Allá va una efeméride con dos caras, una buena y otra mala. Primero, la mala. El 31 de julio de 1826 fue ejecutado en Valencia, con la recurrente excusa de la ley de Dios, Cayetano Ripoll, un maestro de escuela catalán que no llevaba a misa a sus alumnos. Y ahora, la parte buena. Aquél fue el último auto de fe que pudieron celebrar los diabólicos tribunales eclesiásticos que se repartían por España y que vigilaban la observancia de la fe católica. Cayetano Ripoll fue la última víctima de la barbarie, pero a él, la verdad, le dio igual llevarse a la tumba tan dudoso honor.
No fue la Inquisición quien ordenó ejecutar a Cayetano Antonio Ripoll, porque la Inquisición, aunque seguía existiendo, se había visto obligada trece años antes a suspender sus maléficas prácticas por orden de las Cortes de Cádiz. Pero como la Iglesia de aquel tiempo buscaba mil recovecos para seguir haciendo de las suyas con el beneplácito del Borbón Fernando VII, en sustitución del anestesiado Santo Oficio se crearon las Juntas de Fe, que venían a ser el mismo perro con distinto collar. Y le tocó a Cayetano.
Fue el Tribunal de la Fe del arzobispado de Valencia, presidido por el infausto obispo Simón López García —Satanás lo tenga en su gloria—, quien firmó la sentencia del maestro Cayetano Ripoll, acusado de leer libros malos (o sea, los de la Ilustración francesa), de tener cierto tufillo a masón y de no llevar a sus alumnos a misa, y acusado también por haber sustituido, no se lo pierdan, el tradicional saludo de «Ave María» por el de «Alabado sea Dios». Con argumentos tan contundentes en la mano, se le tachó de hereje y se le condenó a la horca, aunque para conseguir la oportuna puesta en escena al reo se le subió a un barril con llamas pintadas para que figurara una hoguera, y el cadalso fue adornado con caras de demonios y fuegos infernales. Todo muy teatrero.
Cayetano Antonio Ripoll, buen hombre y buen maestro, fue la última víctima de aquella pesadilla inquisitorial. No obstante, todavía hubo que esperar ocho años más para que la Inquisición y los Tribunales de la Fe se fueran definitivamente al infierno.
Nieves Concostrina
Menudas historias de la Historia
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La historia universal es sin duda el mejor anecdotario que existe. El devenir de la humanidad es un continuo de despropósitos, coincidencias, exageraciones, curiosidades y difamaciones.
Nieves Concostrina —que ya nos deleitó con las «andanzas» más divertidas de los muertos en «Polvo eres»— nos conduce con mucho humor en un sorprendente viaje por algunos de los hechos más curiosos que han moldeado nuestra historia.
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