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31 octubre 2024

31 de octubre

 ESCENA TERCERA

Tres días después (31 de octubre de 1910). La sala de espera del edificio de la estación de Astápovo. A la derecha, una gran puerta acristalada lleva al andén. A la izquierda, una más pequeña da al cuarto del jefe de la estación, Iván Ivanovich Osoling. En los bancos de madera de la sala, y en torno a una mesa, están sentados unos cuantos pasajeros que esperan el expreso de Danlov. Campesinas que duermen, envueltas en sus pañuelos. Pequeños comerciantes, con abrigos de piel de oveja. Además de algunos empleados de la gran ciudad. Al parecer, funcionarios o comerciantes.
VIAJERO 1° (leyendo el periódico, dice de pronto en voz alta): ¡Lo ha hecho admirablemente! ¡Una excelente obra del viejo! Nadie lo habría esperado.
VIAJERO 2°: ¿Qué es lo que pasa?
VIAJERO 1°: Que se ha fugado Lev Tolstói. De su casa. Nadie sabe adónde. Se escapó por la noche. Se puso las botas y el abrigo de piel y así, sin equipaje y sin despedirse, se marchó de allí, acompañado únicamente por su médico, Duschan Petrovich.
VIAJERO 2°: Y a la vieja la ha dejado en casa. No resultará divertido para Sofia Andréievna. Él debe de tener ochenta y tres años. ¿Quién lo habría esperado de él? ¿Y dónde dices que se ha marchado?
VIAJERO 1°: Eso quisieran saber en su casa. Y los de los periódicos. Están enviando telegramas al mundo entero. Uno dice haberle visto en la frontera búlgara. Y otros hablan de Siberia. Pero nadie sabe nada a ciencia cierta. ¡Lo ha hecho bien, el viejo!
VIAJERO 3° (un joven estudiante): ¿Qué decís? ¿Que Lev Tolstói se ha marchado de su casa? Por favor, dame el periódico. Déjame que lo lea yo mismo. (Echa un vistazo.) Ah, qué bien. ¡Qué bien que por fin haya sacado fuerzas de flaqueza!
VIAJERO 1°: ¿Por qué está bien?
VIAJERO 3°: Porque su modo de vida era una afrenta contra su palabra. Ya le han obligado durante bastante tiempo a hacer de conde, ahogando su voz con lisonjas. Ahora por fin Lev Tolstói puede hablar libremente a los hombres desde su alma. Quiera Dios que por él el mundo se entere de lo que está pasando con el pueblo aquí en Rusia. Sí, es bueno. Que ese hombre santo se haya salvado al fin supone una bendición y la regeneración para Rusia.
VIAJERO 2°: Tal vez no sea todo cierto, lo que dicen aquí. Tal vez… (Se vuelve, para comprobar si alguien le escucha. Y susurra:) Tal vez lo hayan puesto en los periódicos para confundir y en realidad le han hecho desaparecer…
VIAJERO 1°: ¿Quién podría estar interesado en quitar de en medio a Lev Tolstói…?
VIAJERO 2°: Ellos… Todos aquellos a los que él obstaculiza el camino… Todos ellos. El sínodo. Y la policía. Y el ejército. Todos los que le tienen miedo. Así han desaparecido ya algunos… En el extranjero, según se ha dicho. Pero nosotros sabemos lo que quieren decir con el extranjero…
VIAJERO 1° (también en voz baja): Podría ser…
VIAJERO 3°: No, a eso no se atreven. Ese hombre solo, simplemente con su palabra, es más fuerte que todos ellos. No, a eso no se atreven, porque saben que le sacaríamos con nuestros puños.
VIAJERO 1° (bruscamente): Cuidado… Atención… Viene Cyrill Gregorovich… Rápido, esconde el periódico…
El jefe de policía, Cyrill Gregorovich, ha aparecido con su uniforme tras la puerta de cristal del andén. En seguida se dirige al cuarto del jefe de estación y llama a la puerta.
IVÁN IVANOVICH OSOLING (el jefe de estación, que sale de su cuarto, con la gorra de servicio puesta): Ah, es usted, Cyrill Gregorovich…
EL JEFE DE POLICÍA: Tengo que hablar ahora mismo con usted. ¿Está su esposa ahí dentro?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Sí.
