Martes, 21 de octubre de 1976
Michel Sommo
Tarnaz, 7
Jerusalén
Mi querido Michel:
Ha estado lloviendo desde anoche. Esta mañana había una luz gris en las ventanas. Y en el horizonte, repentinos rayos se dirigían hacia el mar en silencio, sin ningún trueno. Las palomas que arrullaban hasta ayer están hoy silenciosas, como aturdidas. El único sonido que atraviesa la lluvia es el ocasional ladrido de los perros. La gran casa permanece una vez más desierta y extinguida, con los vestíbulos, dormitorios, bodegas y desvanes entregados de nuevo a los viejos fantasmas. La vida se ha replegado a la cocina: Boaz encendió un agradable buen fuego allí esta mañana. Se sientan alrededor de este fuego, o se echan en los colchones, inactivos, adormilados: durante interminables horas han estado entristeciendo la desierta casa con la guitarra y sus apagadas canciones inacabables.
Boaz les domina casi sin palabras. Está sentado en un rincón de la cocina, con las piernas cruzadas, cosiendo sacos en silencio, envuelto en una capa de piel de cordero que se ha hecho él mismo. Ninguna tarea está por debajo de su dignidad. La semana pasada, como si sintiera la temprana aparición de la lluvia, deshollinó la chimenea y rellenó las grietas con cemento. Y hoy también yo he estado con ellos toda la mañana. Mientras tocaban la guitarra pelé patatas, batí la mantequilla, escabeché en vinagre, ajo y perejil unos gherkins[52]. Ataviada con un amplio traje negro bordado de beduina que me ha prestado una chica llamada Amy, con la cabeza enfundada en una pañoleta a cuadros, como una campesina polaca de mi infancia. Y los pies descalzos, como ellos.
Ahora son las dos de la tarde. He terminado mi trabajo en la cocina y he ido a la habitación abandonada donde Yifat y yo estuvimos al principio, antes de que enviaras por ella y la alejaras de mi lado. He encendido la estufa de queroseno y me he sentado a escribirte estas páginas. Espero que con toda esta lluvia Yifat y tú hayáis puesto una estera de paja en el suelo. Que te hayas acordado de ponerle braguitas de plástico debajo de los pantalones de franela. Que hayas preparado huevos fritos para los dos y quitado la nata de la leche. Y que tú y ella estéis construyendo un avión para la muñeca que llora de verdad o atacando la otomana donde guardamos la ropa de cama en busca del dragón alado. Luego le prepararás el baño, harás pompas de jabón con ella, os peinaréis mutuamente el cabello, le pondrás un pijama de abrigo y cantarás para ella La novia del Sabbath. Refunfuñará por entre los dedos de la mano y tú la besarás y dirás: «Pequeña Señorita Vaciavasos-Meterruido, ahora prohibido levantarse de la cama». Y encenderás la televisión, y con el periódico de la tarde en el regazo verás las noticias en árabe y luego una comedia y las noticias en hebreo y un reportaje sobre la naturaleza y una obra de teatro y «Lectura de hoy de las Escrituras» y tal vez te duermas con los calcetines puestos delante del televisor. Sin mí. Yo soy la pecadora y tú tienes que pronunciar la sentencia. ¿No se la has confiado a tu cuñada? ¿A tu prima y su esposo? ¿No has trazado una línea debajo de ella y comenzado una nueva vida? ¿O tal vez tu sorprendente familia te ha encontrado ya pareja, una criatura piadosa, dócil, regordeta, con la cabeza cubierta y gruesas medias de lana? ¿Una viuda? ¿O divorciada? ¿Has vendido nuestro apartamento y te has ido a vivir a tu querida Kiryat Arba? Silencio. Yo no debo saberlo. Cruel Michel. Pobre Michel. Tus peludas manos oscuras tantean por la noche por entre los pliegues de las sábanas en busca de mi cuerpo que no está allí. Tus labios buscan mi pecho en un sueño. No me olvidarás.