CAPÍTULO XIV
Durante la noche del 29 de octubre.
AUNQUE nos encontramos en una situación sumamente desesperada, todos han experimentado el horror de la tragedia que acaba de desarrollarse.
Ruby no existe ya; pero sus últimas palabras van a tener consecuencias muy funestas. Los marineros, que le han oído gritar, «¡El picrato, el picrato!», han comprendido que el buque puede saltar hecho pedazos de un momento a otro, y que no es sólo un incendio, sino una explosión lo que les amenaza.
Algunos, no pudiendo ya contenerse, quieren huir a todo trance y en seguida, y gritan:
—¡La canoa, la canoa!
Sin duda no ven o no quieren ver los insensatos que el mar está alborotado y que no hay lancha que pueda arrostrar el empuje de las olas embravecidas que se elevan a una altura prodigiosa. Nada puede contenerlos y ya no oyen la voz del capitán, quien se arroja en medio de ellos inútilmente. El marinero Owen excita a sus compañeros; se largan las trapas de la lancha y la embarcación es empujada al exterior.
Balancéase un instante en el espacio y, obedeciendo al movimiento del buque, va a chocar contra la vagara. Los marineros hacen otro esfuerzo y consiguen desprenderla, y, cuando ya está a punto de llegar al mar, una ola monstruosa la toma por debajo, la aparta momentáneamente y con fuerza irresistible la estrella contra el costado del buque.
Habiendo sido destruidas la chalupa y la canoa, sólo nos quedó ya una frágil y estrecha ballenera.
Los marineros, presa de estupor, permanecen inmóviles. No se oye más que los silbidos del viento entre las cuerdas y los ronquidos del incendio. El horno se abre profundamente en el centro del buque y por las escotillas brotan torrentes de vapor fuliginoso que ascienden al cielo. Desde el castillo de proa a la toldilla ya no se ve, y el Chancellor queda dividido en dos partes por una barrera de llamas.
Los pasajeros y dos o tres hombres de la tripulación van a refugiarse detrás de la toldilla. La señora Kear permanece tendida sin conocimiento sobre una de las jaulas de las gallinas, y la señorita Herbey se encuentra a su lado auxiliándola. El señor Letourneur se ha apoderado de su hijo y lo estrecha sobre su corazón; y yo soy víctima de una agitación nerviosa que me es imposible dominar.
Mientras tanto, el ingeniero Falsten consulta con tranquilidad su reloj y anota la hora en su libro de memorias.
¿Qué sucede a proa, donde se han quedado el teniente, el contramaestre y el resto de la tripulación a quienes no podemos ver?
Se ha interrumpido la comunicación entre las dos mitades del buque y nadie podría atravesar la cortina de fuego que sale por la escotilla mayor.
—¿Está todo perdido? —pregunto a Roberto Kurtis, acercándome.
—Todavía no —me responde—. Puesto que está abierta la escotilla, vamos a arrojar por ella un torrente de agua a este horno y quizá consigamos apagarlo.
—Pero ¿cómo es posible manejar las bombas en ese puente que abrasa los pies, señor Kurtis? ¿Cómo va usted a dar órdenes a los marineros a través de las llamas?
Como Roberto Kurtis no me respondiese inmediatamente, insistí:
—¿Está todo perdido?
—No, señor, no —me dice Roberto Kurtis—; y mientras haya una sola tabla bajo mis pies no perderé la esperanza.
Mientras tanto, redobla la violencia del incendio, que esparce sobre las aguas del mar una claridad rojiza; por encima de nuestras cabezas, las nubes, bastante bajas, se cubren de reflejos leonados; de las escotillas salen continuamente grandes chorros de llamas y nosotros nos refugiamos sobre el coronamiento de popa, detrás de la toldilla. La señora Kear ha sido depositada en la ballenera, que permanece suspendida de sus pescantes de popa, y la señorita Herbey se encuentra a su lado.
¡Qué noche tan trágica! ¡Qué pluma podría describir sus horrores!
El huracán, en toda su violencia a la sazón, sopla sobre aquel brasero como un inmenso ventilador, y el Chancellor corre en las tinieblas como un brulote gigantesco. No hay más alternativa que la de arrojarse al mar o perecer abrasado entre las llamas.
Pero ¿cómo es que no se inflama, el picrato? ¿No se abrirá el volcán bajo nuestros pies? ¿Habrá mentido Ruby? ¿No habrá semejante sustancia explosiva encerrada en la bodega?
A las once y media, en el momento en que el mar está más imponente que nunca, óyese un estrépito particular, el más temido por los marineros, que viene a aumentar el de los elementos desencadenados.
