó el periódico, suspiró varias veces, echó un vistazo a la agenda, que estaba siempre abierta en su escritorio para poder tachar con una raya todo lo que ya estaba hecho, se puso una corbata y una chaqueta, hizo una pequeña lista de la compra y se fue en coche hacia la plaza de Dinamarca, en el cruce de la avenida Herzl y la calle Bet Hakerem, para comprar material de escritorio en una pequeña tienda donde solía adquirir todo lo que necesitaba. Aparcó y cerró el coche, bajó cinco o seis escalones, esperó su turno, incluso le cedió amablemente el paso a una señora, compró todo lo que llevaba escrito en la nota, bromeó con la dueña de la tienda diciéndole que la palabra mehadeq era tanto un sustantivo, que significa «clip», como un verbo, que significa «sujetar»; también le comentó algo sobre la negligencia del ayuntamiento, pagó, esperó el cambio, lo contó bien, cogió la bolsa con las compras, le dio las gracias a la señora, le pidió que no olvidara saludar de su parte a su querido marido, se despidió, le deseó que pasara un buen día, les dijo adiós también a dos desconocidos que estaban esperando detrás de él, se dio la vuelta, caminó hasta la puerta, cayó y murió allí mismo de un ataque al corazón. Mi padre dejó dicho que su cuerpo se donara a la ciencia y su escritorio me lo dejó a mí. En él se están escribiendo estas páginas, y sin una sola lágrima, pues mi padre se oponía radicalmente a las lágrimas, y ante todo, a las lágrimas de los hombres.
En su agenda, en la fecha de su muerte, encontré escrito lo siguiente: «Material de escritorio: 1. Papel de cartas. 2. Un cuaderno con espiral. 3. Sobres. 4. Clips. 5. Preguntar por carpetas de cartón». Todo eso, incluidas las carpetas de cartón, estaba en la bolsa que sus dedos no habían soltado. Cuando llegué a la casa de mi padre en Jerusalén, al cabo de una hora u hora y media, cogí su lapicero y tracé dos cruces sobre esa lista, como solía hacer mi padre para tachar de inmediato de la agenda todo lo que ya estaba hecho.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad

Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

11 septiembre 2021

11 de septiembre

Sobre la naturaleza del fanatismo

¿Cómo curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. Me temo que no sé exactamente cómo perseguir fanáticos por las montañas pero puede que consagre una o dos reflexiones a la naturaleza del fanatismo y a las formas, si no de curarlo, al menos de controlarlo. La clave del ataque del 11 de septiembre contra Estados Unidos no sólo hay que buscarla en el enfrentamiento existente entre pobres y ricos. Dicho enfrentamiento constituye uno de los más terribles problemas del mundo, pero cerraremos en falso el caso del 11 de septiembre si pensamos que sólo fue un ataque de pobres contra ricos. No se trata sólo de «tener y no tener». Si fuera así de simple, uno esperaría que el ataque viniera de África, donde están los países más pobres, y tal vez que fuera lanzado contra Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, que son los Estados productores de petróleo y los países más ricos. No. Es una batalla entre fanáticos que creen que el fin, cualquier fin, justifica los medios. Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos. La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/Palestina, no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como claman algunos racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia. El 11 de septiembre no es consecuencia de la bondad o la maldad de Estados Unidos, ni tiene que ver con que el capitalismo sea peligroso o flagrante. Ni siquiera con si es oportuno o no frenar la globalización. Tiene que ver con la típica reivindicación fanática: si pienso que algo es malo, lo aniquilo junto a todo lo que lo rodea. El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La gente que ha volado clínicas donde se practicaba el aborto en Estados Unidos, los que queman sinagogas y mezquitas en Alemania, sólo se diferencian de Bin Laden en la magnitud pero no en la naturaleza de sus crímenes. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira, incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas —antiárabes y antimusulmanas— por doquier. ¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI? Mi propia infancia en Jerusalén me ha hecho experto en fanatismo comparado. El Jerusalén de mi niñez, allá por los años cuarenta, estaba lleno de profetas espontáneos, redentores y mesías. Todavía hoy, todo jerosolimitano tiene su fórmula personal para la salvación instantánea. Todos dicen que llegaron a Jerusalén —y cito una frase famosa de una vieja canción— para construirla y ser construidos por ella. De hecho, algunos (judíos, cristianos, musulmanes, socialistas, anarquistas y reformadores del mundo) han acudido a Jerusalén no tanto para construirla ni ser construidos por ella como para ser crucificados o para crucificar a los demás, o para ambas cosas al tiempo. Hay un trastorno mental muy arraigado, una reconocida enfermedad mental llamada «síndrome de Jerusalén»: la gente llega, inhala el nítido y maravilloso aire de la montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una sinagoga. O si no, se quita la ropa, trepa a una roca y comienza a profetizar. Nadie escucha jamás. Incluso hoy, incluso en la Jerusalén actual, en cada cola del autobús es probable que estalle un exaltado seminario callejero entre gente que no se conoce de nada pero que discute de política, moral, estrategia, historia, identidad, religión y de las verdaderas intenciones de Dios. Los participantes en dichos seminarios, mientras discuten de política y teología, del bien y del mal, intentan no obstante abrirse paso a codazos hasta los primeros puestos de la fila. Todo el mundo grita, nadie escucha. Excepto yo. Yo escucho a veces y así me gano la vida.