EL JEFE DE POLICÍA: Entonces mejor aquí. (Dirigiéndose a los viajeros, en tono rudo e imperioso.) El expreso de Danlov llegará enseguida. Por favor, despejen de inmediato la sala de espera y diríjanse al andén. (Todos se ponen en pie y empujándose se precipitan hacia la salida. El jefe de policía al jefe de estación:) Acaban de llegar unos importantes telegramas cifrados. Aseguran que en su huida Lev Tolstói se presentó antes de ayer en el monasterio de Schamardino para ver a su hermana. Ciertos indicios llevan a sospechar que tiene intención de continuar viaje desde allí. Desde entonces todos los trenes de Schamardino, sea cual sea su dirección, son escoltados por agentes de la policía.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Pero aclárame una cosa, padrecito Cyrill Gregorovich. En realidad, ¿por qué? Si no es ningún agitador. Lev Tolstói es nuestra gloria. Ese gran hombre es un verdadero tesoro para nuestro país.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero alborota más y supone un peligro mayor que todos los revolucionarios juntos. Además, a mí qué me importa. Yo sólo he recibido la orden de vigilar cada tren. Aunque en Moscú quieren que nuestra vigilancia sea por completo imperceptible. Por eso le ruego, Iván Ivanovich, que se dirija usted al andén en mi lugar, pues con el uniforme cualquiera podría reconocerme. En cuanto llegue el tren, se bajará un miembro de la policía secreta que le informará de lo que haya observado durante el trayecto. Yo a mi vez transmitiré el comunicado de inmediato.
Suena la campana que anuncia la llegada de un tren.
EL JEFE DE POLICÍA: Salude usted al agente sin llamar la atención, como si fuera un conocido, ¿de acuerdo? Los pasajeros no deben darse cuenta del control. Para nosotros, si lo ejecutamos todo hábilmente, puede ser de utilidad, pues cada informe va a parar a San Petersburgo, a las más altas instancias. Tal vez alguno de nosotros pesque alguna vez la Cruz de San Jorge.
El tren avanza con gran estruendo. El jefe de estación sale enseguida por la puerta de cristal. Tras unos minutos, los primeros pasajeros, campesinos y campesinas, con pesados cestos, cruzan la puerta de cristal. Algunos se sientan en la sala de espera, para descansar o preparar un té.
EL JEFE DE ESTACIÓN (de pronto, a través de la puerta, grita excitado a los que se han sentado allí): ¡Abandonen la sala de inmediato! ¡Todos! Enseguida…
LA GENTE (asombrada y refunfuñando): Pero, ¿por qué…? Si hemos pagado… ¿Por qué no podemos sentarnos aquí, en la sala de espera? Si sólo estamos esperando el tren de pasajeros.
EL JEFE DE ESTACIÓN (chillando): Enseguida. ¡He dicho que todos fuera de inmediato! (Con precipitación, los empuja hacia fuera. Vuelve corriendo a la puerta, que abre del todo.) Aquí, por favor. Lleven al señor conde ahí dentro.
Tolstói, al que Duschan sujeta por la derecha y Sascha por la izquierda, entra con esfuerzo. Se ha levantado el cuello del abrigo de piel y lleva un chal en torno. Pero se nota que su cuerpo, aun estando totalmente cubierto, tiembla y tirita de frío. Tras él entran cinco o seis personas.
EL JEFE DE ESTACIÓN (a los que entran): ¡Quédense fuera!
VOCES: Pero déjenos pasar… Sólo queremos ayudar a Lev Nikoláievich… Tal vez un poco de coñac o de té…
EL JEFE DE ESTACIÓN (muy excitado): ¡Nadie puede entrar aquí! (Con violencia los empuja hacia afuera y con pestillo cierra la puerta de cristal que da al andén. Pero en todo momento siguen viéndose rostros curiosos que pasan por detrás de la puerta y que espían el interior. El jefe de estación rápidamente ha agarrado un sillón y lo ha acercado a la mesa.) ¿No quiere Su Excelencia descansar un poco y sentarse?
TOLSTÓI: No, Excelencia no… Por Dios, ya no más. Es el final. (Agitado, mira a su alrededor y percibe a la gente que se encuentra tras la puerta de cristal.) Fuera… Que se vaya esa gente. Quiero estar solo… Siempre hay gente… Por una vez quiero estar solo.
Sascha corre hacia la puerta de cristal y a toda prisa la cubre con su abrigo.
DUSCHAN (hablando entre tanto en voz baja con el jefe de estación): Tenemos que acostarle de inmediato. En el tren le dio de repente un ataque de fiebre, más de cuarenta grados. Creo que no está bien. ¿Hay alguna casa de huéspedes por aquí cerca que tenga un par de habitaciones decentes?