—¡Rompientes, rompientes a estribor! —Grita una voz a proa.
Roberto Kurtis salta sobre el parapeto, dirige una rápida mirada a las blancas olas, y, volviéndose hacia el timonel, grita imperativamente:
—¡La barra a estribor, toda!
Pero ya es tarde. En aquel momento, una ola monstruosa nos levanta sobre sus espaldas y de repente se produce el choque. El buque toca en un obstáculo por la proa, talonea, y el mástil de mesana, roto a raíz del puente, cae al mar.
CAPÍTULO XV
Continuación de la noche del 29 de octubre.
NO son todavía las doce, y como la luna no brilla en el espacio, la oscuridad es profunda. ¿En qué sitio acaba el buque de encallar? Nos es imposible saberlo. Violentamente rechazado por la tormenta, ¿habrá llegado el buque a la costa americana y estaremos a la vista de tierra?
El Chancellor, después de haber taloneado varias veces, había quedado absolutamente inmóvil. Pocos instantes después, se oyó hacia proa un ruido de cadenas, lo que revela a Roberto Kurtis que se han echado las anclas.
—Bien, bien —dice—; el teniente y el contramaestre han echado las dos anclas, y es de esperar que resistirán.
Entonces veo a Roberto Kurtis avanzar por los parapetos hasta el límite adonde permiten llegar las llamas; se desliza por la mesa de guarnición de estribor, por el lado donde el buque da la banda, y permanece allí durante algunos minutos, a pesar de las grandes oleadas que amenazan arrebatarlo. Presta oído como si percibiera un ruido particular en medio del rumor de la tormenta.
Al fin vuelve a la toldilla, diciendo:
—El agua entra en el buque, y esa agua, si el Cielo nos ayuda, puede apagar el incendio.
—Pero ¿y después? —le pregunto.
—Señor Kazallon —responde Roberto Kurtis—, después nuestro porvenir está en las manos de Dios. Ahora sólo debemos pensar en lo presente. Lo primero que debería hacerse es acudir a las bombas, pero en este momento es imposible llegar a ellas entre las llamas. Probablemente, por alguna abertura de la tablazón, hundida en el fondo del buque, entra gran cantidad de agua, porque creo que ya disminuye la violencia del fuego y se oyen silbidos atronadores, que revelan que los dos elementos luchan entre sí. La base del foco del incendio ha sido seguramente atacada por el agua, y la primera fila de las balas de algodón se encuentra ya anegada. Pues bien, cuando el agua haya extinguido el fuego, nosotros la combatiremos a su vez. Quizá sea menos temible que el fuego, porque es el elemento del marino, y éste está ya acostumbrado a vencerla.
Con ansiedad indescriptible esperamos que transcurran las tres horas que faltan aún para que concluya esta trágica noche. ¿En dónde estamos? Las olas se retiran poco a poco, y su furor se apacigua. El Chancellor debe de haber encallado una hora después de la pleamar, pero es difícil saberlo con exactitud, sin hacer cálculos ni observaciones. Si es así, podemos tener alguna esperanza, si, por fin, se apaga el fuego, de ponernos a flote muy en breve, cuando vuelva la próxima marea.
AUNQUE nos encontramos en una situación sumamente desesperada, todos han experimentado el horror de la tragedia que acaba de desarrollarse.
Ruby no existe ya; pero sus últimas palabras van a tener consecuencias muy funestas. Los marineros, que le han oído gritar, «¡El picrato, el picrato!», han comprendido que el buque puede saltar hecho pedazos de un momento a otro, y que no es sólo un incendio, sino una explosión lo que les amenaza.
Algunos, no pudiendo ya contenerse, quieren huir a todo trance y en seguida, y gritan:
—¡La canoa, la canoa!
Sin duda no ven o no quieren ver los insensatos que el mar está alborotado y que no hay lancha que pueda arrostrar el empuje de las olas embravecidas que se elevan a una altura prodigiosa. Nada puede contenerlos y ya no oyen la voz del capitán, quien se arroja en medio de ellos inútilmente. El marinero Owen excita a sus compañeros; se largan las trapas de la lancha y la embarcación es empujada al exterior.
Balancéase un instante en el espacio y, obedeciendo al movimiento del buque, va a chocar contra la vagara. Los marineros hacen otro esfuerzo y consiguen desprenderla, y, cuando ya está a punto de llegar al mar, una ola monstruosa la toma por debajo, la aparta momentáneamente y con fuerza irresistible la estrella contra el costado del buque.
