Esquilo
Orestíada
Esquilo
Orestíada
VARIAS veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.
Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido ni definir qué entendía por enredos políticos.
Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna un día de mercado.
Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento despejado —esta era su palabra favorita—, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.
Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.
Hace unos años, pocos días después de la muerte del exministro don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:
—Oye, Shanti —me dijo.
—¿Qué hay?
—¿Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir?
—No sabía nada.
—Pues entre esos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.
Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.
Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solidifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.
Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.
Mi cama metálica esmaltada en blanco sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado.
Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo del pie de mi cama. Mientras dura su visita —y los abogados tienen siempre mucho que contar— este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.
De cómo fui nombrado biógrafo del duque ante el rey de España con un chorizo de Cantimpalos en la mano
El 23 de abril de 1985, en la Universidad de Alcalá, el novelista Torrente Ballester acababa de pronunciar en el paraninfo el discurso de aceptación del Premio Cervantes, y después de la ceremonia, con la imposición de la inevitable medalla, se celebraba un vino español en el severo claustro renacentista alegrado con algunas flores y setos trasquilados. Bandejas de canapés y chorizos de Cantimpalos, cuya grasa brillaba de forma obscena bajo un sol de primavera, pasaban a ras del pecho de un centenar de invitados, gente de la cultura, escritores, políticos, editores, poetas. Uno de ellos era Jesús Aguirre, duque de Alba. Lo descubrí en medio del sarao, transfigurado, redivivo, como recién descendido del monte Tabor. Me acerqué y le dije bromeando: «Jesús, ¿puedo tocarte para comprobar si eres mortal?». El duque me contestó: «Querido, a ti te dejo que me toques incluso las tetillas». Vista la proposición, expresada con una dosis exacta de ironía y malicia, le confesé que me proponía saludar al Rey, pero que en este caso prefería la compañía de un Alba a la de un Borbón. «¿No conoces a Su Majestad?» El duque tiró de mí para conducirme ante la presencia del monarca. Saludar al Rey después del frustrado golpe de Tejero del 23-F era un acto que estaba ya bien visto, incluso era buscado por los ácratas más crudos. El anarquista celeste Gil-Albert, poeta de la generación del 27, regresado del exilio de México, me dijo un día: «He rechazado muchas invitaciones a palacio, pero ahora no me importaría ir a Madrid a darle la mano a ese chico».
Don Juan Carlos vestía chaqué, empuñaba una vara de mando, se adornaba con el toisón de oro, un collarón con catorce chapas doradas, instituido en 1430 por Felipe III de Borgoña en honor de sus catorce amantes, que al parecer tenían todas el sexo rubio, como el vellocino de oro. Nuestro Rey lucía esa orden y ahora estaba rodeado de tunos cuarentones que se daban con la pandereta en la cabeza, en el codo, en las nalgas, en los talones y le cantaban asómate al balcón carita de azucena y no sé qué más, como si fuera una señorita casadera. Jesús Aguirre se abrió paso en el enjambre de guitarras y plantado ante el Rey dijo muy entonado: «Majestad, le presento a mi futuro biógrafo». Y a continuación pronunció mi nombre y apellido, mascando con fruición las sílabas de cada palabra. El Rey echó el tronco atrás con una carcajada muy espontánea y exclamó: «Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado». Esta salida tan franca no logró que el duque agitara una sola pestaña, sino una sonrisa cínica, marca de la casa. En ese momento, entre el rey de España, el duque de Alba y este simple paisano apareció a media altura una bandeja de aluminio llena de chorizos de regular tamaño, cada uno traspasado por un mondadientes, como se ven en la barra de los bares de carretera a merced de los camioneros. Una señora vestida en traje regional, de alcarreña o algo así, ofreció el presente con estas palabras: «¿Un choricito, Majestad?». Y Su Majestad exclamó: «¡Hombre, un chorizo! ¡Venga, a por él!». Jesús Aguirre, obligado tal vez por el protocolo, alargó también la mano. Con un chorizo ibérico en el aire trincado con el mondadientes, Su Majestad me dijo: «Y tú qué, ¿no te animas?». Contesté algo confuso: «No puedo, señor, estoy cultivando una úlcera de duodeno con mucho cariño».