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¡No, ninguna! En todo Astápovo no hay una sola casa de huéspedes.
DUSCHAN: Pero debe acostarse enseguida. Ya ve usted la fiebre que tiene. Puede ser peligroso.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Por supuesto que para mí sería un verdadero honor ofrecer a Lev Tolstói la habitación que tengo aquí al lado… Pero, discúlpeme… Es tan pobre… Tan sencilla. Un cuarto de servicio, en la planta baja, estrecho… ¿Cómo podría yo atreverme a dar cobijo en él a Lev Tolstói?
DUSCHAN: Eso no importa. Ahora tenemos que acostarle, como sea. (A Tolstói, que temblando de frío está sentado junto a la mesa, le sacuden repentinos escalofríos:) El señor jefe de estación es tan amable que nos ofrece una habitación. Tiene usted que descansar ahora mismo. Mañana estará otra vez como nuevo y podremos continuar viaje.
TOLSTÓI: ¿Continuar viaje? No, no. Creo que no seguiré. Éste ha sido mi último viaje. He llegado a la meta.
DUSCHAN (dándole ánimos): No se preocupe por ese poco de fiebre. No significa nada. Se ha enfriado usted un poco. Mañana se sentirá del todo bien.
TOLSTÓI: Ahora me siento muy bien… Muy, muy bien. Sólo que esta noche, fue horrible. Se me ocurrió que alguien de casa podría perseguirme, que me cogerían y que me llevarían de vuelta a aquel infierno… En ese momento me levanté y os desperté. Tan fuerte era el desgarro. Durante todo el camino ese miedo no me abandonó, ni la fiebre, que hizo que los dientes me castañetearan… Pero, ahora, desde que estoy aquí… Aunque, en realidad, ¿dónde estoy? Jamás he visto este lugar. Ahora todo es diferente… Ahora ya no tengo ningún miedo. Ya no vendrán a buscarme.
DUSCHAN: Seguro que no. Seguro. Puede usted acostarse tranquilo. Aquí no le encontrará nadie.
Entre los dos ayudan a Tolstói a levantarse.
EL JEFE DE ESTACIÓN (saliéndoles al paso): Les ruego que me disculpen… Sólo puedo ofrecerle una habitación muy sencilla… Mi propio cuarto. Y la cama tal vez tampoco sea buena… Sólo es una cama de hierro. Pero lo dispondré todo para que, enseguida con un telegrama, envíen otra con el próximo tren…
TOLSTÓI: No, no. No quiero otra… Durante demasiado tiempo las he tenido mejores que las de los demás. Cuanto peor sea ahora, tanto mejor para mí. ¿Cómo mueren los campesinos? Y, sin embargo, también tienen una buena muerte…
SASCHA (ayudándole): Ven, padre. Ven. Estarás cansado.
TOLSTÓI (deteniéndose de nuevo): No sé… Estoy cansado, tienes razón. Todos mis miembros tiran de mí hacia abajo. Estoy muy cansado, pero aún espero algo más… Es como cuando uno está cansado y sin embargo no puede dormirse, porque piensa en algo bueno que le espera y no quiere perder esa idea al dormirse… Es extraño, nunca hasta ahora me había sentido así… Tal vez sea algo propio de la muerte… Durante años y años, lo sabéis, siempre tuve miedo a morir. Un miedo tal que no podía acostarme en mi cama, y me habría puesto a chillar como un animal y me habría escondido. Y ahora, tal vez esté allí dentro, en el cuarto. La muerte. Esperándome. Y, sin embargo, voy a su encuentro sin ningún miedo.
Sascha y Duschan le han llevado hasta la puerta.
TOLSTÓI (parándose junto a la puerta y mirando hacia adentro): Se está bien aquí, muy bien. Es pequeño, estrecho, de techo bajo, pobre… Me parece como si ya alguna vez hubiera soñado con esto, con una cama como ésa, ajena. En alguna parte, en una casa ajena, en una cama yace un… Un hombre viejo, cansado… Espera, ¿cómo se llama? Lo escribí hace un par de años… ¿Cómo se llama el viejo? El que, habiendo sido rico, vuelve muy pobre, sin que nadie le reconozca, y se arrastra hasta la cama, junto a la estufa… ¡Ah, mi cabeza! ¡Mi estúpida cabeza! ¿Cómo se llamaba el viejo? Él, que había sido rico y que ahora no tiene más que la camisa que lleva… Y la mujer, que le pone enfermo, no está con él cuando muere… Sí, sí, ya lo