Habiendo sido destruidas la chalupa y la canoa, sólo nos quedó ya una frágil y estrecha ballenera.
Los marineros, presa de estupor, permanecen inmóviles. No se oye más que los silbidos del viento entre las cuerdas y los ronquidos del incendio. El horno se abre profundamente en el centro del buque y por las escotillas brotan torrentes de vapor fuliginoso que ascienden al cielo. Desde el castillo de proa a la toldilla ya no se ve, y el Chancellor queda dividido en dos partes por una barrera de llamas.
Los pasajeros y dos o tres hombres de la tripulación van a refugiarse detrás de la toldilla. La señora Kear permanece tendida sin conocimiento sobre una de las jaulas de las gallinas, y la señorita Herbey se encuentra a su lado auxiliándola. El señor Letourneur se ha apoderado de su hijo y lo estrecha sobre su corazón; y yo soy víctima de una agitación nerviosa que me es imposible dominar.
Mientras tanto, el ingeniero Falsten consulta con tranquilidad su reloj y anota la hora en su libro de memorias.
¿Qué sucede a proa, donde se han quedado el teniente, el contramaestre y el resto de la tripulación a quienes no podemos ver?
Se ha interrumpido la comunicación entre las dos mitades del buque y nadie podría atravesar la cortina de fuego que sale por la escotilla mayor.
—¿Está todo perdido? —pregunto a Roberto Kurtis, acercándome.
—Todavía no —me responde—. Puesto que está abierta la escotilla, vamos a arrojar por ella un torrente de agua a este horno y quizá consigamos apagarlo.
—Pero ¿cómo es posible manejar las bombas en ese puente que abrasa los pies, señor Kurtis? ¿Cómo va usted a dar órdenes a los marineros a través de las llamas?
Como Roberto Kurtis no me respondiese inmediatamente, insistí:
—¿Está todo perdido?
—No, señor, no —me dice Roberto Kurtis—; y mientras haya una sola tabla bajo mis pies no perderé la esperanza.
Mientras tanto, redobla la violencia del incendio, que esparce sobre las aguas del mar una claridad rojiza; por encima de nuestras cabezas, las nubes, bastante bajas, se cubren de reflejos leonados; de las escotillas salen continuamente grandes chorros de llamas y nosotros nos refugiamos sobre el coronamiento de popa, detrás de la toldilla. La señora Kear ha sido depositada en la ballenera, que permanece suspendida de sus pescantes de popa, y la señorita Herbey se encuentra a su lado.
¡Qué noche tan trágica! ¡Qué pluma podría describir sus horrores!
El huracán, en toda su violencia a la sazón, sopla sobre aquel brasero como un inmenso ventilador, y el Chancellor corre en las tinieblas como un brulote gigantesco. No hay más alternativa que la de arrojarse al mar o perecer abrasado entre las llamas.
Pero ¿cómo es que no se inflama, el picrato? ¿No se abrirá el volcán bajo nuestros pies? ¿Habrá mentido Ruby? ¿No habrá semejante sustancia explosiva encerrada en la bodega?
A las once y media, en el momento en que el mar está más imponente que nunca, óyese un estrépito particular, el más temido por los marineros, que viene a aumentar el de los elementos desencadenados.
—¡Rompientes, rompientes a estribor! —Grita una voz a proa.
Roberto Kurtis salta sobre el parapeto, dirige una rápida mirada a las blancas olas, y, volviéndose hacia el timonel, grita imperativamente:
—¡La barra a estribor, toda!
Pero ya es tarde. En aquel momento, una ola monstruosa nos levanta sobre sus espaldas y de repente se produce el choque. El buque toca en un obstáculo por la proa, talonea, y el mástil de mesana, roto a raíz del puente, cae al mar.
CAPÍTULO XV
Continuación de la noche del 29 de octubre.
NO son todavía las doce, y como la luna no brilla en el espacio, la oscuridad es profunda. ¿En qué sitio acaba el buque de encallar? Nos es imposible saberlo. Violentamente rechazado por la tormenta, ¿habrá llegado el buque a la costa americana y estaremos a la vista de tierra?
El Chancellor, después de haber taloneado varias veces, había quedado absolutamente inmóvil. Pocos instantes después, se oyó hacia proa un ruido de cadenas, lo que revela a Roberto Kurtis que se han echado las anclas.
—Bien, bien —dice—; el teniente y el contramaestre han echado las dos anclas, y es de esperar que resistirán.
