Durante dos años se «substanció» el proceso en los sótanos del Aposento de la Verdad, que Wisner más cautamente denomina Cuarto de la Justicia. Los verdugos guaykurúes de Bejarano y Patiño tuvieron bastante trabajo en esta laboriosa encuesta. Al fin las confesiones arrancadas a punta de los látigos «colas-de-lagarto» no dejaron un solo resquicio de duda. El 17 de julio de 1821 fueron ejecutados los sesenta y ocho reos acusados de alta traición en la conjura, tras la cual El Supremo Dictador condujo hasta su muerte la nave del Estado sin ulteriores complicaciones. En alguno de sus apuntes se lee esta apacible reflexión: «Los problemas de meteorología política fueron resueltos de una vez para siempre en menos de una semana por los pelotones de ejecución». (N. del C.)«El mayor placer del Dictador era hablar de su Ministerio de la Guerra. Una vez entró el armero con tres o cuatro mosquetes reparados. El Gran Hombre los llevó uno por uno al hombro y apuntando hacia mí, como para hacer fuego, apretó el gatillo varias veces sacando chispas al pedernal. Encantado, riendo a carcajadas me preguntó: —¿Qué creyó usted, Mister Robertson? ¡No iba a disparar sobre un amigo! ¡Mis mosquetes llevarán una bala al corazón de mis enemigos!
»Otra vez el sastre se presentó con una casaca para un granadero recluta. Se mandó entrar al conscripto. Se le hizo desnudar completamente para probársela. Después de sobrehumanos esfuerzos, pues bien se notaba que jamás había usado atuendo con mangas, el pobre muchacho lo logró. La casaca sobrepasaba todos los límites de la ridiculez. Sin embargo, había sido hecha de acuerdo con la fantasía y un diseño del propio Dictador. Elogió al sastre y amenazó al recluta con terribles castigos si el uniforme sufría por descuido la menor mancha. Salieron temblando sastre y soldado. Luego, guiñándome un ojo, me dijo: —C’est un calembour, Monsieur Robertson, qu’ils ne comprennent pas!
»Nunca vi a una niñita vestir su muñeca con más seriedad y deleite que los que este hombre ponía para vestir y equipar a cada uno de sus granaderos.» (Robertson, Cartas.)
Augusto Roa Bastos
Yo el Supremo
«Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres». Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.
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