sé, lo sé. En mi relato al viejo le puse el nombre de Kornei Vasiliev. Y la noche en la que muere, Dios despierta el corazón de su mujer. Y ella viene, Marfa, para verle una vez más… Pero llega demasiado tarde. Él yace completamente rígido y con los ojos cerrados sobre una cama ajena. Y ella no sabe si aún le guardaba rencor o si ya la había perdonado. Aún no lo sabe, Sofia Andréievna… (Como despertando:) No, se llama Marfa… Ya me estoy confundiendo… Sí, quiero acostarme. (Sascha y el jefe de estación le han seguido guiando. Tolstói al jefe de estación:) Te agradezco que, aunque no me conoces, me des cobijo en tu casa, que me des lo que el animal tiene en el bosque… Y para lo que Dios me ha enviado a mí, Kornei Vasiliev… (De pronto, muy asustado.) Pero, cerrad las puertas, no dejéis que entre nadie, no quiero ver a nadie más… Quiero estar solo con Él, más intensamente, mejor que nunca en la vida… (Sascha y Duschan le conducen hasta el dormitorio. El jefe de estación cierra cuidadosamente la puerta tras de sí y se queda de pie, embargado por la emoción.)
Afuera se oye que alguien llama dando fuertes golpes en la puerta de cristal. El jefe de estación abre la puerta. Y el jefe de policía entra precipitadamente.
EL JEFE DE POLICÍA: ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo que comunicarlo todo, de inmediato! Al final, ¿quiere quedarse aquí? ¿Cuánto tiempo?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Eso no lo sabe ni él, ni nadie. Eso sólo Dios lo sabe.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero, ¿cómo puede usted prestarle alojamiento en un edificio público? Si es su vivienda oficial. ¡No puede usted cedérsela a un extraño!
EL JEFE DE ESTACIÓN: Lev Tolstói no es ningún extraño a mi corazón. Ninguno de mis hermanos me es más próximo.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero su deber era informarse antes.
EL JEFE DE ESTACIÓN: He consultado con mi conciencia.
EL JEFE DE POLICÍA: Bueno, esto corre de su cuenta. Tengo que enviar de inmediato un comunicado… ¡Es terrible, la responsabilidad que de pronto recae sobre uno! Si al menos supiera cómo se considera a Lev Tolstói en las altas instancias…
EL JEFE DE ESTACIÓN: Yo creo que en las altas instancias siempre han tenido buena opinión de Lev Tolstói… (El jefe de policía le mira perplejo.)
Duschan y Sascha salen del cuarto, cerrando la puerta con cuidado.
El jefe de policía se aleja a toda prisa.
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¿Cómo dejan solo al señor conde?
DUSCHAN: Está muy tranquilo… Jamás había visto su rostro tan sereno. Aquí al fin puede encontrar lo que los hombres no le han concedido. Paz. Por primera vez está a solas con su Dios.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Discúlpeme, soy un hombre simple, pero me tiembla el corazón. No puedo entenderlo. ¿Cómo pudo Dios depararle tanto sufrimiento, hasta el punto de que Lev Tolstói tuviera que huir de su casa y que ahora tenga que morir en mi pobre e indigno lecho? ¿Cómo pueden los seres humanos, cómo pueden los rusos molestar a un alma tan santa? ¿Cómo, en lugar de amarle con respeto, son capaces de…?
DUSCHAN: Precisamente aquellos que aman a un gran hombre, suelen interponerse entre ese hombre y su misión. Y de aquellos que están más próximos a él, es de quienes más lejos tiene que huir. Está bien que haya sucedido tal y como ha ocurrido. Sólo esta muerte consuma y justifica su vida.
EL JEFE DE ESTACIÓN: De todos modos… Mi corazón no puede y no quiere entender que ese hombre, ese tesoro de nuestro suelo ruso, haya tenido que sufrir por nosotros, los hombres, y que uno mismo haya vivido entre tanto despreocupado… Debería uno avergonzarse hasta de respirar…
DUSCHAN: No se lamente usted por él, querido buen hombre. Un destino deslustrado y vulgar no habría estado a la altura de su grandeza. Si no hubiera sufrido por nosotros, Lev Tolstói nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad.

