22 noviembre 2025

TODO VIAJE ES UNA BÚSQUEDA. (EXCEPTO CUANDO NO LO ES)

 TODO VIAJE ES UNA BÚSQUEDA. (EXCEPTO CUANDO NO LO ES)

Pues bien, la cosa es así: digamos, de forma puramente hipotética, que están leyendo un libro sobre un chico común y corriente de dieciséis años y que transcurre en el verano de 1968. El chico —llamémoslo Kip—, que espera librarse de su acné antes de ser reclutado, va camino al supermercado. Su bicicleta es de una sola marcha con freno de contrapedal, lo que le da muchísima vergüenza, y el tener que subirse a ella para hacerle un mandado a su madre le parece aún peor. Por el camino tiene un par de experiencias inquietantes, incluido un encuentro bastante desagradable con un pastor alemán, que culminan en el aparcamiento del supermercado cuando ve a la chica de sus sueños, Karen, riéndose y tonteando con Tony Vauxhall en su flamante vehículo Barracuda. De entrada, Kip odia a Tony porque tiene un apellido como Vauxhall y no como Smith, que a Kip le parece un apellido bastante flojo después de Kip, y porque el Barracuda es de color verde brillante y corre más o menos a la velocidad de la luz, y también porque Tony no ha tenido que trabajar un solo día en toda su vida. Entonces Karen, que está riendo y pasándoselo en grande, se vuelve y ve a Kip, que hace poco la invitó a salir, y sigue riéndose. (Podría parar de reírse y nos daría lo mismo, porque estamos considerando todo esto en sentido estructural. En la historia que estamos inventando, con todo, la chica se sigue riendo). Kip entra en la tienda para comprar el pan de molde que le ha encargado su madre, y tan pronto como agarra el pan decide que mentirá sobre su edad en la oficina de reclutamiento de la Marina, por más que ello signifique ir a Vietnam, pues está claro que nunca logrará nada en ese pueblo de mala muerte donde lo único que importa es cuánto dinero tiene el padre de uno. O pasa eso o Kip tiene una visión de san Abelardo (cualquier santo es bueno, pero nuestro autor imaginario ha elegido a uno relativamente poco conocido), cuyo rostro aparece en un globo rojo, amarillo o azul del supermercado. Para nosotros, la naturaleza de la decisión no importa más que si Karen sigue riendo o de qué color es el globo en el que se manifiesta el santo.

¿Qué acaba de ocurrir?

Si fuesen un profesor de literatura, y ni siquiera uno especialmente excéntrico, sabrían que acaban de ver a un caballero enfrentándose de forma no muy afortunada con su archienemigo.

En otras palabras, acaba de empezar una búsqueda.

Pero parecía que el chico iba a la tienda a comprar pan.

Cierto. Pero piensen en la búsqueda. ¿En qué consiste? Un caballero, un camino peligroso, un Santo Grial (sea lo que sea), al menos un dragón, un caballero maligno, una princesa. ¿Suena más o menos correcto? Es una lista satisfactoria: un caballero (llamado Kip), un camino peligroso (agresivo pastor alemán), un Santo Grial (en la forma de una bolsa de pan de molde), al menos un dragón (creedme, un Barracuda del ‘68 realmente echaba fuego), un caballero maligno (Tony), una princesa (que puede seguir riéndose o parar).

