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11 noviembre 2025

Las grandes lluvias

Las grandes lluvias

Hace algunos años que reinaba la sequía estival en el Oeste de Alemania. Secaban los pozos, no daban las fuentes más que un débil hilillo de agua, y en los ríos sin caudal morían los peces. Creo que ya lo conté aquí mismo, y que en una aldea de la comarca azotada por la sequía estaba acantonada una unidad del ejército norteamericano, en la que prestaba servicios un soldado de raza siuj, un nieto de los grandes jefes que cabalgaron las praderas del Far West, devorando bisontes y saludando en los días de luna llena al Gran Manitú, juez clemente con los valerosos. El soldado indio se ofreció para practicar los ritos de su tribu, lo que fue aceptado. Y una mañana, ante la expectación de los germanos, serios desde Tácito, en la plaza de un pequeño pueblo, pintó el suelo con tizas de colores y bailó la danza ad pretendam pluviam. Una hora duró el baile ritual, y poco después aparecieron en el horizonte esas grandes y hermosas nubes que el viento del Oeste regala en los primeros días del otoño, y a media tarde comenzó a llover, y una vez más se cumplió aquello que para los antiguos griegos era dogma: un rito rectamente cumplido es siempre eficaz. Habrá habido, sin duda, gentes que dijeran que la sequía no iba a durar siempre, y que algún día tenía que llover. El incrédulo, que por racionalista resulta después que es el máximo crédulo, es especie que abunda. Y en la sequía pasada me sorprendió, y he de decirlo, que no hubo noticia de que se celebrasen rogativas pidiendo la bendición del agua para los campos, y me pregunto si, por casualidad, o por nueva teología —dicho sea latu sensu—, las rogativas, ya pidiendo lluvia, ya serenidad, se habrán transformado en antiguallas preconciliares. Pero éste es otro tema.
Vinieron las lluvias cuando yo estaba buscando en mis libretas de notas datos sobre sequías. Y ya no me sirven de nada los hallados, pues que llueve, para el artículo que pensaba escribir. Aunque algo puedo aprovechar, como, por ejemplo, un aviso de Jerónimo de Barrionuevo, fechado el 5 de enero de 1656, reinando en las Españas la pomposa majestad de Felipe IV —«grande eres Felipe a manera de hoyo», etc.—. Y la noticia de Barrionuevo dice así: «Avisan de Sevilla que una niña de ocho años, hija de gente humilde y pobre, tiene espíritu de profecía. Llamóla el arzobispo, y examinándola primero en la doctrina cristiana, según lo que se puede saber en aquellos primeros años, le preguntó cuándo llovería, por la mucha necesidad que se tiene de agua. Respondióle que a los quince llovería muy bien. Replicóle: “¿Pues, qué sabes de los quince ni veinte?”. Replicóle la niña: “Sí sé, y que somos hoy a los diez”. Y sucedió como lo dijo». Pero el arzobispo sevillano quería saber algunas cosas más, y prosiguió en el interrogatorio de la niña, inquiriendo cuándo sería la llegada de los galeones de Indias, con el oro y la plata. La niña bajó la cabeza, miró al suelo, y al final dijo que veía y no veía la flota, que los vientos le eran contrarios, y que llegaría con el favor de Dios. Lo que no era, en verdad, afirmar mucho. (A 2 de febrero aún no había llegado la flota y el rey estaba sin blanca; se hablaba de empréstitos sobre la plata de las iglesias; y al fin se supo que la flota se había vuelto, con el temporal de la mar, a Cartagena de Indias, y en cuestión de tesoros ya sólo se hablaba de la herencia del arzobispo de Burgos, de la cual treinta y una arrobas de oro y cuarenta y seis de plata llegaron a Madrid alrededor del 12 de febrero de 1656. Se depositaron en casa de un ginovés, Piquinoti, y se decía en la Corte que iban a ser repartidas esas riquezas entre el ejército de Cataluña y las plazas de armas de Extremadura y Galicia —era la guerra contra el Braganza—, «donde por falta de dinero hay muy poca gente, o nada». Seis de las arrobas de plata del burgalés, eran de cucharas y tenedores).
Felipe IV, enterado de la niña profetisa de Sevilla, mandó que se la llevasen a Madrid, creyendo que con su ayuda su gobierno acertaría en algo. Barrionuevo lo duda, irónico y pesimista. El español de entonces esperaba cada día el milagro que lo arreglase todo. Algo ha cambiado ese apetito del milagro por el hispano, pero no mucho. Leo en un periódico que se organizan excursiones «nacionales» para ir a Villanueva de la Serena el próximo día 23, con motivo de la prueba del motor movido por agua.


Álvaro Cunqueiro
Viajes imaginarios y reales

09 noviembre 2025

Volando con el trueno

Volando con el trueno

Hace exactamente dos años que me senté a esta misma máquina, en la redacción de «Faro de Vigo», a escribir mi primer artículo de ésta ya quizás excesiva serie de «El envés». Y lo titulaba así: «Volando con el trueno». No lo quiero releer. Supongo que hablaría de Cuchulain, y del arcángel Izrail, y del enano secreto del Basileo, y del mago Virgilio, tan famoso en la Edad Media romana, leyenda del Virgilio latino de la melancolía geórgica y de los viajes de Eneas, el último nostos de la diáspora troyana. Escribí aquel artículo porque aquel día abría sus rayos una tormenta en el fondo de saco de la ría, sobre la isla de San Simón y el Berdugo, bajo la puente militar de Sampaio —escribíamos Berdugo con B, que es lo propio—, y sonaba el trueno solemnemente, lo mismo que hoy, en que me cogió la tronada en las afueras, sentado entre boticarios, comiendo honestamente en honor de su presidente provincial, Domingo Fernández del Riego, bajo una parra de alicante morisco, que por cierto abre muy bellamente y es la tal para una sombra de mayo. Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.
Cuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano. Era el príncipe de los nubeiros entre los gaélicos, de esos humanos que arriendan el rayo, o como Emil, el sobrino de Diterico de Berna, lo saben transformar en rutilante espada o en larga lanza. No sé dónde leí —que ya van olvidados los más de los libros, compañeros de mocedad— que en Zelanda, en las aldeas, los labriegos y pescadores cebaban a una mujer, la cual, engordando, con sus mantecas ahuyentaba la chispa. He sido una vez, en el País Vascongado, dueño de una piedra serpentina, de una ofita, que procedía de cabaña de pastor pirenaico, en la cual hacía oficio de espantarrayos en los días tormentosos, y en las horas calmas servía para, calentada en las brasas y metida luego en la olla de barro, ayudar a hervir presto a la leche, a la que daba un sabor peculiar. Los vascones le llaman a la piedra serpentina cincunegui, que vale por «piedra de la cigüeña». También la Ciconia alba, en las altas torres donde anida, preserva del rayo…
Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.
De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil. Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra…». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.


Álvaro Cunqueiro
Viajes imaginarios y reales