2 de julio
La excursión a Aigua Xellida me ha hecho pensar en Begur. Es un pueblo que me gusta. Desde el punto de vista popular, Begur es la quintaesencia de Palafrugell, la realización completa de Palafrugell —un pueblo de gente libre, desorganizada y primigenia. Uno de los personajes del pueblo es mi viejo amigo Brincs. Su historia es muy sencilla.
Pere Brincs llega a la barraca de la viña con el sol alto. Abre la puerta de par en par y, mientras cuelga el zurrón de un clavo y deja el bastón detrás de la puerta, bate palmas.
Salen cuatro gallinas alborotadas, hay un gran batiburrillo de alas ante el sol, una pelusa de pluma se le queda colgada del bigote.
—Pitas, pitas, pitas…
Como las mañanas son frescas, en cuanto llega enciende un fuego en el hogar de la barraca. En verano lo hace al pie de la puerta, en la sombra. Mientras se tuesta el pan y se dora el arenque, enciende un cigarrillo. Después, sentado en el poyo de la entrada, come la tostada aliñada con aceite y vinagre, frotada con un diente de ajo. La rebanada de pan tiene un color suntuoso; parece un trozo de casulla de cardenal teñida por un sol moribundo. Hay casullas muy importantes. La tostada está un poco salada y convida a beber. Después de comer, se carga de vinazo.
Bien servido, con el almocafre en mano, da la vuelta a la viña. Cada día, a esa hora, se hace la misma pregunta: ¿por dónde empezarás? Da la vuelta al terreno lentamente, como un perro que gira ante un plato. A veces mira la viña de reojo, queriendo decir:
—Me haces tan poca gracia…
La viña está en la vertiente de mediodía del cabo de Begur sobre Fornells. Arriba del todo, en la tierra más escuálida, hay unos olivares viejos, llenos de remiendos, una higuera muy dura de arrancar y seis o siete pinos de sombra. En la higuera se posa, a veces, una oropéndola de un amarillo desesperado. Es una tierra que parece hecha expresamente para que las perdices se paseen con petulancia. Hacia la mitad está el pozo, con dos pilastras y una rama de pino haciendo arco, y la pila, azul, para preparar el sulfato. En la parte baja, la viña da a la senda de los carabineros. La senda es una cinta blanca que traza unas revueltas dulces sobre el acantilado que da al mar. Pasando por allí se sienten el hedor del alga y del hinojo marino. Los días de mal tiempo la salpicadura del agua abrasa la primera fila de las cepas alineadas.
La viña está a solano todo el año. Al atardecer toma un color tostado que parece que, pasando entre cepa y cepa, la tierra debería crujir como cuando uno pisa mendrugos de pan. Vista desde el mar es como un rescoldo quieto de fuego y de ceniza, con la llama del sulfato del pozo y de la alberca. Desde la barraca se ve el mar, con las embarcaciones y la gracia antigua de las velas que transitan; toda la bahía de Fornells, con el cuerno de las Falugues a la derecha y el cabo de Begur a la izquierda. Las Falugues son unas montañas de color de cuello de tórtola sobre el cual las rocas parecen haberse oxidado y enmohecido. También se ve el caserío de Fornells, lleno de claridad, blanco, amarillo y rosado, la playa de Aiguablava, de una finura sombría, los caracoles de espuma de mar sobre las rocas y las otras viñas, pinedas y olivares de la vertiente dulce y soleada.
… Y a fin de cuentas, todavía el trabajo de cavar y quitar hierbas es el que le gusta más. Para el de sulfatar hay que andar demasiado. Podar o injertar produce sueño, y no es demasiado agradable despertarse con una piedra en la espalda y un sarmiento en un agujero de la nariz. Pere Brincs, que más bien es alto y rojo de cara, parece, de lejos, encorvado como una perdiz picoteando el grano.
¿Quién podría decir lo que puede trabajar seguido y sin descanso? Quizá no puede trabajar más de una hora. Cuando le parece que ya es bastante, se endereza, se pasa la mano por la frente, mira al sol y deja caer la sentencia:
—Chicos, esto hay que mojarlo…
En cuanto llega a la barraca, descuelga la calabaza, gradúa el brocal y hace saltar un buche de vino en la lengua. Después, paso a paso, vuelve al trabajo. Mientras va, se agacha aquí, se para allá, arranca una hierba o un poco de broza, coge un hinojo, tira una piedra, endereza una cepa, sacude un gusano verde de un pámpano.
Pronto es ya mediodía. En verano saca del pozo un cubo de agua para poner el vino al fresco; en invierno se pasa media hora reavivando un tronco al rescoldo del fuego. Sopla la brasa y el fuego le enrojece la mejilla. Extiende la servilleta, tuesta el pan, come la cola del pescado o roe el hueso de la chuleta. Después pizca el redrojo de un racimo, saborea las pasas o rompe cuatro nueces.