Entonces veo a Roberto Kurtis avanzar por los parapetos hasta el límite adonde permiten llegar las llamas; se desliza por la mesa de guarnición de estribor, por el lado donde el buque da la banda, y permanece allí durante algunos minutos, a pesar de las grandes oleadas que amenazan arrebatarlo. Presta oído como si percibiera un ruido particular en medio del rumor de la tormenta.
Al fin vuelve a la toldilla, diciendo:
—El agua entra en el buque, y esa agua, si el Cielo nos ayuda, puede apagar el incendio.
—Pero ¿y después? —le pregunto.
—Señor Kazallon —responde Roberto Kurtis—, después nuestro porvenir está en las manos de Dios. Ahora sólo debemos pensar en lo presente. Lo primero que debería hacerse es acudir a las bombas, pero en este momento es imposible llegar a ellas entre las llamas. Probablemente, por alguna abertura de la tablazón, hundida en el fondo del buque, entra gran cantidad de agua, porque creo que ya disminuye la violencia del fuego y se oyen silbidos atronadores, que revelan que los dos elementos luchan entre sí. La base del foco del incendio ha sido seguramente atacada por el agua, y la primera fila de las balas de algodón se encuentra ya anegada. Pues bien, cuando el agua haya extinguido el fuego, nosotros la combatiremos a su vez. Quizá sea menos temible que el fuego, porque es el elemento del marino, y éste está ya acostumbrado a vencerla.
Con ansiedad indescriptible esperamos que transcurran las tres horas que faltan aún para que concluya esta trágica noche. ¿En dónde estamos? Las olas se retiran poco a poco, y su furor se apacigua. El Chancellor debe de haber encallado una hora después de la pleamar, pero es difícil saberlo con exactitud, sin hacer cálculos ni observaciones. Si es así, podemos tener alguna esperanza, si, por fin, se apaga el fuego, de ponernos a flote muy en breve, cuando vuelva la próxima marea.
Conseguimos distinguir más allá un grupo negro.
Hacia las cuatro y media de la madrugada, empieza a disiparse poco a poco la cortina de llamas tendida entre la proa y la popa del buque, y conseguimos distinguir más allá un grupo negro. Es la tripulación refugiada en el estrecho castillo de proa. Al poco rato se restablece la comunicación entre los extremos del Chancellor, y el teniente y el contramaestre vienen a la toldilla, marchando por las vagaras, porque no es posible poner el pie en el puente.
El capitán Kurtis, el teniente y el contramaestre conferencian en mi presencia, conviniendo en que no puede hacerse nada hasta que amanezca. Si la tierra está cerca y el mar practicable, nos dirigiremos a la costa, con la ballenera o con una balsa que se construya. Si no hay tierra a la vista, y el Chancellor ha encallado en un arrecife aislado, se tratará de ponerlo nuevamente a flote, y repararlo en lo posible, con objeto de que pueda llegar al puerto más próximo.
—Pero —dice Roberto Kurtis, y así opinan también el teniente y el contramaestre— es difícil adivinar dónde nos encontramos, porque con estos vientos del Noroeste, el Chancellor ha debido ser arrojado muy lejos, hacia el Sur. Ya hace mucho tiempo que no he podido tomar la altura; pero como no sé que exista ningún escollo en esta parte del Atlántico, creo que habremos encallado en tierras de la América del Sur. —Pero —pregunto yo— continuamos bajo la amenaza de una explosión. ¿No podremos abandonar el Chancellor y refugiarnos en alguna parte?
—¿En este arrecife? —Replica Roberto Kurtis—. Pero ¿qué forma tiene y de qué se compone? ¿No lo cubre totalmente el agua durante la pleamar? ¿Podemos reconocerlo en medio de esta oscuridad? Dejemos que amanezca y veremos lo que se puede hacer.
Me apresuro a comunicar estas palabras de Roberto Kurtis a los demás pasajeros, y, aunque no son muy tranquilizadoras, nadie se detiene a pensar en el nuevo peligro que entraña la situación del buque, si desgraciadamente hubiera sido arrojado sobre algún arrecife desconocido a muchos centenares de millas de tierra. Una sola consideración domina a las demás, y es la de que en estos momentos el agua combate por nosotros y lucha ventajosamente contra el incendio y, por consiguiente, contra las probabilidades de explosión.
Efectivamente, a las rojas llamas ha sucedido poco a poco una humareda densa y negra que se escapa por la escotilla en húmedos torbellinos. Todavía se proyectan algunas lenguas ardientes entre las sombrías volutas, pero se extinguen casi inmediatamente. A los ronquidos del fuego suceden los silbidos del agua que se evapora en el foco interior, a causa, sin duda, de que el mar hace allí lo que no habrían podido hacer nuestros cubos ni nuestras bombas, porque era necesario toda una inundación para extinguir aquel incendio propagado en medio de mil setecientas balas de algodón.
