12 julio 2021

12 de julio

A la caída de la tarde de aquel día —debía ser el 11 o 12 de julio de 1921—, los cornetines tocaron llamada general y todos los jefes de todas las unidades se fueron reuniendo ante la puerta de la tienda del comandante general. Antes del amanecer emprendíamos la marcha hacia Tetuán, con la excepción de una guarnición reducida que se quedó en Xauen.

Los kilómetros se fueron sucediendo uno a otro. La marcha continua y el sol de julio apagaba nuestra sed de noticias y de comentarios. A mediodía, el alto por el cual todos suspirábamos no llegó; seguimos sin descanso en una marcha forzada. Algunos de los hombres no podían más y comenzaban a quedarse rezagados. Cuando el primero de nuestra compañía cayó, el capitán me dio una orden seca:

—Si no puede seguir, que se quede y se las arregle como pueda.

A las diez de la noche entrábamos en Tetuán. Caíamos dormidos sobre las losas de piedra del cuartel, sin tiempo ni aun para quitarnos el correaje. Al amanecer marchábamos a Ceuta; allí, sin descanso, a bordo de un barco. En Ceuta supimos lo que pasaba: los moros habían matado a toda la guarnición de Melilla y estaban a las puertas de la ciudad.

Los libros de historia lo llaman el Desastre de Melilla o la Derrota española de 1921; dan lo que se llama los hechos históricos. No sé nada de ellos, con excepción de lo que leí después en estos libros. Lo que yo conozco es parte de la historia nunca escrita, que creó una tradición en las masas del pueblo, infinitamente más poderosa que la tradición oficial. Los periódicos que yo leí mucho más tarde describían una columna de socorro que había embarcado en el puerto de Ceuta, llena de fervor patriótico, para liberar Melilla.

Todo lo que yo conozco es que unos pocos miles de hombres exhaustos embarcaron en Ceuta con destino desconocido, agotados hasta el límite de su resistencia después de cien kilómetros de marcha a través de Marruecos, bajo un sol asfixiante, mal vestidos, mal equipados y peor comidos. Tan pronto como el barco dejó el puerto, comenzaron a marearse y a ensuciar la cubierta del buque. Comenzaron a blasfemar y a hacer lo que les vino en gana, jugar o emborracharse, peleándose en su borrachera por las incidencias del juego: cantar y chillar, burlarse de los que vomitaban, reírse del coronel tripudo con la cara verdosa y el uniforme salpicado de comida a medio digerir. El barco era un infierno.

Y Melilla era una ciudad sitiada.

Muchos años después aprendí lo que significa vivir en una ciudad sitiada, bajo la amenaza constante de la entrada del enemigo que se ha prometido a sí mismo botín, vidas y carne fresca de mujer. Las gentes en las calles pasan de prisa, porque nadie sale de su casa sin un motivo urgente. Los servicios públicos no existen; el teléfono no funciona, las cañerías revientan, no hay carbón, la luz se apaga de pronto, los zapatos se agujerean y las zapaterías están cerradas o vacías; los que no cayeron enfermos en diez años se sienten graves de pronto y hay que buscar al doctor cuando caen las granadas; las calles están oscuras en la noche y el peligro escondido tras cada esquina.

En la Melilla sitiada, un barco panzudo volcó estos miles de hombres mareados, borrachos, agotados de cansancio, que iban a ser sus liberadores. Establecimos un campamento, no sé dónde. Oímos cañonazos, tableteos de ametralladora, disparos de fusil en alguna parte fuera de la ciudad. Invadimos los cafés y las tabernas; nos emborrachamos y asaltamos las casas de putas. Putas y taberneros son imprescindibles en la guerra. Provocábamos a los habitantes asustados: «Ahora vais a ver lo que son cojones. ¡Mañana no queda un moro vivo!». Los moros habían desaparecido de las calles de Melilla; cuando el barco había atracado en el muelle, un legionario había cortado las orejas de uno de ellos y las autoridades habían ordenado a todos los moros no salir de sus casas. A la mañana siguiente marchamos hacia las afueras de la ciudad: íbamos a romper el cerco y comenzar la reconquista de la zona.

Durante los primeros pocos días, nosotros, los ingenieros, construimos posiciones nuevas, volviendo cada noche del campamento a la ciudad. Los periódicos estaban llenos de cabeceras gritando horrores que nosotros aún no habíamos encontrado. Así nos fuimos alejando de la ciudad, adentrándonos en el campo abierto, y vimos el horror.

Arturo Barea
La ruta
La forja de un rebelde 2

En La ruta, Arturo Barea se centra en sus años pasados en Marruecos, cumpliendo el servicio militar. La guerra de Marruecos fue una traumática experiencia y, a la vez, una ocasión para la toma de conciencia social y política para una generación de españoles en los años previos a la Guerra Civil. La injusticia de que fueron las clases bajas las que aportaron la carne de cañón, por la posibilidad para los ricos de eludir el servicio militar a cambio de un pago en metálico, fue un aldabonazo en la conciencia de muchos jóvenes. Esa injusticia, y las duras condiciones de vida en África son el telón de fondo de la novela. La escasez y las enfermedades eran la compañía de los soldados. Arturo, el protagonista, se licencia por fin y emprende una nueva vida de civil en Madrid. Trabaja en una oficina de patentes industriales y trata de encontrar un ambiente a su gusto en los lugares de recreo de la ciudad. Aparecen también las tertulias literarias de los cafés más famosos de Madrid. La experiencia de Marruecos y el ambiente politizado de la capital hacen que aumente la inquietud política del personaje.

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