Fantasía marinera

ilustración

20 noviembre 2025

Azorín habla de aquellas fondas

 No podemos cerrar este capítulo sobre las ventas y las posadas sin hablar de las fondas. Leopoldo Alas ha dedicado —en su novela Superchería— unas páginas a pintar una de estas fondas pequeñas y destartaladas de viejas ciudades. Destaca Clarín entre sus coetáneos por su idealidad, su delicadeza, su emoción honda ante las cosas. El personaje retratado por Alas en su novela llega a la fonda de la ciudad en un ómnibus desvencijado, de noche. «Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda». «En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba en la pared desnuda la sombra del perro». Son clásicas esas llegadas a una fonda de noche, por las callejas sinuosas y obscuras, dando tumbos en un coche cuyos cristales hacen un traqueteo redoblante. Si es a la madrugada, la ciudad reposa en un profundo silencio; atrás —conforme caminamos hacia la ciudad— queda el resplandor de la estación, y el tren se aleja silbando agudamente. Todo está en silencio; en la fondita destartalada, un criado con la blanca pechera ajada dormita en una butaca. Hay en la pared un cartel de toros. Allá arriba se abre un pasillo al cual dan las puertas de los cuartos. Se oye a lo lejos, en la serenidad de la noche, el campaneo —a menudas campanaditas— de un convento. Nos acostamos pensando: «¿Hacia dónde caerá la catedral de esta ciudad que desconocemos? ¿Habrá aquí un paseo con viejos y copudos olmos? ¿Habrá una vieja ermita junto al río, como la de San Segundo, en Ávila? ¿Habrá en una callejuela solitaria y silenciosa una tiendecilla de hierros viejos y cachivaches donde nos sentaremos un momento para descansar de nuestras caminatas?».

A la mañana siguiente examinamos la fondita destartalada, al levantarnos. El pasillo largo —embaldosado de ladrillos rojizos, algunos sueltos— da a una galería, en la que se halla la camarilla excusada. En ella, lo mismo que en las habitaciones, los viajantes de comercio han ido pegando pequeños anuncios engomados: anuncios de coñacs, de jabones, de velas de cera, de quincallería, de vinos. Las puertas de las habitaciones tienen también, como en las posadas, agujeros y resquicios. Pende de la pared un cromo de colorines que representa el retrato de Isaac Peral o la torre Eiffel. Durante la noche, por el montante de la puerta, entra la luz del pasillo. A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo —consiguientemente de civilización— se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria —en las fondas— más silencio, blandura y confortación. ¡Oh, fonditas destartaladas, ruidosas, de mi vieja España! En 1851 escribía D. Antonio María Segovia en su Manual del viajero: «Nuestra rudeza menosprecia aquel refinamiento de comodidad doméstica que los ingleses especialmente han llevado a tan alto grado y llaman confort. Entre nosotros se tiene por delicadeza excesiva y ridícula el deseo de que no entre aire por las rendijas de las puertas; de que no estén los muebles empolvados; de que las sillas y sofás sean para sentarse y no como adorno de la sala; de que en todas las estaciones se mantenga la habitación a una temperatura conveniente; de que las chinches no inunden nuestra cama; de que la cocinera no esté cantando seguidillas a voz en grito, mientras el huésped duerme o trabaja; de que el criado no entre a servir suciamente vestido, con el cigarro en la boca ni apestando a sudor». ¡Oh, ventas, posadas y fonditas estruendosas y sórdidas de mi vieja España!


Azorín

Castilla

A modo de conversación o entendimiento

jardín,

17 noviembre 2025

Convivir con árboles

Convivir con árboles
Quien convive con árboles dispone
de poderes, pacta con semidioses
invencibles,
                  nadie
podrá usurparle nunca esa heredad.

Leves y bonancibles,
abandonan los días sus guaridas
y llegan al jardín enaltecidos.
La voz de la enramada reproduce
la voz de las raíces
                              y una mano suave
desaloja la vida de asperezas.

Fin y principio,
                       nadie
podrá impedir que esta alianza
perpetúe sus sellos, determine
el veredicto de una convivencia
que engrandece a la larga el rango de los árboles.

Bajo las frondas indulgentes
se dignifica el flujo vegetal de los cuerpos.

                                       J.M. Caballero Bonald

(“Somos el tiempo de nos queda”
Página 572
Obra poética completa 1952 – 2009
Edición actualizada Austral)

José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera11 de noviembre de 1926) es un escritor español, que ha sobresalido principalmente como poeta.​ La cuidadosa utilización del lenguaje y el barroquismo caracterizan su obra. 