Con la boca llena de chorizo, ni el Rey ni el duque podían emitir palabra alguna y menos una opinión que no fuera el placer que se les escapaba a través de una mirada turbia, y por mi parte yo no encontraba un pensamiento que fuera el apropiado para la ocasión. Mientras ambos en silencio salivaban el don del cerdo, pude contemplar cómo por la barbilla real y por la comisura del duque se deslizaba una espesa veta de grasa, imagen de una felicidad que más que a la monarquía y al ducado correspondía al pueblo llano. «No sabes lo que te pierdes», dijo el rey de España cuando ya pudo hablar. Los tunos habían acompañado este encuentro con la canción de Clavelitos y luego se fueron a dar la tabarra a otros invitados.
En la fiesta se comentaba el atentado acaecido unos días antes en el restaurante El Descanso, cerca de Torrejón, atribuido a la Yihad Islámica, que había cosechado dieciocho muertos y más de ochenta heridos. La posibilidad de saltar por los aires mientras uno come chuletas con la familia en un merendero, a causa de un hipotético agravio a una secta religiosa o por una injusticia social que sucede en cualquier rincón del mundo, comenzaba a ser incorporada a la conciencia colectiva española. El sentido de la culpa universal era una dádiva que acababa de regalarnos la historia y que ya no nos iba a abandonar. Usted es responsable de la cólera de un fanático, que expresa su venganza a diez mil kilómetros de distancia. «¿Otro choricito, Majestad?» «No, gracias», dijo el monarca.
El galardonado Torrente Ballester andaba cegato, irónico y un poco perdido recibiendo parabienes de todo el mundo en medio del cotarro. El duque de Alba y el escritor se encontraron y, después de abrazarse y felicitarse mutuamente, comenzaron a recordar detalles de una escena extraña que, al parecer, compartieron hacía ya muchos años. «Fue en mi piso de la avenida de los Toreros -dijo Torrente- cuando sucedió aquel prodigio. De pronto, Dios se apareció debajo de la cama de mi hijo Gonzalito y, como tú entonces eras el cura más moderno del mundo, te llamó Ridruejo para que nos sacaras de aquel apuro». El duque sonrió: «Lo recuerdo muy bien. Fue prácticamente la última vez que ejercí el ministerio eclesiástico antes de abrirme al laicado. No está mal haber terminado con aquello asistiendo a un milagro, ¿no te parece?». El relato de este lance surrealista quedó interrumpido porque en ese momento vino alguien con la noticia que Camilo José Cela, al que negaban el galardón año tras año, acababa de declarar en Radio Nacional que el Premio Cervantes era una mierda. «Este Camilón ha ido a Estocolmo a promocionarse para el Nobel. Ante el pleno de la Academia Sueca ha afirmado que puede absorber por el culo una palangana llena de agua», comentó Torrente. «En ese caso, seguro que le dan el Nobel de Física», dijo el duque.
Puesto que me había nombrado su biógrafo oficial siendo testigo el rey de España, lamenté no tener el talento de Valle-Inclán, ya que Jesús Aguirre, como personaje, podía desafiar con ventaja a cualquier ejemplar de la corte de los milagros. Según Valle-Inclán, el esperpento consiste en reflejar la historia de España en los espejos deformantes del callejón del Gato. Si este hijo natural, clérigo volteriano, luego secularizado y transformado en duque de Alba, se hubiera expuesto ante esos espejos, probablemente los habría roto en pedazos sin tocarlos o tal vez en el fondo del vidrio polvoriento habría aparecido la figura del Capitán Araña.
Terminado el acto académico en Alcalá de Henares, cuando regresaba a Madrid, en la radio del coche balaba la cabrita de Julio Iglesias echando caramelos por la boca. El locutor interrumpió la canción Soy un truhán, soy un señor para dar la noticia de la muerte de otro militar a manos de ETA, seguida de las condolencias y repulsas de los políticos, entre las que sobresalía la voz engallada del ministro socialista de Interior con la amenaza difusa de tomar represalias. Luego en la radio sonó El vals de las mariposas, de Danny Daniel, mientras yo trataba de recordar cuándo y en qué lugar me había encontrado por primera vez con Jesús Aguirre.