Stefan Zweig
Momentos estelares de la humanidad
Catorce miniaturas históricas

Éste es probablemente el libro más famoso de Stefan Zweig. En él lleva a su cima el arte de la miniatura histórica y literaria. Muy variados son los acontecimientos que reúne bajo el título de Momentos estelares: el ocaso del imperio de Oriente, en el que la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453 adquiere su signo más visible; el nacimiento de El Mesías de Händel en 1741; la derrota de Napoleón en 1815; el indulto de Dostoievski momentos antes de su ejecución en 1849; el viaje de Lenin hacia Rusia en 1917… «Cada uno de estos momentos estelares —escribe Stefan Zweig con acierto— marca un rumbo durante décadas y siglos», de manera que podemos ver en ellos unos puntos clave de inflexión de la historia, que leemos en estas catorce miniaturas históricas con la fascinación que siempre nos produce Zweig.

14 julio 2022

de Stefan Zweig: Mendel el de los libros

 Es obvio que en el café Gluck —cuya fama se unió para nosotros aún más a su cátedra imperceptible que a la figura que le daba nombre, el eminente músico Christoph Willibald Gluck, compositor de Alcestes y de Ifigenia— se le tenía en muy alta consideración. Formaba parte del inventario, igual que la vieja caja registradora de madera de cerezo, los dos billares mal remendados o la cafetera de cobre. Protegían su mesa como si fuera un santuario, pues cada vez que aparecían sus numerosos clientes e informadores eran instados amablemente por el personal a hacer alguna consumición, de modo que la mayor parte de su margen de ganancia fluía en realidad hacia la voluminosa cartera de cuero que Deubler, el jefe de camareros, llevaba en torno a las caderas. Por ello Mendel gozaba de múltiples privilegios. El teléfono para él era gratis. Le llevaban el correo y le hacían los recados. La buena mujer encargada de los aseos le cepillaba el abrigo, le cosía los botones y cada semana le llevaba un pequeño hatillo a lavar. Sólo a él le traían de la vecina casa de huéspedes el almuerzo de mediodía, y cada mañana el señor Standhartner, el propietario, venía en persona hasta su mesa y le saludaba. Por cierto que la mayoría de las veces sin que Jakob Mendel, enfrascado en sus libros, se diera cuenta. Entraba cada mañana a las siete y media en punto, y sólo abandonaba el local cuando se apagaban las luces. Jamás hablaba con los demás parroquianos. No leía periódico alguno. No reparaba en modificación alguna. Y cuando el señor Standhartner le preguntó cortésmente en una ocasión si no leía mejor con la luz eléctrica que antes bajo el pálido y vacilante resplandor de las lámparas de gas, él levantó la vista y, asombrado, contempló las bombillas. Aquel cambio, a pesar del bullicio y del martilleo de una instalación que había durado varios días, le había pasado por completo desapercibido. A través de los dos orificios redondos de las gafas, a través de aquellas lentes resplandecientes y succionantes, únicamente se filtraban en su cerebro los millares de infusorios negros de las letras. Todo lo demás que pudiera ocurrir a su alrededor fluía junto a él como un ruido sordo. En realidad, había pasado más de treinta años, es decir, toda la parte consciente de su vida, leyendo en aquella mesa cuadrada, comparando, calculando, en un estado de somnolencia constante que tan sólo interrumpía para irse a dormir.
Por eso, cuando vi la mesa de mármol de Jakob Mendel, aquella fuente de oráculos, vacía como una losa sepulcral, dormitando en aquella habitación, me sobrevino una especie de terror. Sólo entonces, al cabo de los años, comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes seres humanos. En primer lugar, porque todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura. Que una vida pura en el espíritu, una abstracción completa a partir de una única idea, aún pueda producirse hoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yogui indio o el de un monje medieval en su celda, y además en un café iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina de teléfono… Este ejemplo me lo dio, cuando yo era joven, aquel pequeño prendero de libros por completo anónimo más que cualquiera de nuestros poetas contemporáneos. Y, sin embargo, había sido capaz de olvidarle. Por supuesto, en los años de la guerra y entregado a la propia obra de una manera similar a la suya. Pero entonces, delante de aquella mesa vacía, sentí una especie de vergüenza frente a él, y al mismo tiempo una curiosidad renovada.

Stefan Zweig
Mendel el de los libros (1929)