Siempre querrás pasar a través de la puerta

Siempre querrás pasar a través de la puerta

13 noviembre 2025

FREIRE DE REGO

FREIRE DE REGO

DURANTE unos años, allá por los veinte de este siglo, iba mucho por la botica de mi padre un tal Freire de Rego, Benito Freire, un menciñeiro que todo lo curaba con agua, guiándose, además, por la luna y las estrellas. Freire usaba mucha agua de alba, y se tenía por muy científico porque un médico de Santiago le había regalado un folleto con una conferencia de un alemán que se titulaba precisamente El poder desinfectante del agua. Pero, además, Freire pasaba por mágico. Se contaban de él historias como que, por ejemplo, cuando estaba curando un enfermo y lo llevaba al río Tambre para baños, Freire metía una vela encendida en el río, bajo las aguas, y la vela no se apagaba mientras Freire le hablaba. Si era cierto, era un gran prodigio, y habría que saber lo que Freire le decía a la vela, y si había truco, ¿de dónde lo habría sacado? Freire era de mediana estatura y pelo rojizo, lo que hacía, por la desconfianza antigua del gallego hacia los de pelo rojo, que algunas personas que iban a él de consulta, rechazaran, al verle la cabellera, sus servicios. Freire solía poner a sus enfermos a una dieta de leche de burra.
Freire tenía unos parientes cerca de Mesía o de Teixeiro, conocidos por los Leirado da Agoeira. Un tal Segundo Leirado fue a servir al rey cuando la última guerra carlista, y como era muy jinete estaba en la escolta de Primo de Rivera, el primer marqués de Estella. El rey Alfonso XII llegó al frente del Norte con un gran catarro, y los Leirado aseguran que el médico del rey, Sánchez Camisón, atendió las razones de su abuelo el señor Segundo y puso a don Alfonso a leche de burra. Segundo Leirado había encontrado una burra francesa, muy pacífica, en Puente la Reina, y que daba la leche muy gorda, que es lo pedido. Quisieron comprar la burra para llevada a Palacio, a Madrid, ya que los catarros de Alfonso eran tan frecuentes, pero mientras llegaban o no llegaban los dineros, unos desertores, o unos gitanos, que esto no está claro, robaron la burra. Una pérdida nacional.
Los Leirado hablan de aquella burra como si todos la hubieran conocido, y Freire do Rego su pariente, también.
—¡Era una burra teixa recastada de bordelesa! —decía uno.
—¡Recortada, que son las mejores! —decía otro.
—¡Sosegada! —sentenciaba la abuela, hija del señor Segundo.
Alfonso XII, cuando se fue a casa desde el frente, le dio de regalo a Segundo un reloj de plata. Hizo la entrega el general Dabán, quien dijo solemne:
—¡Este reloj de plata para el lancero Segundo Leirado Pérez con la gratitud de Su Majestad el rey!
En la casa de la Agoeira conservan el reloj, envuelto en un paño de terciopelo verde. Cuando muere alguien de la familia, le dan cuerda y se lo ponen entre las manos al difunto durante el velatorio. Lo que da ocasión para que se cuente de nuevo la historia de la famosa burra de leche, recastada de bordelesa.

Álvaro Cunqueiro

Las historias gallegas

Digitalis purpurea L.

 Digitalis purpurea L.