Jules Verne
El Chancellor
Viajes extraordinarios - 13
Cuando los pasajeros del Chancellor descubren que su barco está ardiendo, aún no son capaces de imaginar los horrores que les aguardan. Verne, gran admirador de Poe, pretendió escribir un relato de tal crueldad, que recordara La narración de Arthur Gordon Pym. «Le llevaré un volumen de un realismo espantoso —escribió a su editor—. Creo que la balsa de La Medusa no ha producido nada tan terrible».
Con el estilo cortado propio de un diario, uno de los náufragos va contando las torturas que padecen en una balsa perdida en el océano. Pero, como es habitual en Verne, siempre hay personajes cuya abnegación, inocencia y heroísmo alcanzan límites insospechados.
Hacia las cuatro y media de la madrugada, empieza a disiparse poco a poco la cortina de llamas tendida entre la proa y la popa del buque, y conseguimos distinguir más allá un grupo negro. Es la tripulación refugiada en el estrecho castillo de proa. Al poco rato se restablece la comunicación entre los extremos del Chancellor, y el teniente y el contramaestre vienen a la toldilla, marchando por las vagaras, porque no es posible poner el pie en el puente.
El capitán Kurtis, el teniente y el contramaestre conferencian en mi presencia, conviniendo en que no puede hacerse nada hasta que amanezca. Si la tierra está cerca y el mar practicable, nos dirigiremos a la costa, con la ballenera o con una balsa que se construya. Si no hay tierra a la vista, y el Chancellor ha encallado en un arrecife aislado, se tratará de ponerlo nuevamente a flote, y repararlo en lo posible, con objeto de que pueda llegar al puerto más próximo.
—Pero —dice Roberto Kurtis, y así opinan también el teniente y el contramaestre— es difícil adivinar dónde nos encontramos, porque con estos vientos del Noroeste, el Chancellor ha debido ser arrojado muy lejos, hacia el Sur. Ya hace mucho tiempo que no he podido tomar la altura; pero como no sé que exista ningún escollo en esta parte del Atlántico, creo que habremos encallado en tierras de la América del Sur. —Pero —pregunto yo— continuamos bajo la amenaza de una explosión. ¿No podremos abandonar el Chancellor y refugiarnos en alguna parte?
—¿En este arrecife? —Replica Roberto Kurtis—. Pero ¿qué forma tiene y de qué se compone? ¿No lo cubre totalmente el agua durante la pleamar? ¿Podemos reconocerlo en medio de esta oscuridad? Dejemos que amanezca y veremos lo que se puede hacer.
Me apresuro a comunicar estas palabras de Roberto Kurtis a los demás pasajeros, y, aunque no son muy tranquilizadoras, nadie se detiene a pensar en el nuevo peligro que entraña la situación del buque, si desgraciadamente hubiera sido arrojado sobre algún arrecife desconocido a muchos centenares de millas de tierra. Una sola consideración domina a las demás, y es la de que en estos momentos el agua combate por nosotros y lucha ventajosamente contra el incendio y, por consiguiente, contra las probabilidades de explosión.
Efectivamente, a las rojas llamas ha sucedido poco a poco una humareda densa y negra que se escapa por la escotilla en húmedos torbellinos. Todavía se proyectan algunas lenguas ardientes entre las sombrías volutas, pero se extinguen casi inmediatamente. A los ronquidos del fuego suceden los silbidos del agua que se evapora en el foco interior, a causa, sin duda, de que el mar hace allí lo que no habrían podido hacer nuestros cubos ni nuestras bombas, porque era necesario toda una inundación para extinguir aquel incendio propagado en medio de mil setecientas balas de algodón.
Jules Verne
El Chancellor
Viajes extraordinarios - 13
Cuando los pasajeros del Chancellor descubren que su barco está ardiendo, aún no son capaces de imaginar los horrores que les aguardan. Verne, gran admirador de Poe, pretendió escribir un relato de tal crueldad, que recordara La narración de Arthur Gordon Pym. «Le llevaré un volumen de un realismo espantoso —escribió a su editor—. Creo que la balsa de La Medusa no ha producido nada tan terrible».
Con el estilo cortado propio de un diario, uno de los náufragos va contando las torturas que padecen en una balsa perdida en el océano. Pero, como es habitual en Verne, siempre hay personajes cuya abnegación, inocencia y heroísmo alcanzan límites insospechados.
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