El primer ferrocarril castellano
En 1837 Guillermo Lobé realizó un viaje de Cuba a los Estados Unidos; de los Estados Unidos pasó a Europa. En 1839 Lobé publicó en Nueva York su libro Cartas a mis hijos durante un viaje a los Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Lobé estudió los ferrocarriles en los Estados Unidos; luego en Europa. En otra ocasión hablaremos de esta interesantísima personalidad; antecesor tienen en ella los fervorosos europeizadores de hogaño. El 4 de Noviembre de 1837 Guillermo Lobé fecha una de sus cartas —la XVI— en Manchester. Habla en ella de los caminos de hierro; su pensamiento va hacia España; a España desea verla «atravesada en todas direcciones por ferrocarriles, en paz como hermanos los habitantes de sus provincias». Los deseos de Lobé no han de verse realizados sino bastantes años después. En 1844, el célebre matemático D. Mariano Vallejo, publica un libro titulado Nueva Construcción de Caminos de Hierro. No se refiere Vallejo a las nuevas máquinas locomotrices; a los trenes de vapor se alude en un apéndice que pone a su libro; pero a esta novísima tracción prefiere nuestro autor la animal, modificada y facilitada por ingeniosos artificios.
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Ya la idea de los trenes de vapor se había lanzado en España en 1830. En ese mismo año apareció, impreso en Londres, un Proyecto de D. Marcelino Calero y Portocarrero para construir un camino de hierro desde Jerez de la Frontera al Puerto de Santa María. A esta Memoria acompaña un mapa y un curioso dibujo. Llevan dibujo y mapa esta leyenda: «Hízolo con la pluma D. Ramón Cesar de Conti. Londres, 20 de Octubre de 1829». Por primera vez acaso debía aparecer ante la generalidad de los españoles, que contemplara al dibujo aludido, la imagen de un ferrocarril. Imagen casi microscópica por cierto. El dibujante ha representado un pedazo de mar y un alto terrero en la costa. En el mar se ve un vapor con una alta y delgada chimenea; allá arriba, en la costa, se divisa, en el fondo, una fábrica que lanza negros penachos por sus humeros, y luego, acercándose al borde del acantilado, aparece una extraña serie de carruajes. Delante de todos está un diminuto y cuadrado cajón con una chimenea que arroja humo; luego vienen detrás otros cajoncitos separados por anchos claros —un metro o dos tal vez— y unidos por cadenas. Debajo de tan raro tren se divisa una raya sobre la que están puestas las ruedas de los vagones.
No tuvo realización el proyecto de D. Marcelino Calero; recuerde el lector que ese mismo año de 1830 se construía el primer ferrocarril inglés: el de Liverpool a Manchester. En Londres imaginaba su empresa el intrépido Calero. Han de transcurrir bastantes años antes de que se vuelva a hablar en España de ferrocarriles. El 30 de Mayo de 1845 El Heraldo —diario de Madrid— publicaba la siguiente noticia en su sección Gacetillas de la Capital: «Ha llegado a esta corte, procedente de Inglaterra, Sir J. Walmsley, uno de los directores de la empresa del camino de hierro de Ávila a León y Madrid, con objeto de dar impulso a los trabajos. Parece que a causa de haber vendido el promovedor de la empresa, Kelby, el privilegio de concesión a una casa inglesa por la suma de cuatro millones, que habían de figurar en el presupuesto de gastos, han mediado desavenencias entre las juntas de Madrid y Londres, desavenencias que han terminado por medio de una transacción». El mismo día la Gaceta publicaba —basándose en noticias de un periódico francés— un artículo titulado Caminos de hierro. Se dice en él que es preciso animar y dar facilidades a los extranjeros para que vengan a construirlos. Los caminos de hierro —se añade— no son un lujo. «Algunos espíritus timoratos pueden considerar los ferrocarriles como caminos de lujo». No lo son; pero debemos acomodar la obra a nuestras fuerzas. «No se pretenda construirlos con el lujo de perfección que han alcanzado en el Norte de Europa». Cuatro grandes líneas españolas pide el articulista: cuatro líneas que crucen como una inmensa aspa la península. Una de esas líneas habrá de ir de Bayona a Madrid; luego otra de Madrid a Cádiz. La tercera sección comprenderá de Barcelona a Madrid; la cuarta de Madrid a Portugal. Enlazadas con estas cuatro líneas habrán de construirse numerosas ramificaciones.