05 enero 2022

5 de enero

Todos los críticos profesionales concuerdan en no prestar atención a las obras de Stendhal. Cuando aparece Le Rouge et le Noir, Sainte-Beuve considera que no vale la pena pronunciarse sobre este libro, y cuando más tarde se decide, lo hace de manera bastante despreciativa. «Sus personajes no tienen vida, no son más que autómatas exageradamente construidos». La Gazette de France escribe: «El señor Stendhal no está loco y, sin embargo, escribe libros enloquecidos», y el elogio hecho por Goethe en los coloquios con Eckermann viene a ser conocido sólo al cabo de muchos años de la muerte de Stendhal. Sin embargo, Balzac, con su perspicacia y su prontitud, se percató enseguida, en las primeras obras de Stendhal, de la inteligencia extraordinaria y la maestría psicológica de este hombre, que sólo de vez en cuando, como verdadero aficionado, para su propio placer, escribe libros y, sin verdadera ambición, los manda imprimir. Balzac aprovecha todas las oportunidades a su alcance para dar muestras de su reverencia al desconocido; en la Comédie humaine menciona el proceso de cristalización en el amor, proceso que Stendhal fue el primero en pintar, y llama la atención sobre sus libros de viaje por Italia. Pero Stendhal es demasiado modesto para acercarse al afamado escritor basándose en estos signos de amistad; ni siquiera le envía sus libros. Afortunadamente, Raymond Colomb, su leal amigo, se encarga de llamar la atención de Balzac sobre ellos, pidiéndole que se interese por este autor de todos desconocido. Balzac le contesta inmediatamente, el 20 de marzo de 1839:
He leído en el Constitutionnel un extracto de la Cartuja, y me ha llenado de envidia. En efecto, la fiebre de la envidia me ha acometido durante la lectura de la grandiosa y verídica descripción de una batalla. Siempre soñé algo así para mis «escenas de la vida militar», la parte más difícil de mis obras, y ese punto me ha entusiasmado, me ha deprimido, me ha encantado y me ha llevado a la desesperación. Le digo esto con toda franqueza… Por favor, no se asombre, pues, si al principio no accedo todavía a su demanda. Antes necesito obtener el libro entero. Convénzase de mi sinceridad; le diré lo que pienso de él. El fragmento ha despertado mis expectativas, y éstas me harán exigente en mis demandas.

09 diciembre 2021

9 de diciembre

 Reina desde la cuna. 1542-1548

María Estuardo tiene seis días cuando se convierte en reina de Escocia; ya desde el principio se cumple la ley de su vida: recibirlo todo del destino demasiado pronto, y sin la alegría de ser consciente de ello. En ese sombrío día de diciembre de 1542 en el que nace en el castillo de Linlithgow, su padre, Jacobo V, yace al mismo tiempo en su lecho de muerte en la vecina fortaleza de Falkland, con sólo treinta y un años de edad y sin embargo ya quebrado por la vida, cansado de la corona, cansado de luchar. Había sido un hombre bravo y caballeroso, al principio alegre, apasionado amigo de las artes y de las mujeres, familiarizado con el pueblo; a menudo había ido, disfrazado, a las fiestas de las aldeas, había bailado y bromeado con los campesinos, y algunas de las canciones y baladas escocesas que escribió han seguido viviendo mucho tiempo en la memoria de su patria. Pero ese desdichado heredero de una desdichada estirpe había nacido en una época salvaje, en un país rebelde, y estaba destinado de antemano a una trágica suerte. Un vecino desconsiderado y de fuerte voluntad, Enrique VIII, le apremia a implantar la Reforma, pero Jacobo V se mantiene fiel a la Iglesia, y enseguida los nobles escoceses, siempre inclinados a crear dificultades a su soberano, aprovechan la disputa y empujan sin cesar, contra su voluntad, a ese hombre alegre y pacífico al disturbio y la guerra. Ya cuatro años antes, cuando Jacobo V pretendía por esposa a María de Guisa, había descrito claramente la fatalidad que supone tener que ser rey contra esos clanes tercos y rapaces: «Madame —había escrito en esa carta de petición de mano, conmovedoramente sincera—, sólo tengo veintisiete años, y la vida me agobia ya tanto como mi corona… huérfano desde la infancia, he sido prisionero de nobles ambiciosos; la poderosa casa de los Douglas me ha esclavizado durante largo tiempo, y odio ese nombre y todo recuerdo suyo. Archibald, conde de Angus, Georg, su hermano, y todos sus parientes desterrados, incitan sin cesar al rey de Inglaterra contra nosotros, no hay un noble en mi reino al que no haya seducido con sus promesas o corrompido con dinero. No hay seguridad para mi persona, ni garantía de que se haga mi voluntad y de que se cumplan las justas leyes. Todo esto me espanta, madame, y espero de vos fuerza y consejo. Sin dinero, limitado tan sólo a los apoyos que recibo de Francia o a los escasos donativos de mis ricos clérigos, trato de adornar mis castillos, mantener mis fortificaciones y construir barcos. Pero mis barones consideran un rival insoportable a un rey que realmente quiera ser rey. A pesar de la amistad del rey de Francia y del apoyo de sus tropas y a pesar del afecto de mi pueblo, temo no ser capaz de alcanzar la decisiva victoria sobre mis barones. Superaría todos los obstáculos para despejar el camino de la justicia y la paz para esta nación, y quizá alcanzaría mi meta, si los nobles de mi país estuvieran solos. Pero el rey de Inglaterra siembra la discordia sin cesar entre ellos y yo, y las herejías que ha plantado en mi reino avanzan devoradoras hasta en los círculos de la Iglesia y el pueblo. Desde siempre, mi fuerza y la de mis antepasados ha estado únicamente en la burguesía de las ciudades y en la Iglesia, y me veo obligado a preguntarme: ¿Seguirá mucho tiempo esta fuerza a nuestro lado?».