Manuel Vicent
Aguirre, el magnífico
Muchos son los detalles que lo proclaman: el callejón de Midaq fue una de las joyas de otros tiempos y actualmente es una de las rutilantes estrellas de la historia de El Cairo. ¿A qué El Cairo me refiero? ¿Al de los fatimíes, al de los mamelucos o al de los sultanes? La respuesta sólo la saben Dios y los arqueólogos. A nosotros nos basta con constatar que el callejón es una preciosa reliquia del pasado. ¿Cómo podría ser de otra manera con el hermoso empedrado que lleva directamente a la histórica calle Sanadiqiya? Además tiene el café que todos conocen como el Café de Kirsha, con muros adornados de coloridos arabescos. De los del callejón, actualmente desconchados, todavía se desprenden los olores de las antiguas drogas, populares especias y remedios de hoy y de mañana…
Aunque el callejón está totalmente aislado del bullicio exterior, tiene una vida propia y personal. Sus raíces conectan, básica y fundamentalmente, con un mundo profundo del que guarda secretos muy antiguos.
Se anunciaba la puesta de sol, envolviendo al callejón de Midaq en un velo de sombras, más oscuro aún porque estaba encerrado entre tres paredes, como una ratonera. Se entraba a él por la calle Sanadiqiya, y luego el camino subía en desorden, flanqueado por una tienda, un horno y un café a un lado, por otra tienda y un bazar al otro, para acabar de pronto, igual que acabó su pasado glorioso, ante dos inmuebles contiguos, compuestos de tres pisos cada uno.
Los ruidos del día se habían apagado y se comenzaban a oír los del atardecer, susurros dispersos, un «Buenas noches a todos» por aquí, un «Pasa, es la hora de la tertulia» por allá. «¡Despierta, tío Kamil y cierra la tienda!». «¡Cambia el agua del narguile, Sanker!». «¡Apaga el horno, Jaada!». «Este hachís me duele en el pecho». «Cinco años de apagones y bombardeos es el precio que hemos de pagar por nuestros pecados».
Dos tiendas, sin embargo, la del tío Kamil, el vendedor de dulces, a mano derecha de la entrada del callejón, y la barbería de enfrente, no cerraban hasta después de la puesta del sol. El tío Kamil tenía la costumbre de sentarse a la puerta de su tienda y de dormir con un matamoscas sobre el pecho. No se despertaba hasta que no entraba un cliente, a no ser que Abbas, el barbero, lo hiciera con una de sus bromas. Era un hombre corpulento, con dos piernas como troncos y un enorme trasero redondo como la cúpula de una mezquita: la parte central reposaba en la silla y el resto desbordaba por los lados. Tenía la barriga como un tonel y los pechos parecían melones. El cuello no se veía, pero de entre los hombros salía un rostro redondo, hinchado e inyectado en sangre, con los rasgos desdibujados por la dificultosa respiración. Remataba el conjunto una cabeza pequeña, calva y de piel pálida y rubicunda como la del resto del cuerpo. Jadeaba constantemente, como si acabara de correr un maratón, y no era capaz de vender un solo dulce sin que volviera a vencerle el sueño. La gente le decía que se moriría el día menos pensado, con el corazón asfixiado bajo la grasa. Y él no los contradecía, sino al contrario. ¿Qué más le daba morir, si se pasaba la vida durmiendo?
Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.
Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Esa situación, que se prolongaba ya por tres días, era dolorosa no sólo para el matrimonio, sino también para los demás miembros de la familia y la servidumbre. Tanto unos como otros se daban cuenta de que no tenía sentido que siguieran viviendo juntos, que los huéspedes ocasionales de cualquier pensión tenían más cosas en común que cuantos habitaban esa casa. La mujer no salía de sus habitaciones, y el marido hacía ya tres días que no ponía el pie por allí. Los niños corrían de un lado para otro desconcertados; la institutriz inglesa había discutido con el ama de llaves y había escrito una nota a una amiga en la que le solicitaba que le buscara una nueva colocación; el cocinero se había largado el día anterior, a la hora de la comida; la pinche y el cochero habían pedido que les abonaran lo que les debían.