La misma Gaceta publicaba el 22 de Junio de 1845 esta nota entre las Noticias Nacionales: «Valladolid, 15 Junio. Han pasado por esta ciudad, con dirección a esa corte, cinco ingenieros ingleses encargados de trazar el ferrocarril de Bilbao a Madrid, y aunque la rapidez del viaje no les ha permitido explorar detenidamente el terreno, aseguran, sin embargo, que no han encontrado dificultades insuperables, y que es muy posible la construcción de obra tan importante; el ferrocarril de Avilés está también trazado por esta ciudad; de modo que si tan vastos proyectos llegan a realizarse, mejorará muy en breve él estado de este país, que sólo necesita para enriquecerse medios fáciles y económicos de exportar sus abundantes y excelentes producciones».
En 1845 apareció en Madrid una interesante revista literaria: El Siglo Pintoresco. Dirigía esa revista Navarro Villoslada; dibujaba en ella D. Vicente Castelló, que tan lindas ilustraciones ha puesto a ediciones populares de Quevedo y Cervantes. En la viñeta que adorna el primer número de El Siglo Pintoresco —correspondiente al mes de Junio— vemos otra primitiva y extraña imagen, muy chiquita, de un ferrocarril. Figuran en la viñeta, como representaciones del trabajo y de los deportes, una imprenta, un jardín, una plaza de toros y ese microscópico tren. El tren lo componen un cajón alargado, con una chimenea humeante puesta casi en la parte posterior, y detrás seis vagoncitos que marchan por la tierra, sin que se vea señal ninguna de rieles. Saludemos esta remembranza absurda y remota de los viejos ferrocarriles. En el mismo número de El Siglo Pintoresco, se leía en el balance mensual: «El mes que acaba de expirar ha visto nacer más empresas en España que todos los que han transcurrido desde la conclusión de nuestra guerra civil. Muchísimos capitalistas y mayor número de ingenieros extranjeros han visitado la capital; por todas partes se veían fisonomías desconocidas y talantes británicos, y toda la península se ha cubierto —en el papel, por supuesto— de una red complicadísima de ferrocarriles».
Al mes siguiente, en Julio, El Heraldo del 3 publicaba en primera plana un artículo dedicado al camino de hierro de Francia a Madrid; a las «corporaciones de Vizcaya» débese el proyecto de ese camino. Esas corporaciones han trazado el plan; han explorado la opinión; han recabado el auxilio de los capitalistas; finalmente, cuentan con el concurso del Sr. Mackenzie, «que él solo es una palanca poderosa, y su nombre una garantía de valor para la ejecución de la obra». Los capitalistas de Bilbao ayudan a los de Guipúzcoa. Una comisión de ingenieros ingleses, presidida por Mackenzie, ha trazado el proyecto de la línea y ha hecho los estudios preparatorios para su construcción. «El Gobierno aún vacilaba en la construcción de esta línea, que ha sido igualmente solicitada por respetables casas extranjeras». ¿Fue alguna de estas casas la que mandó a Madrid sus ingenieros en otoño de 1845? El 18 de Septiembre la Gaceta publicaba una noticia en que se decía: «Ha llegado a esta corte el Sr. D. Carlos Brumell, C. E., con una parte de los señores ingenieros pertenecientes a la Compañía del camino real de hierro del Norte de España, dirigida por el Sr. D. Jaime M. Kendel, F. R. S., Vice-presidente del Instituto de los Ingenieros de Inglaterra, etc. Este señor ha dado principio a sus trabajos con la mayor actividad, estudiando las mejores líneas para el camino desde Madrid al Norte». La noticia añade que dichos ingenieros han estudiado el terreno en el Norte durante el pasado verano, y ahora se disponen a estudiarlo en las inmediaciones de Madrid. «Nos alegramos —termina el suelto— de poder felicitar a esta Compañía por la excelente posición en que se halla, como también por el resultado de los enérgicos esfuerzos en esta obra grandiosa y nacional». Al día siguiente reprodujo El Heraldo la gacetilla; la reprodujo también El Tiempo. No dijeron nada los demás periódicos.
