Salieron a la calle negra, inhóspita y vacía. Daniel les acompañó un buen trecho y luego se separaron, quedando para verse al día siguiente. Al día siguiente estalló lo de Argelia.
Camiones militares en las calles. Alambradas ante el Quai d’Orsay, gritos por los Campos Elíseos y el helicóptero de la policía retumbando sobre los tejados. Todo el mundo pendiente de la prensa, de Córcega, del partido que tomaría el Ejército, del general De Gaulle. Los españoles traían el recuerdo del 18 de Julio, pero los amigos franceses aseguraban que el Ejército no se levantaría. Los del café hervían iracundos contra los paracaidistas, y en el Barrio Latino se iniciaban gestiones para una manifestación que nunca llegaba a organizarse.
Por fin, De Gaulle habló. La tarde de su esperada conferencia pilló a Pedro fuera del barrio, con Daniel, y no pudo volver a casa porque el centro estaba acordonado, casi en pie de guerra, y esta vez, además del helicóptero, una segunda avioneta sobrevolaba la ciudad a la caza de posibles manifestantes. Todos escuchaban, los soldados, junto a los aparatos de transmisiones, y la gente en casa o en los bares. Por media hora, la ciudad quedó inmóvil. Luego vino el lento éxodo de los que vivían en las afueras, porque los Sindicatos de transportes habían declarado la huelga y el Metro no funcionaba.
—No ha dicho mucho —comentaba Pedro, camino del hotel.