Salieron a la calle negra, inhóspita y vacía. Daniel les acompañó un buen trecho y luego se separaron, quedando para verse al día siguiente. Al día siguiente estalló lo de Argelia.
Camiones militares en las calles. Alambradas ante el Quai d’Orsay, gritos por los Campos Elíseos y el helicóptero de la policía retumbando sobre los tejados. Todo el mundo pendiente de la prensa, de Córcega, del partido que tomaría el Ejército, del general De Gaulle. Los españoles traían el recuerdo del 18 de Julio, pero los amigos franceses aseguraban que el Ejército no se levantaría. Los del café hervían iracundos contra los paracaidistas, y en el Barrio Latino se iniciaban gestiones para una manifestación que nunca llegaba a organizarse.
Por fin, De Gaulle habló. La tarde de su esperada conferencia pilló a Pedro fuera del barrio, con Daniel, y no pudo volver a casa porque el centro estaba acordonado, casi en pie de guerra, y esta vez, además del helicóptero, una segunda avioneta sobrevolaba la ciudad a la caza de posibles manifestantes. Todos escuchaban, los soldados, junto a los aparatos de transmisiones, y la gente en casa o en los bares. Por media hora, la ciudad quedó inmóvil. Luego vino el lento éxodo de los que vivían en las afueras, porque los Sindicatos de transportes habían declarado la huelga y el Metro no funcionaba.
—Solamente que se pone a disposición de las empresas.
—¿Y tú qué crees? ¿Que le van a llamar?
—¡Qué remedio les queda!
Los autos recogían obreros y transeúntes. En las bocas de Metro aún quedaban fotógrafos encaramados, esperando manifestaciones.
—¿Entonces a ti te parece que de huelga general nada?
—Aquí no hay quien se vaya de huelga, cara a las vacaciones.
Según la tensión iba cediendo, desaparecieron los camiones, los cascos militares. Días más tarde, viendo salir de Notre Dame grupos de niñas en traje de Primera Comunión, era difícil imaginar que el país se hallara al borde de la guerra.
Sin embargo, los amigos comenzaban a temer la censura que quizá vendría tras las restricciones de los primeros días.
—¿Sabes qué te digo? —comenzó Pedro, al cabo de una semana, mientras esperaban a Celia en el cuarto del hotel—. Que os vais…
—Justo. Nos vamos contigo. Ahora, con la primavera, es la mejor época en Madrid.
Daniel se le quedó mirando.
—Tú, desde luego, tienes cosas de viejo.
—No sé por qué dices eso.
—¿Que por qué? ¡Si te pasas el día añorando el sol!
—¿Y es malo eso? ¿Es malo acordarse de España?
—¡Dichosa España! ¡También hay sol en Capri, y en la mitad del mundo, por lo menos! ¡Yo digo que lo malo es esa vida absurda que tú llevas!
—Todas las vidas son absurdas.
—Sí. Ya lo sé. Dentro de cien años todos muertos. —Se detuvo aburrido—. ¿Para qué vamos a discutir si ni tú mismo lo crees?
—Entonces, ¿por qué lo digo?
—Por frivolidad, y porque en este momento te conviene.
Daniel calló. Pedro miraba los periódicos atrasados que cubrían la mesa. Más allá del hotel, al otro lado del patio interior donde se abría la ventana, una pareja de muchachos se afanaban a ambos lados de una mesa de ping-pong. El seco golpe de la pelota en su ir y venir, llenaba el húmedo silencio de la noche. Sonaron pasos en la escalera y Celia entró empujando la puerta.
—Hola, Daniel. —Depositó sobre una de las sillas los paquetes que traía—. La cena…
—Te invitamos —dijo Pedro.
Daniel lanzó una mirada sobre el envoltorio.
—¿Tú crees que habrá bastante para todos?
—Ya nos arreglaremos.
Fueron sacando pan, queso, jamón y un par de latas, que Pedro colocó sobre la minúscula mesa.
—¿Le dijiste ya eso? —preguntó Celia.
—¿Lo del viaje? Ya lo sabe.
—¿Y qué opinas?
Daniel se encogió de hombros.
—Yo soy un liberal —respondió—. Cada cual es dueño de su vida, hasta para equivocarse.
Jesús Fernández Santos
Laberintos
Un grupo de amigos y conocidos, jóvenes pintores o gente relacionada con la pintura, se reúne en Segovia durante la Semana Santa. Son días de vaciedad provinciana, incrementada por el recogimiento de la pequeña población con ocasión de las fiestas religiosas.
Las contradicciones y conflictos que cuadriculan la vida de los personajes se ponen de relieve con especial crudeza: la delgadez de la vida moral a través la crisis de una pareja, los mecanismos vergonzosos del mercado del talento o la connivencia de algunos de los presentes con la cultura franquista oficial de la época.
Laberintos, que en cierto modo es lo que en Italia se denominó una «novela sectorial», muestra las constantes, a menudo disimuladas, que revelan la mezquindad del mundo artístico.
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