Ailly y los demás jueces, después de tan largas controversias, se apartaron tristemente del acusado, presintiendo cuál iba a ser su fin. Como Segismundo le había concedido un salvoconducto, resultaba vergonzoso para él que este hombre venido a Constanza bajo su protección fuese ejecutado. Para evitarse tal vileza, hizo que varios señores checos visitasen a maestro Juan en su prisión, pidiéndole que abjurase. Uno de ellos, para convencerlo, dijo que no debía creerse él solo más sabio que todo el Concilio; a lo que repuso el predicador: «Si el último de sus miembros me opone textos mejores que los míos me retractaré inmediatamente».
Al celebrarse, el 6 de julio, la decimoquinta sesión del Concilio, Juan Huss fue conducido entre soldados a la catedral de Constanza. Segismundo, que había suscrito un documento garantizando la seguridad de su persona, ocupaba un trono rodeado de los dignatarios de su Corte. La muchedumbre llenó el resto del templo. En mitad de éste había una tarima, y sobre ella, una mesa con los ornamentos sacerdotales preparados para la ceremonia de la degradación.
Hubo misa solemne, letanías cantadas, y un obispo predicó sobre la necesidad de aplastar la herejía en su germen, alabando al emperador Segismundo, destinado por Dios para extirpar a un mismo tiempo el cisma y la herejía. Y terminó su sermón diciendo que suprimir a un herético era obra de piedad.
Después de amenazar el Concilio con severas penas a todo el que interrumpiese la discusión, hizo leer las herejías de Wiclef enseñadas por Juan Huss. Éste se defendió con vehemencia apelando a Cristo, y no quiso abjurar. Entonces le obligaron a ponerse de rodillas para que escuchase su sentencia arrojándolo de la Iglesia y degradándolo como sacerdote.
Siete obispos le revistieron los ornamentos sacerdotales como si fuese a celebrar la misa. Al ponerle el alba, dijo maestro Juan:
—Cuando Cristo fue conducido de Herodes a Pilato lo cubrieron con un vestido blanco para burlarse de él.
Le exhortaron los obispos por última vez a que se retractase, y Huss contestó dirigiéndose a la multitud:
—No quiero mentir ante la cara de Dios, ofendiendo a mi conciencia y a la verdad. Retractarme sería engañar a muchedumbres enormes que escucharon mis predicaciones, anunciando la palabra divina.
Los obispos le pusieron un cáliz en las manos y se lo arrebataron a continuación gritándole:
—Judas, ya que abandonaste el consejo de la paz para tomar el de los judíos, te quitamos el cáliz de salud.
A lo que contestó el excomulgado:
—Dios Todopoderoso, por el cual sufro, no me quitará el cáliz de salud que espero beber hoy mismo en su reino.
Uno por uno le fueron arrebatados los ornamentos sacerdotales, entre terribles maldiciones del rito. Como los obispos debían terminar por la supresión de su tonsura, discutieron entre ellos como podrían hacerlo, si con navaja o tijera, y Huss gritó al emperador Segismundo:
—Ved cómo mis enemigos no llegan a entenderse siquiera sobre el modo de deshonrarme.
Luego de borrar su tonsura le pusieron en la cabeza una corona de papel de dos pies de alto, en la que estaban pintados tres horribles demonios arrebatando su alma, con la siguiente inscripción: «Este es el heresiarca».
—¡Abandonamos tu alma a Satán! —gritaron los obispos.
Huss juntó sus manos, levantó los ojos al cielo y repuso:
—Señor mío Jesucristo, que llevasteis una corona de espinas más dolorosa que la mía, por amor de Vos, yo, pobre pecador, llevo humildemente esta corona más ligera, aunque infamante.
Terminada la degradación, el Concilio lo abandonó al brazo secular. Según una antigua costumbre de la Iglesia, horriblemente hipócrita, maestro Juan fue entregado al emperador con la siguiente recomendación: «No sea condenado a muerte, sino a perpetua cautividad».
Segismundo, como todos los soberanos de entonces, sabía que estas palabras misericordiosas no eran más que una fórmula ritual, e interpretando su verdadero sentido, dijo al preboste de Constanza:
—Coged al maestro Juan Huss y quemadlo por hereje.
El preboste ordenó a sus gentes que lo condujesen a la hoguera tal como estaba, sin quitarle los dos hábitos superpuestos de paño negro que vestía a causa del frío de la prisión, su calzado, su ceñidor, su cuchillo, ni otras cosas que llevaba sobre él.
Al salir de la catedral vio cómo ardían en medio de la plaza todos sus libros, quema que le hizo sonreír.
Marchaba rodeado de guardias tranquilamente, con las manos libres, hablando a la muchedumbre. Detrás de él iba un ejército, más de tres mil soldados, y casi todo el vecindario de Constanza. Durante el trayecto se oyó muchas veces la voz del maestro Juan, gritando con fuerza:
—Jesucristo, hijo de Dios vivo, miserere nobis!
Cuando llegó al lugar del suplicio se hincó de rodillas tres veces ante el enorme montón de leña, volviendo a repetir la misma invocación. Quiso predicar al pueblo, y le negaron el permiso. Fue atado a un poste, en lo más alto de la pira, con una cadena al cuello. Sus pies descansaban en un taburete, y la mayor parte de su cuerpo desaparecía entre los leños y la paja, que le llegaban hasta la barba.
Todavía en esta posición los representantes del emperador lo invitaron a retractarse y salvar su vida. Huss por toda respuesta empezó a predicar sobre su inocencia, y aquéllos dieron la orden de prender fuego.
Como los verdugos habían derramado mucha pez sobre la hoguera, ésta ardió con instantánea combustión. En medio de las llamas se le oyó cantar: Jesu Christe, Fili Dei vivi, miserere nobis; pero no pudo repetir tales palabras, pues el humo lo asfixió.
Vicente Blasco Ibáñez
El Papa del mar
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