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Quedó en proyecto el ferrocarril de Francia a Madrid. ¿Estaba aún demasiado vivo el recuerdo de las dos invasiones, la de 1808 y la de 1823? Tres años antes —en la sesión del 14 de Marzo de 1842— se discutió en el Senado la construcción de un camino ordinario de Pamplona, por el valle del Baztán, a Francia. Se opuso a ello un senador: el general Seoane; lo impugnó también el senador navarro González Castejón. «Imprevisión, e imprevisión muy grande —decía el general Seoane— fue la apertura del camino de Irún. España lo llora, y Dios quiera que no lo llore en adelante». «Mi opinión constante —exponía González Castejón— ha sido que nunca, por ningún estilo, debían allanarse los Pirineos; antes por el contrario, otros Pirineos encima son los que conviene poner». El Sr. Seoane, al rectificar, hablando del camino internacional que pudiera abrirse en Canfranc, decía rotundamente: «Yo, antes de dar mi voto para que se abriese, renunciaría el carácter de senador y la faja que tengo también». (Cuarenta años más tarde, en 1881, al tratar de unos ferrocarriles a través de los Altos Pirineos, en un libro —de carácter militar— titulado Perjuicios que a la defensa del territorio español pueden producir las comunicaciones al través del Pirineo central, se había de estampar todavía que «es ventajoso todo lo que tienda a aislarnos» de Francia, y que respecto a las puertas que en el Pirineo se han abierto, «conviene cerrar algunas»).
No se construyó entonces el camino de hierro que había de unir a España con el resto de Europa. Hasta 1860 no estuvo terminada la línea de Francia a Madrid. En 1859 escribía don Arturo Marcoartú un estudio sobre el estado de la línea. Destinado estaba ese trabajo al Almanaque político literario de «La iberia» para el año bisiesto de 1860. Olózaga, Calvo Asensio, Sagasta, Núñez de Arce, García Gutiérrez colaboraron en ese Almanaque. A fines de 1859 tenía la Compañía del Norte 650 kilómetros en construcción; 73 sin construir. El articulista augura la próxima terminación de la línea. «Cuando el solsticio estival —escribe— dore las agujas de la Catedral de Burgos, albas nubes del vapor de las locomotoras rodearán sus afiligranados contornos, y el rojo resplandor de las calderas señalará las ignominiosas almenas de Santa María, que las ciudades comuneras alzaran al paso del tirano Carlos V».
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Samuel Smiles nos cuenta en su Story of the Life of George Stephenson, que el gran inglés estuvo en el Norte de España en el otoño de 1845. Estudio allí el terreno para la construcción del ferrocarril de Francia a España. Trasladose luego a Madrid, y fue observando por el camino la topografía del trayecto. Venía Stephenson a España por encargo de Sir Joshua Walmsley; proyectaba Walmsley construir la línea. En Madrid, Stephenson y los ingenieros que le acompañaban estuvieron unos días. El gobierno iba dando largas al asunto; un día y otro aplazaba el dar respuesta a lo que los comisionados demandaban. Se cansaban y aburrían Stephenson y sus compañeros. Fueron invitados a una corrida de toros, la eterna corrida. «Pero como ese no había sido precisamente el objeto del viaje —escribe con ironía Smiles— rehusaron cortésmente aquel honor». Stephenson y sus compatriotas se marcharon de España. No se construyó el ferrocarril. Hemos visto que, según El Heraldo del 30 de Marzo de 1845, en ese mes llegó a Madrid Sir J. Walmsley. En Septiembre, la Gaceta, El Tiempo y el mismo Heraldo, anunciaron la llegada de una comisión de ingenieros ingleses. Entre esos ingenieros debió de venir Jorge Stephenson: es decir, uno de los hombres más grandes del mundo moderno. No dicen más los periódicos de aquel otoño.
Azorín
Castilla
Por su forma, su estética y su contenido Castilla (1912) representa la quintaesencia de la obra de Azorín: la contemplación del paisaje o del pueblo como «pequeña» historia transida por el tiempo, buscando, además, en la literatura una expresión del espíritu nacional. Supone Azorín, como explicó Ortega y Gasset, una «nueva manera de ver el mundo»: la que sabe captar «los primores de lo vulgar» y adivinar en ellos el alma de las cosas. Al paso de la lectura vamos descubriendo la resignación y el dolorido sentir de los españoles, la sumisión a la fuerza de los hechos y la idea abrumadora de la muerte. Pero todo lo redime una prosa genial que convierte al libro en uno de los más hermosos de nuestra literatura.