11 noviembre 2025

Las grandes lluvias

Las grandes lluvias

Hace algunos años que reinaba la sequía estival en el Oeste de Alemania. Secaban los pozos, no daban las fuentes más que un débil hilillo de agua, y en los ríos sin caudal morían los peces. Creo que ya lo conté aquí mismo, y que en una aldea de la comarca azotada por la sequía estaba acantonada una unidad del ejército norteamericano, en la que prestaba servicios un soldado de raza siuj, un nieto de los grandes jefes que cabalgaron las praderas del Far West, devorando bisontes y saludando en los días de luna llena al Gran Manitú, juez clemente con los valerosos. El soldado indio se ofreció para practicar los ritos de su tribu, lo que fue aceptado. Y una mañana, ante la expectación de los germanos, serios desde Tácito, en la plaza de un pequeño pueblo, pintó el suelo con tizas de colores y bailó la danza ad pretendam pluviam. Una hora duró el baile ritual, y poco después aparecieron en el horizonte esas grandes y hermosas nubes que el viento del Oeste regala en los primeros días del otoño, y a media tarde comenzó a llover, y una vez más se cumplió aquello que para los antiguos griegos era dogma: un rito rectamente cumplido es siempre eficaz. Habrá habido, sin duda, gentes que dijeran que la sequía no iba a durar siempre, y que algún día tenía que llover. El incrédulo, que por racionalista resulta después que es el máximo crédulo, es especie que abunda. Y en la sequía pasada me sorprendió, y he de decirlo, que no hubo noticia de que se celebrasen rogativas pidiendo la bendición del agua para los campos, y me pregunto si, por casualidad, o por nueva teología —dicho sea latu sensu—, las rogativas, ya pidiendo lluvia, ya serenidad, se habrán transformado en antiguallas preconciliares. Pero éste es otro tema.
Vinieron las lluvias cuando yo estaba buscando en mis libretas de notas datos sobre sequías. Y ya no me sirven de nada los hallados, pues que llueve, para el artículo que pensaba escribir. Aunque algo puedo aprovechar, como, por ejemplo, un aviso de Jerónimo de Barrionuevo, fechado el 5 de enero de 1656, reinando en las Españas la pomposa majestad de Felipe IV —«grande eres Felipe a manera de hoyo», etc.—. Y la noticia de Barrionuevo dice así: «Avisan de Sevilla que una niña de ocho años, hija de gente humilde y pobre, tiene espíritu de profecía. Llamóla el arzobispo, y examinándola primero en la doctrina cristiana, según lo que se puede saber en aquellos primeros años, le preguntó cuándo llovería, por la mucha necesidad que se tiene de agua. Respondióle que a los quince llovería muy bien. Replicóle: “¿Pues, qué sabes de los quince ni veinte?”. Replicóle la niña: “Sí sé, y que somos hoy a los diez”. Y sucedió como lo dijo». Pero el arzobispo sevillano quería saber algunas cosas más, y prosiguió en el interrogatorio de la niña, inquiriendo cuándo sería la llegada de los galeones de Indias, con el oro y la plata. La niña bajó la cabeza, miró al suelo, y al final dijo que veía y no veía la flota, que los vientos le eran contrarios, y que llegaría con el favor de Dios. Lo que no era, en verdad, afirmar mucho. (A 2 de febrero aún no había llegado la flota y el rey estaba sin blanca; se hablaba de empréstitos sobre la plata de las iglesias; y al fin se supo que la flota se había vuelto, con el temporal de la mar, a Cartagena de Indias, y en cuestión de tesoros ya sólo se hablaba de la herencia del arzobispo de Burgos, de la cual treinta y una arrobas de oro y cuarenta y seis de plata llegaron a Madrid alrededor del 12 de febrero de 1656. Se depositaron en casa de un ginovés, Piquinoti, y se decía en la Corte que iban a ser repartidas esas riquezas entre el ejército de Cataluña y las plazas de armas de Extremadura y Galicia —era la guerra contra el Braganza—, «donde por falta de dinero hay muy poca gente, o nada». Seis de las arrobas de plata del burgalés, eran de cucharas y tenedores).
Felipe IV, enterado de la niña profetisa de Sevilla, mandó que se la llevasen a Madrid, creyendo que con su ayuda su gobierno acertaría en algo. Barrionuevo lo duda, irónico y pesimista. El español de entonces esperaba cada día el milagro que lo arreglase todo. Algo ha cambiado ese apetito del milagro por el hispano, pero no mucho. Leo en un periódico que se organizan excursiones «nacionales» para ir a Villanueva de la Serena el próximo día 23, con motivo de la prueba del motor movido por agua.