—Lo mejor que puedes hacer —dice después— es irte a dormir un poco…
Si hace calor, se tumba bajo el rumor profundo y fino, como una caricia, de los pinos. Desde la sombra se ve el mar blanco, enjabonado, perezoso. El horizonte es azul y fresco. Una gaviota pasa jadeando lentamente. El paisaje tiene una inmovilidad antigua, benigna y paternal. Si se oye un grito, el viento se lo lleva dulcemente. Se siente pasar el tiempo de una manera suave, como un chorrillo de aceite.
Si el sol es sólo tibio, se arrebuja, abrigado con la manta, en un hoyo lleno de las malezas que tiene la viña a media altura. A veces se nota aún el calor de la liebre. Se encoge como un gusano. Toda la serenidad del cielo le entra por los ojos y ve el aire maravilloso como en enjambre de abejas doradas. Cierra los ojos poco a poco, notando aún el sabor amargo de la nuez en los labios y el calor de la tierra en los huesos. Se duerme con el sonsonete del estribillo de una canción:
Els de Banyuls i els de la Rocaa festa major van anar…
Si sueña, es con la juventud. Sobre todo los domingos cuando con los amigos iba a la viña de comilona y de parranda. Por la mañana, los que eran cazadores, formaban una jauría e iban a tirar cuatro tiros y a hacer ruido con los perros. Volvían con tres cuartos de conejo o una perdiz. Los que eran marineros cogían medio cuartillo de mejillones o echaban la moixonera. Se hacían unos arroces suculentos y majestuosos —arroces con las cáscaras del marisco a ras de fuente. Se escuchaba con recogimiento lleno de fervor la musiquilla del sofrito haciendo el chiu-chiu dentro de la cazuela, y las burbujas finales se esperaban con temblor en el estómago. Las canciones no se acababan nunca. Regresaban con la mano aterida de hormigueos, la boca pastosa, la cabeza espesa y turbia y la carne endulzada. El olor de romero lo aclaraba un poco todo, pero hacía pensar en los muslos de las chicas y en el terciopelo de sus mejillas…
Un día Pere Brincs apareció en la viña con una escopeta grande de pistón al brazo. Un perdiguero melancólico, viejo y mustio, le seguía. Cuando el perro veía una mariposa o un saltamontes, se paraba en seco y miraba de reojo a su amo. Después, olía, se sacudía las orejas de un cabezazo, daba un brinco para coger la bestezuela. Las piernas, sin embargo, le fallaban. Caía a menudo de espaldas y se ponía a gemir. Después, con los ojos perdidos y húmedos, seguía el vuelo de la mariposa y reemprendía la marcha, mortecino, cojeando.
Aparentemente, Pere Brincs se armó y mantuvo el perro para ir de caza; en realidad, sin embargo, compró la escopeta para dar miedo a los carabineros que le birlaban las uvas. El perro servía para cubrir el expediente. La caza no estaba hecha para él, le gustaba demasiado ir sobre seguro y el humo de la pólvora no le decía nada. Cuando los carabineros se enteraron, no se acercaron más a la viña. Esto le entristeció.
—Y ahora, ¿de qué me servirá la escopeta? —dijo preocupado.
La guardaba en un rincón de la barraca, arriba, bien limpia, con la canana llena al lado. Cansado de verla tan bien colgada, decidió correr la voz para venderla y, mientras tanto, se encaró con el perro para desprenderse de él. Como sentía un cierto afecto por el animal, dudaba. Lo encontró tumbado bajo la higuera, amodorrado y vagaroso, con el ojo perdido tras del vuelo de una mosca.
—A este perro —dijo— parece que le deban y no le paguen.
«¡Pobrecito, tan viejo y triste!», pensó por otro lado.
Dijo un apesadumbrado «¿Qué haremos, Lleó?» que era una verdadera manifestación de su estado de ánimo dubitativo e indeterminado. Lleó, sin moverse, lo miró de arriba abajo, contrajo un poco el hocico, volvió a adormecerse y a la hora de marcharse fue siguiendo a su amo.
Todo el camino fue una pelea entre el egoísmo y la compasión. Ora lo miraba de reojo; ora le echaba una mirada de enternecimiento. Tan pronto se decía: «Este perro no te gusta nada», como un «pobre desolado». El perro seguía su camino sin hacer caso de nada, resignado, ausente. Un momento el mal humor le arrastró y dijo con los dientes apretados, aunque un poco rojo de vergüenza:
—Lleó, eres una mala bestia; tendré que hacerte huir a pedradas.
Cuando llegaron al cruce de caminos, el perro se paró súbitamente, a cuatro pasos del amo. Lo miró, hizo con la cabeza y los ojos una pequeña reverencia y tomó el camino de la izquierda. Brincs tenía que tomar el otro. El corazón le dio un salto… Vio cómo se alejaba, tris-tras, tris-tras, camino abajo. Se le escapó un grito de la boca: «¡Lleó!». El perro, sin volverse, continuó caminando. Y no lo vio nunca más.