31 octubre 2021

31 de octubre

 ESCENA TERCERA

Tres días después (31 de octubre de 1910). La sala de espera del edificio de la estación de Astápovo. A la derecha, una gran puerta acristalada lleva al andén. A la izquierda, una más pequeña da al cuarto del jefe de la estación, Iván Ivanovich Osoling. En los bancos de madera de la sala, y en torno a una mesa, están sentados unos cuantos pasajeros que esperan el expreso de Danlov. Campesinas que duermen, envueltas en sus pañuelos. Pequeños comerciantes, con abrigos de piel de oveja. Además de algunos empleados de la gran ciudad. Al parecer, funcionarios o comerciantes.
VIAJERO 1° (leyendo el periódico, dice de pronto en voz alta): ¡Lo ha hecho admirablemente! ¡Una excelente obra del viejo! Nadie lo habría esperado.
VIAJERO 2°: ¿Qué es lo que pasa?
VIAJERO 1°: Que se ha fugado Lev Tolstói. De su casa. Nadie sabe adónde. Se escapó por la noche. Se puso las botas y el abrigo de piel y así, sin equipaje y sin despedirse, se marchó de allí, acompañado únicamente por su médico, Duschan Petrovich.
VIAJERO 2°: Y a la vieja la ha dejado en casa. No resultará divertido para Sofia Andréievna. Él debe de tener ochenta y tres años. ¿Quién lo habría esperado de él? ¿Y dónde dices que se ha marchado?
VIAJERO 1°: Eso quisieran saber en su casa. Y los de los periódicos. Están enviando telegramas al mundo entero. Uno dice haberle visto en la frontera búlgara. Y otros hablan de Siberia. Pero nadie sabe nada a ciencia cierta. ¡Lo ha hecho bien, el viejo!
VIAJERO 3° (un joven estudiante): ¿Qué decís? ¿Que Lev Tolstói se ha marchado de su casa? Por favor, dame el periódico. Déjame que lo lea yo mismo. (Echa un vistazo.) Ah, qué bien. ¡Qué bien que por fin haya sacado fuerzas de flaqueza!

15 enero 2021

15 de enero

Pero llega un día en el devenir de la Revolución, uno solo, que no tolera vacilación alguna, un día en el que todo el mundo tiene que emitir su voto con «Sí» o «No», par o impar, el 16 de enero de 1793. El reloj de la Revolución señala el mediodía, la mitad del camino ha quedado atrás, la realeza ha sido privada, pulgada a pulgada, de su poder. Pero aún vive el rey Luis XVI, sin duda prisionero en el Temple, pero vive. Ni se ha conseguido (como esperaban los moderados) hacerle huir ni se ha conseguido (como deseaban secretamente los radicales) matarlo a manos del furor popular en aquel asalto a palacio. Se le ha humillado, se le ha quitado la libertad, su nombre y rango; pero todavía, por su mero aliento, por su sangre heredada, es un rey, un nieto de Luis XV; aunque ahora sólo se le llame despreciativamente Luis Capeto, sigue siendo un peligro para una República joven. Así que tras la condena de la Convención, el 15 de enero se plantea la cuestión del castigo, la cuestión de si vida o muerte. En vano los indecisos, los cobardes, los cautelosos, la gente del tipo de Joseph Fouché, esperaban poder escapar a una toma de posición pública y vinculante por medio de una votación secreta; implacable, Robespierre insiste en que cada representante de la Nación francesa emita su «Sí» o su «No», su «Vida» o «Muerte» en mitad de la Asamblea, para que el pueblo y la posteridad sepan de cada uno a quién pertenece, si a la derecha o a la izquierda, a la marea alta o a la marea baja de la Revolución. 

El 15 de enero la posición de Fouché aún está completamente clara. La pertenencia a los girondinos, el deseo de sus moderados electores, le obliga a pedir clemencia para el rey. Pregunta a sus amigos, Condorcet sobre todo, y ve que se muestran unánimemente inclinados a eludir una medida tan irrevocable como la ejecución del rey. Y como la mayoría está básicamente en contra de la sentencia de muerte, naturalmente Fouché se pone de su lado; la noche antes, el 15 de enero, lee a un amigo el discurso que va a pronunciar con ese motivo, y en el que fundamenta su deseo de clemencia. Cuando uno se sienta en los bancos de los moderados está obligado a la moderación y, como la mayoría se opone a todo radicalismo, también Joseph Fouché, que no está lastrado por las convicciones, abomina de él.