Tres días después de la discusión, el príncipe Stepán Arkádevich Oblonski —Stiva para los amigos— se despertó a las ocho, como de costumbre, pero no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, sobre un sofá de cuero. Como si deseara dormir aún un buen rato, volvió su cuerpo grueso y bien cuidado sobre los muelles del sofá y, abrazando con fuerza el cojín por el otro lado, lo apretó contra su mejilla; pero de pronto se incorporó con gesto brusco, se sentó y abrió los ojos.
«A ver, a ver, ¿qué es lo que pasaba? —pensaba, tratando de recordar los detalles del sueño que había tenido—. ¿Qué es lo que pasaba? ¡Ah, sí! Alabin daba una comida en Darmstadt. No, no era en Darmstadt, sino en algún lugar de América. Sí, pero el caso es que Darmstadt estaba en América. Sí, Alabin daba una comida en mesas de cristal, sí, y las mesas cantaban Il mio tesoro[1], no, no ese pasaje, sino otro aún más bonito, y había unas garrafitas que eran también mujeres».
Los ojos de Stepán Arkádevich se iluminaron con un brillo alegre. «Sí —se dijo con una sonrisa—, era agradable, muy agradable. Había muchas otras cosas maravillosas, pero, una vez despierto, no hay modo de expresarlas con palabras, ni siquiera con el pensamiento». Y, al advertir que un rayo de luz se filtraba por la rendija de una de las espesas cortinas, sacó los pies del sofá con gesto animoso, tanteó el suelo en busca de las pantuflas de cordobán dorado, que su mujer le había cosido como regalo de cumpleaños el año anterior y, cediendo a una vieja costumbre que había adquirido hacía ya nueve años, antes de levantarse extendió la mano hacia el lugar donde colgaba su bata en el dormitorio. En ese momento recordó de pronto por qué no estaba durmiendo en la alcoba conyugal, sino en su despacho, y la sonrisa se borró de sus labios, al tiempo que frunció el ceño.
«¡Ay, ay, ay! ¡Ah! —gemía, al rememorar lo que había pasado. Y se le representaron de nuevo en la imaginación todos los detalles de la discusión con su mujer y lo desesperado de su situación; pero lo que más le atormentaba era el sentimiento de culpa—. ¡No, ni me perdonará ni puede perdonarme! Y lo más terrible es que tengo la culpa de todo y sin embargo no soy culpable. En eso consiste mi tragedia —pensaba—. ¡Ay, ay, ay!», repetía desesperado, recordando las impresiones más penosas de aquella escena.
Lo más desagradable habían sido los primeros instantes, cuando, al volver del teatro, alegre y en buena disposición de ánimo, llevando una enorme pera para su mujer, no la había encontrado en el salón ni tampoco en el despacho, lo que le sorprendió mucho, sino en el dormitorio, con esa malhadada nota en la mano que se lo había revelado todo.
Dolly[2], esa mujer diligente, siempre atareada, y algo limitada, según le parecía a él, estaba sentada inmóvil, con la nota en la mano, y le miraba con una expresión de horror, desesperanza e indignación.
—¿Qué es esto? ¿Qué es? —preguntaba, mostrándole la nota.
Al recordar ese momento, lo que más hería a Stepán Arkádevich, como suele suceder, no era tanto lo que había pasado como la manera en que había contestado a su mujer.
Se había encontrado en la posición de un hombre al que sorprenden de pronto cometiendo un acto vergonzoso, y no había sabido adoptar una expresión adecuada a la situación en la que se había puesto ante su mujer después de que se hubiera descubierto su infidelidad. En lugar de ofenderse, negar, justificarse, pedir perdón o al menos fingir indiferencia —cualquiera de esas soluciones habría sido mejor que la que adoptó—, en su rostro apareció de pronto de forma completamente involuntaria («una acción refleja», pensó Stepán Arkádevich, que era aficionado a la fisiología) esa sonrisa tan suya, bondadosa y por tanto estúpida.