El hecho lo abatió.
—¡Pobre Lleó, quién sabe dónde estará! —decía pasándose la mano por el cogote.
Todas estas escenas lamentables lo pusieron un poco ante sí mismo; y entre esto, las uvas birladas, la compra de la escopeta y todo junto, le entró una rabia furiosa contra los carabineros. No los había podido ver nunca; ahora lo sacaban de quicio. El odio se le agudizó cuando le dijo un bromista, en la barbería, que si no hubiese carabineros no habría contrabando. A veces, desde la puerta de la barraca, veía subir a uno, cuesta arriba, con el arma y la capa, buscando caracoles o espárragos. No se podía aguantar. Hacía la bocina con las manos.
—¡Mal n…! —gritaba desesperado.
El grito se perdía dulcemente por el mar y los pinares. Aún no había terminado de gritar cuando ya tenía una pizca de miedo en el corazón. Pero otra bocanada de fuerza le subía a la cabeza y volvía a gritar, reculando con un poco de temblor en las rodillas. Y así, gritando y reculando, acababa por cerrarse dentro de la barraca.
—¡Valdría más que no te salieras de madre! —se decía acercándose a la ventana para ver lo que pasaba.
El carabinero ¡quién sabe dónde estaba!
Los días de lluvia se resguardaba. Hacía un buen fuego de sarmientos y con unas cartas pringosas hacía solitarios medio dormido. De tanto en tanto, con el paraguas, salía afuera. Miraba el tiempo y, mientras lo comentaba, daba la vuelta a la casa. La chimenea humeaba a los cuatro vientos. Las ráfagas, la espiral de humo, dentro de la cual las gotas de lluvia lucían como trozos de vidrio, le dejaban boquiabierto.
Después, al atardecer, se calzaba los zuecos, cerraba la barraca —las gallinas estaban ya recogidas— y emprendía la cuesta bajo el gran paraguas, sobre el cual los goterones de los árboles rebotaban estentóreamente.
Mientras subía, la imaginación se lo llevaba a menudo. Era la hora del qué haremos y del qué diremos. Hacía castillos en el aire y la viña le parecía más ancha y más larga. Otras veces tomaba un aire de desganado y nada le gustaba. Los pinos mojados eran de un verde oscuro, las aliagas chorreaban, la tierra olía a muerto.
En lo alto del collado, reposaba, sentado en una piedra. Se veía todo el panorama entre dos luces y se le veía a él sentarse como una sombra. Después reemprendía la marcha. Un día se levantó de la peña, se oyó un suspiro y salió, sobre el mar, una luna como un queso.
Josep Pla i Casadevall
El cuaderno gris
Al abrir El cuaderno gris es mucho lo que puede asombrar al lector: una conversación cazada al vuelo en un café; una sentencia (casi un aforismo) oída o pronunciada como por casualidad, capaz de condensar el sentimiento de toda una época; la sucinta y emotiva descripción de un paisaje; descarnados apuntes de crítica literaria; un afilado juicio político, hilvanado en medio de consideraciones sobre el tiempo, la higiene, la salud, las mujeres o la gastronomía. Todo esto y mucho más contiene el dietario que Josep Pla (nace en Palafrugell, 1897, muere en Llofriu, 1981) escribió entre marzo de 1918 y noviembre de 1919, siendo un joven estudiante de Derecho al que el cierre de la universidad, a causa de una gran epidemia de gripe, obliga a interrumpir sus estudios en Barcelona y regresar a su pueblo natal, donde se entretiene, con constancia de grafómano, en escribir sus impresiones sobre el día a día en un cuaderno gris. Observador minucioso, Pla proyectará a posteriori sobre sus apuntes de juventud, laboriosamente reelaborados, toda una vida de corresponsal El cuaderno gris acaba justo antes de que el joven Pla parta hacia París, el primero de sus destinos en el extranjero, ya sea en Francia tras el fin de la guerra, en Roma durante el despunte del fascismo o en el Madrid de la Segunda República.
Tras un período retirado de la vida pública, en los años cincuenta retoma los viajes por el mundo a instancias de Josep Vergés, histórico editor de Pla en Destino, quien también le convencerá para editar su obra completa, 46 volúmenes que se abrirán en 1966 precisamente con este libro.
Traducido años después al castellano por Dionisio Ridruejo y su mujer, Gloria de Ros, El cuaderno gris llega hoy hasta nosotros revisado por Narcís Garolera, catedrático de Filología Catalana de la Universitat Pompeu Fabra, y vuelve, así, a lucir como lo concibió Pla: un libro de vida que es también valioso testimonio de una época y el mejor exponente de la obra de uno de los más grandes de la literatura catalana.
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