Pero entre esa noche del 15 de enero y la mañana del 16 hay una madrugada inquieta y agitada. Los radicales no han estado ociosos, han puesto en marcha la poderosa máquina de la revuelta popular, que tan magníficamente saben manejar. En los suburbios atruena el cañón de los ruidos, las secciones convocan a golpe de tambor amplias masas, a todos los desordenados batallones del motín, a los que siempre acuden los terroristas, que se mantienen invisibles, para arrancar decisiones políticas por la fuerza, y que el cervecero Santerre pone en movimiento en pocas horas con sólo mover un dedo. Estos batallones de agitadores suburbiales, de pescateras y aventureros, son conocidos desde el glorioso asalto a la Bastilla, se les conoce desde la hora miserable de los crímenes de septiembre. Siempre que hay que romper los diques de la Ley, esa gigantesca ola popular se revuelve con violencia, y siempre arrastra todo irresistiblemente, y por último a aquellos que sacó de sus propias profundidades. 

Las masas se apretujan ya a mediodía en torno a la escuela de equitación y a las Tullerías, hombres en mangas de camisa, desnudo el pecho, amenazantes las picas en las manos, mujeres burlonas que gritan con carmagnoles de un rojo ardiente, guardias cívicos y gente de la calle. Entre ellos se multiplican los promotores de los motines: Fourier el americano, Guzmán el español, Theroigne de Mericour, esa histérica caricatura de Juana de Arco. Si pasan diputados sospechosos de ir a votar por la clemencia, una oleada de insultos cae sobre ellos como si les lanzaran cubos de inmundicia, se alzan puños, se lanzan amenazas contra los representantes del pueblo; los intimidadores trabajan con todos los recursos del terror y de la fuerza bruta para poner bajo la cuchilla la cabeza del rey. 

Y esta intimidación hace efecto en todas las almas débiles. Los girondinos se reúnen atemorizados a la luz temblorosa de las velas en esta tarde gris del primer invierno. Los que ayer aún estaban decididos a votar en contra de la muerte del rey para evitar la guerra a cuchillo con toda Europa, están en su mayoría inquietos y desunidos bajo la enorme presión de la sublevación popular. Por fin, ya entrada la noche, se produce el llamamiento nominal, y uno de los primeros nombres es, qué ironía, precisamente el líder de los girondinos, Vergniaud, ese orador normalmente tan meridional, cuya voz siempre golpea como un martillo la madera vibrante de las paredes. Pero ahora teme no parecer ya lo bastante republicano como para ser el caudillo de la República si deja al rey con vida. Así que el que siempre fuera tan furibundo e impetuoso sube lenta, pesadamente a la tribuna, con la cabeza baja por la vergüenza, y dice en voz baja: «La mort». 

La palabra resuena como un diapasón por toda la sala. El primero de los girondinos se ha rendido. La mayoría de los otros se mantienen firmes, trescientos votos de setecientos están por la clemencia, aunque saben que ahora la moderación política exige mil veces más osadía que la aparente decisión. Durante mucho tiempo, la balanza oscila: unos cuantos votos pueden ser decisivos. Por fin se llama al diputado Joseph Fouché, de Nantes, el mismo que aún ayer aseguraba confiado a sus amigos que defendería con un discurso arrebatado la vida del rey, que hace aún diez horas jugaba a ser el más decidido de los decididos. Pero, entretanto, el antiguo profesor de matemáticas, el buen calculador Fouché, ha contado los votos y ha visto que de ese modo iría a parar al partido equivocado, al único al que nunca reconocerá pertenecer: el de la minoría. Así que sube apresuradamente a la tribuna, con sus pasos sin ruido, y de sus pálidos labios huyen sigilosas las dos palabras: «La mort».

Stefan Zweig
Fouché
Retrato de un hombre político

La ambición y la intriga son las únicas pasiones de este hombre político, carente de escrúpulos y moral, que navega a través de las convulsiones sociales y políticas de la Francia revolucionaria y del imperio sin mudar el gesto. Como muy bien dice Zweig: «Los gobiernos, las formas de Estado, las opiniones, los hombres cambian, todo se precipita y desaparece en ese furioso torbellino del cambio de siglo, sólo uno se queda siempre en el mismo sitio, al servicio de todos y de todas las ideas: Joseph Fouché».

1 de noviembre

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