05 octubre 2024

5 de octubre de 1987

 Querido Julian:

Una de las locas ve fantasmas. Se le aparecen en forma de pequeños destellos verdes, por si usted quiere detectar alguno, y la siguieron hasta aquí cuando dejó su piso. Lo malo es que eran inofensivos en su domicilio anterior, pero al verse encarcelados en una residencia de viejos han reaccionado haciendo diabluras. Estamos autorizadas a tener una pequeña nevera en nuestro «cubículo», por si nos da un ataque de hambre de noche, y la señora Galloway llena la suya de chocolatinas y botellas de jerez. ¿Y qué hacen los duendecillos en mitad de la noche, sino comerse el chocolate y beberse el jerez? Todas mostramos la debida inquietud cuando la cosa se supo (las sordas mostraron una mayor preocupación, sin duda porque eran incapaces de entender) y tratamos de expresar nuestra aflicción por la pérdida. Los robos continuaron una temporada, y todas poníamos la consabida cara larga, hasta que un día la víctima entró en el comedor con un aspecto de gato de Cheshire. «¡He recuperado lo que es mío!», exclamó. «¡Me he bebido una de las botellas de jerez que ellos han dejado en la nevera!» Así que todas lo festejamos, pero, ay, prematuramente, pues las chocolatinas siguieron sufriendo la depredación nocturna, a pesar de las notas manuscritas, tanto severas como suplicantes, que la señora G empezó a pegar en la puerta de la nevera. (¿Qué idiomas cree usted que saben leer los fantasmas?) El asunto se abordó finalmente en la asamblea plenaria de Pilcher House una noche a la hora de la cena, con la guardiana y su marido presentes. ¿Cómo impedir que los espíritus se comieran el chocolate? Todas miraron a servidora, y esta pobre infeliz no estuvo a la altura. Y por una vez tengo que alabar al sargento mayor, que mostró un estimable sentido de la ironía, a no ser —lo que quizá es más probable— que crea de verdad en los pequeños destellos verdes. «¿Por qué no ponemos un candado en la nevera?», propuso. Aplauso unánime de las sordas y locas, seguido del ofrecimiento del sargento de comprar uno en la ferretería. Le tendré au courant, por si le es útil para uno de sus libros. Me gustaría saber si jura usted tanto como sus personajes. Nadie dice palabrotas aquí, aparte de mí, y sólo para mis adentros.
¿Conoció a mi gran amiga Daphne Charteris? ¿No será, quizá, cuñada de su tía abuela? No, usted dijo que era de clase media. Daphne fue una de nuestras primeras aviadoras y era de clase alta, hija de un terrateniente escocés, acostumbrada a transportar de aquí para allá ganado Dexter después de sacar su licencia. Era una de las once únicas mujeres adiestradas para pilotar un Lancaster en la guerra. Criaba cerdos y siempre llamaba Henry, el nombre de su hermano más pequeño, al más mequetrefe de la camada. Tenía en su casa una habitación llamada el «Kremlin» en la que ni siquiera su marido estaba autorizado a molestarla. Siempre creí que ése era el secreto de un matrimonio feliz. De todos modos, su marido murió y ella volvió a la casa familiar con el mequetrefe Henry. La casa era una pocilga, pero los dos vivían muy contentos y al paso de los meses se iban volviendo sordos. Cuando ya no oían el timbre de la puerta, Henry instaló en su lugar una bocina de automóvil. Daphne se negaba a usar un audífono porque decía que se le enredaba en las ramas de los árboles.
En mitad de la noche, mientras los duendes tratan de romper el candado de la nevera de la señora Galloway para robarle huevecillos de chocolate con leche, yo estoy en vela y observo el lento avance de la luna entre los pinos y pienso en las ventajas de morir. Tampoco es que tengamos otra alternativa. Pues sí, podemos quitarnos la vida, pero eso siempre me ha parecido vulgar y fatuo, como la gente que se va del teatro o de un concierto sinfónico. Quiero decir que…, bueno, ya sabe lo que quiero decir.
Principales motivos para morir: es lo que los demás esperan cuando una llega a mi edad; la decrepitud y senilidad inminentes; el dispendio de dinero —consumo de la herencia— cuando tratas de mantener ensamblada una bolsa incontinente de huesos viejos y clínicamente muertos; el interés decreciente por los noticiarios, las hambrunas, las guerras, etc.; el miedo a caer bajo el dominio absoluto del sargento mayor; el deseo de descubrir lo que hay después (¿o no?).
Principales razones para no morir: el no haber hecho nunca lo que los demás esperan, así que por qué empezar a hacerlo ahora; la posible congoja infligida a otros (pero, en tal caso, inevitable en cualquier momento); el estar todavía en la B de bar; si no yo, ¿quién enfurecería al sargento mayor?
… No se me ocurren más. ¿Me propone usted otras? Descubro que los pros siempre son más fuertes que los contras.
La semana pasada encontraron a una de las locas en pelota picada al fondo del jardín, con una maleta llena de periódicos, al parecer aguardando el tren. Huelga decir que no hay trenes en las cercanías de la residencia desde que Beeching se cargó los ramales.
Bueno, gracias de nuevo por escribirme. Perdone la epistolomanía.
Sylvia
P. D. ¿Por qué le he dicho esto? Lo que intentaba decirle sobre Daphne es que siempre fue una persona que miraba hacia delante, no hacia atrás. Es probable que a usted no le parezca una gran proeza, pero le prometo que cada vez se vuelve más difícil.
5 de octubre de 1987

Julian Barnes
La mesa limón

En algún momento, todos, de repente, lo sabemos. Nos desvela en la mitad de la noche, nos enfurece, nos desespera. Podemos resignarnos, o empezar a correr contra el tiempo. Pero, y ya para siempre, tenemos la certeza de que somos mortales.
En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y ya no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de «El silencio», aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En «Una breve historia de la peluquería», toda una vida se mide en los cortes de pelo del protagonista. «La de cosas que sabes» cuenta los secretos de dos mujeres que fueron jóvenes en los años sesenta y que saben demasiadas cosas la una de la otra, cosas que nunca podrían ser dichas en los encuentros que tienen cada mes. En «Higiene», un militar retirado que vive en provincias con su mujer, va todos los años a Londres, a su reunión anual con sus compañeros de promoción. Y desde hace veinte años, en cada uno de estos viajes se encuentra con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de «Vigilancia» lleva a cabo una implacable campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez. En «Corteza», Jean-Étienne Delacour, un burgués de sesenta años del siglo XIX, empedernido jugador, apuesta a un seguro de vida que sólo será rentable si consigue sobrevivir a todos sus contemporáneos…

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