Álvaro Cunqueiro
Viajes imaginarios y reales

Iglesia de san Manuel y san Benito

Iglesia de san Manuel y san Benito desde El Retiro

09 noviembre 2025

Volando con el trueno

Volando con el trueno

Hace exactamente dos años que me senté a esta misma máquina, en la redacción de «Faro de Vigo», a escribir mi primer artículo de ésta ya quizás excesiva serie de «El envés». Y lo titulaba así: «Volando con el trueno». No lo quiero releer. Supongo que hablaría de Cuchulain, y del arcángel Izrail, y del enano secreto del Basileo, y del mago Virgilio, tan famoso en la Edad Media romana, leyenda del Virgilio latino de la melancolía geórgica y de los viajes de Eneas, el último nostos de la diáspora troyana. Escribí aquel artículo porque aquel día abría sus rayos una tormenta en el fondo de saco de la ría, sobre la isla de San Simón y el Berdugo, bajo la puente militar de Sampaio —escribíamos Berdugo con B, que es lo propio—, y sonaba el trueno solemnemente, lo mismo que hoy, en que me cogió la tronada en las afueras, sentado entre boticarios, comiendo honestamente en honor de su presidente provincial, Domingo Fernández del Riego, bajo una parra de alicante morisco, que por cierto abre muy bellamente y es la tal para una sombra de mayo. Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.
Cuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano. Era el príncipe de los nubeiros entre los gaélicos, de esos humanos que arriendan el rayo, o como Emil, el sobrino de Diterico de Berna, lo saben transformar en rutilante espada o en larga lanza. No sé dónde leí —que ya van olvidados los más de los libros, compañeros de mocedad— que en Zelanda, en las aldeas, los labriegos y pescadores cebaban a una mujer, la cual, engordando, con sus mantecas ahuyentaba la chispa. He sido una vez, en el País Vascongado, dueño de una piedra serpentina, de una ofita, que procedía de cabaña de pastor pirenaico, en la cual hacía oficio de espantarrayos en los días tormentosos, y en las horas calmas servía para, calentada en las brasas y metida luego en la olla de barro, ayudar a hervir presto a la leche, a la que daba un sabor peculiar. Los vascones le llaman a la piedra serpentina cincunegui, que vale por «piedra de la cigüeña». También la Ciconia alba, en las altas torres donde anida, preserva del rayo…
Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.
De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil. Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra…». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.


Álvaro Cunqueiro
Viajes imaginarios y reales

Lilas

De su belleza, de su perfume

07 noviembre 2025

SAN ACÁ Y SAN ALLÁ

 SAN ACÁ Y SAN ALLÁ

* ¿Qué día es hoy? Hoy es San Acá y San Allá.

Santos de un almanaque cómico popular se veneran en los mismos altares que San Inojo, San Gilando San-se acabó (que no tiene vigilia), el Santo y la Santa de Pajares, San Macarro, San Babilés, San Juan de Estopa, San Benito de Palermo, Santo Leprisco, San Ciruelo y San Porro, santos que, como diría Quevedo, ha canonizado la picardía con poco temor de Dios.

(Rodríguez Marín. Quinientas comparaciones populares.)

Dícese la frase en días de mucho ir y venir de gentes, con ocasión de fiestas ó disturbios; cuando hombres y mujeres andan al retortero, y entran y salen sin cesar, y van de arriba abajo y de abajo arriba, por aquí me entro y por allí me salgo.




del libro de

Luis Montoto y Rautenstrauch

Personajes, personas y personillas que corren por las tierras de ambas Castillas

De lecturas varias

Leyendo "De noche, bajo el puente de piedra"

02 noviembre 2025

Celebrando el "Día de los Santos" en un lugar de Castilla

 Sacó entonces del bolsillo un libro que había cogido en la sacristía y les había mostrado a los demás «la Tremenda» que tenían que aprenderse. Aunque solo una parte, que era la que debían cantar después de rezar el rosario en el cementerio, la tarde del «Día de Todos los Santos». De manera que el señor Félix les leyó el texto de «la Tremenda» que estaba en el libro, con alguna de las traducciones de palabras que el sacristán había oído a don Plácido el cura viejo, y las repitió una y otra vez, y luego hizo una copia para cada uno y repitió de nuevo lo que significaban en castellano.

Leía el señor Félix el sacristán: «Líberame Dómine de morte eterna, in die ila tremenda cuando celi movendi sun e terra». Y esto quería decir que el Señor nos libre de la muerte eterna, cuando se muevan los cielos y la tierra. Y dijo que debían contestar los demás: «Dies ila, dies ile, calamitátis e miserie, dies magna et amara valde. Dum véneris iudicare séculum per inem».