05 agosto 2021

5 de agosto

Y en otra carta, del 5 de agosto de 1979, Lilienka me escribe:
«…pero dejemos eso ahora, si alguna vez nos vemos puede que te hable del estupor que me han causado tus palabras. ¿A qué aludes ahora, en la “nota sobre mí mismo” de tu libro…, cuando hablas de una madre que se suicidó “por desilusión y nostalgia”? ¿Algo no iba bien? Perdóname, estoy hurgando en la herida. En la herida de tu padre, que en paz descanse, y en especial en la tuya, e incluso en la mía. No sabes cuánto echo de menos a Fania, y sobre todo en los últimos tiempos. Me he quedado muy sola en mi pequeño y estrecho mundo. La añoro. También a otra amiga nuestra, Stefa, que dejó este mundo con dolores y sufrimientos en el año 1963… Era pediatra y su vida fue un desengaño tras otro, tal vez porque creía en los hombres. Stefa sencillamente se negaba a entender de lo que son capaces algunos hombres (por favor, no te lo tomes como algo personal). Las tres éramos muy amigas en los años treinta. Yo soy el último mohicano de todos los amigos y amigas de entonces. Intenté suicidarme dos veces, en el 71 y en el 73, pero no lo conseguí. No lo intentaré más… Aún no ha llegado el momento de hablar contigo de las cosas que atañen a tus padres…, han pasado muchos años…, no, aún no estoy preparada para expresar por escrito todo lo que quisiera. Y eso que antes sólo sabía expresarme por escrito. Tal vez nos veamos algún día, para entonces muchas cosas pueden haber cambiado… Por cierto, quiero que sepas que tu madre y yo, y otras chicas del grupo Hasho mer Hatzair de Rovno, considerábamos a la pequeña burguesía lo peor que podía haber en el mundo. Todas procedíamos de casas así. Tu madre nunca fue “de derechas”…, sólo cuando entró a formar parte de la familia Klausner simuló que era uno de ellos: en casa del “tío Yosef” estaban siempre todos los periódicos, excepto Davar. El más fanático de todos era el hermano Betzalel Elitzedek, ese hombre tan amable cuya esposa cuidó del profesor cuando éste enviudó. De todos ellos, sólo a tu abuelo Alexander, que en paz descanse, le tenía yo cariño…».

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad

Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

12 junio 2021

12 de junio

Sr. M. Zakheim
Zakheim y Di Modena, Abogados
King George, 36
Jerusalén

PERSONAL. A LA SOLA ATENCION DEL DESTINATARIO

Querido señor Zakheim:

De acuerdo con su petición telefónica a principios de semana volé durante unas horas hasta Sharm el-Sheikh y comprobé la historia. Mi ayudante, Albert Maimón, también consiguió hallar la pista del joven y descubrir sus andanzas hasta hace dos días. El informe es como sigue:

Durante la noche del 10 al 11 de junio, el barco turístico en que BB había estado trabajando últimamente fue robado del puerto deportivo de Ophira. Esa misma noche, sobre las dos, el barco apareció abandonado no muy lejos de Ras Muhammad, tras haber sido utilizado, según parece, por contrabandistas beduinos para transportar droga (hachís) desde la costa egipcia. La patrulla que descubrió el barco salió en persecución de los contrabandistas. A las cinco (amanecer del 11 de junio) fue arrestado un joven beduino que responde al nombre de Hamed Mutani.

01 febrero 2021

1 de febrero

Mi madre, mi padre y yo dormíamos durante los meses del asedio en un colchón al final del pasillo, y sin cesar saltaban por encima de nosotros largas caravanas de gente que necesitaba ir al baño. El servicio apestaba hasta la desesperación porque no había agua para echar en el retrete y porque el ventanuco estaba tapado con sacos de arena. A cada rato, con la caída de las bombas, temblaba toda la montaña y con ella se estremecían los edificios de piedra. A veces me despertaba con gritos que helaban la sangre cada vez que uno de los que estaban durmiendo en algún colchón de la casa tenía una pesadilla.

El 1 de febrero explotó un coche bomba junto a la redacción del periódico judío en lengua inglesa Palestine Post. El edificio fue completamente destruido y las sospechas recayeron sobre los policías británicos que colaboraban en la ofensiva árabe. El 10 de febrero, las milicias defensivas de Yemín Moshé consiguieron rechazar un fuerte ataque de las tropas árabes semirregulares. El domingo 22 de febrero, diez minutos después de las seis de la mañana, una organización que se autodenominaba Fuerzas Fascistas Británicas hizo que explotaran tres camiones llenos de dinamita en la calle Ben Yehuda, en el corazón de la Jerusalén judía. Edificios de seis plantas fueron reducidos a polvo y una parte importante de la calle se convirtió en escombros. Cincuenta y dos inquilinos judíos murieron dentro de sus casas y unos ciento cincuenta resultaron heridos.

Ese mismo día mi miope padre fue a la jefatura de la guardia nacional, que estaba en una callejuela junto a la calle Sofonías: quería alistarse. Tuvo que reconocer que su experiencia militar no era otra que la redacción de algunos panfletos ilegales en lengua inglesa para el Etzel («¡Abajo la pérfida Albión! ¡Fuera la opresión nazi británica!», y cosas por el estilo).

El 11 de marzo, el ya familiar coche del cónsul americano en Jerusalén, conducido por un chófer árabe del consulado, entró en el patio de la sede de la Agencia Judía, el corazón de las instituciones judías en Jerusalén y en todo el país. Una parte del edificio saltó por los aires y hubo decenas de muertos y heridos. La tercera semana del mes de marzo fracasaron todos los intentos de hacer llegar a Jerusalén convoyes de víveres y provisiones desde la llanura costera: el asedio se estrechaba y la ciudad estaba al borde de la hambruna y del peligro de epidemias.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad 

Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...