Y esto quería decir que era un día de calamidad y miseria y amargo mucho, cuando vengas a juzgar el mundo por el fuego. Y concluía el sacristán: «Requiem eternam donaeis, Dómine, e lux perpétua luceatéis».

—Y esto de la luz eterna que luce para siempre ya lo entiende todo el mundo ¿no? —preguntó el señor Félix.

Todos cogieron su papel y todos quedaron conformes, porque lo de la luz eterna siempre les consolaba mucho.

—¿Y ya os acordaréis qué tarde de sol hizo aquella tarde de todos los santos del año pasado? —dijo la maestra antigua que fue quien hizo las copias, y las había distribuido ahora.

Porque pudieron rezar un rosario por todos los difuntos y luego fueron a la sepultura de don Plácido para cantar «la Tremenda» aunque se sabían menos de ella entonces que este año cuando lo estudiase cada uno de ellos. Pero, de repente, mientras la estaban ensayando un poco y luego comenzaron la interpretación, se formó un nublado y empezó a caer nieve con copos tan grandes como si fueran pañizuelos de blonda y puntilla, que se iban extendiendo y cubriendo primero el suelo y luego unos encima de otros, y la nieve iba subiendo y subiendo que a todos les embobaba, pero también se preguntaban cómo volverían a casa porque les parecía verdaderamente que estaba ocurriendo lo que se decía en «la Tremenda» como si hubiera llegado la ira de Dios verdaderamente, pero esta fuera ablandándola esta vez, poquitos a poquitos con aquellas gasas blancas, porque, si no fuera por esto, la ira de Dios de verdad de verdad no la aguantarían ellos, ni nadie.

—Que sea lo que Dios quiera, pero nosotros continuamos —dijo el señor Félix, el sacristán.

Y entonces fue cuando se oyeron explosiones de una motocicleta en medio de aquella oscuridad, y parecía que verdaderamente temblaban los cielos y la tierra y enseguida adivinaron que era el Semanero, que paró luego la moto a la puerta del cementerio y se fue acercando al grupo que cantaba en torno o tono, vestido de monaguillo y del sacristán que llevaba la guía en el canto de «la Tremenda». Y entonces la señora Micaela se separó un poco del grupo, se acerco a él y le dijo que, en buena hora era si había venido a aprender latín, para rezar como debía ser, y así ya podía ponerse a rezar como los demás, si quería, pero que no le necesitaban para nada, porque ya se sabían de siempre el padrenuestro y ahora se habían aprendido «la Tremenda» en latín y se la iban a aprender mejor, y hasta tocaban una campana pequeña que siempre les había dado alegría y hacía treinta años que no se tocaba.

Y no le dijo más al Semanero, ni nadie le dijo nada, porque al fin y al cabo estaba allí como era su deber. Y él mismo fue el que dijo que siguiésemos cantando «la Tremenda» como la hubiéramos aprendido, llena de faltas latinas y todo.


 de LOS LATINES en 

LA QUERENCIA DE LOS BÚHOS
CUENTOS
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

Vislumbre

Vislumbre

01 noviembre 2025

Qué bien me parecéis, jarcias y entenas,

AGRADECE, EN ALEGORÍA CONTINUADA, A SUS TRABAJOS SU DESENGAÑO Y SU ESCARMIENTO.

SONETO

¡Qué bien me parecéis, jarcias y entenas,
vistiendo de naufragios los altares,
que son peso glorioso a los pilares
que esperé ver tras mi destierro apenas!

Símbolo sois de ya rotas cadenas
que impidieron mi vuelta, en largos mares;
mas bien podéis, santísimos lugares,
agradecer mis votos en mis penas.

No tanto me alegrárades con hojas
en los robres antiguos, remos graves,
como colgados en el templo y rotos.

Premiad con mi escarmiento mis congojas;
usurpe al mar mi nave muchas naves;
débanme el desengaño los pilotos.

[Parnaso, 83. b]

Francisco de Quevedo y Villegas
Poemas metafísicos

Piscina natural, caudal escaso

Piscina natural, caudal escaso