No podía perdonarse esa estúpida sonrisa. Al verla, Dolly se había estremecido, como sacudida por un dolor físico, había estallado en un torrente de palabras crueles con su habitual vehemencia y había salido a toda prisa de la habitación. Desde entonces se había negado a ver a su marido.
«Esa estúpida sonrisa tiene la culpa de todo —pensaba Stepán Arkádevich—. Pero ¿qué puede hacerse? ¿Qué?», se decía con desesperación, sin encontrar respuesta.
Lev Nikoláievich Tolstói
Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17… y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:
«Quince hombres en el cofre del muerto…
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.
—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?
Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.
—Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.
—Majestad —dijo el ministro Santangelo, golpeando dulcemente la espalda de Fernando con un dedo—, estamos en Le Grotte.
El rey se despertó sobresaltado; ante la cara del ministro abrió los ojos acuosos de sueño y extraviados, se pasó el dorso de la mano por los labios, de los que manaba un hilo de saliva.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Estamos en Le Grotte, majestad.
Fernando se asomó por la portezuela del carruaje. Casas grises que se amontonaban sobre el declive de la ladera de una colina, techos de ortigas y de musgo. Y mujeres vestidas de negro asomadas a las puertas, y niños de ojos atónitos y transidos de hambre, y puercos que hozaban entre las inmundicias.
Se echó hacia atrás.
—¿Y a santo de qué me habéis despertado? —dijo al ministro. Y como si se dirigiera a una tercera persona—: Veinticuatro horas que no pego ojo y tan pronto como logro coger el sueño, este bobalicón viene a despertarme con la grata noticia de que estamos en Le Grotte.
El labio, que parecía un riñón de buey, le temblaba de cólera. Se asomó una vez más. A pocos pasos del carruaje se agrupaba la gente, silenciosa.
—En las grutas hay lobos, prosigamos el camino —dijo al oficial de la escolta. Se echó a reír, recostado hacia atrás, feliz por la ocurrencia. El ministro se partía de risa.
Y prosiguieron el camino unas dos millas más, hasta Racalmuto, donde encontraron los balcones engalanados con sedas como si fuera la fiesta de Corpus Christi, la guardia urbana formada, y una rica mesa en el municipio.
De ese modo Grotte, llamado en los documentos de la época Le Grotte y, todavía hoy, Li Grutti por los racalmutenses, no tuvo el honor de recibir al rey Fernando.
Exactamente un siglo más tarde, pasó por la estación de Grotte, a toda velocidad, el tren de Mussolini, rasando una muchedumbre que desde el andén casi se desbordaba sobre las vías. Y no fueron muchos los gruteses que por un instante entrevieron la cara bronceada y amostazada de Mussolini, junto a la de color oliva y sonriente de Starace.
A causa de estos dos hechos, hasta hace unos pocos años, los racalmutenses se habían reído y despreciado a los gruteses. Y por su parte, los gruteses poseían un repertorio de «mimos» que con vena cómica representaban los defectos de los racalmutenses; se trataba de breves fantasías como aquellas recogidas y recreadas por Francesco Lanza, a las que él dio el nombre de «mimos».
En los partidos de fútbol entre los equipos de los dos pueblos, la literatura de los recuerdos históricos y de los «mimos», de las invectivas y de los insultos, duraba hasta los cinco minutos finales del partido. Después, se pasaba a aquello que en los sumarios de los carabineros recibía el nombre de vías de hecho, es decir, a los puñetazos, puntapiés y pedradas.
Por cierto que, a dos millas apenas de distancia, los dos pueblos eran todo lo distintos y opuestos que se pueda imaginar. Grotte tenía una minoría valdense y una mayoría socialista, tres o cuatro familias de origen hebreo, y una fuerte mafia. Y pésimas calles, feas casas, trasijadas fiestas. Racalmuto celebraba una fiesta, de espléndido frenesí, que duraba casi una semana y los gruteses acudían a ella en masa. Pero en cuanto a lo demás, era un pueblo sin inquietudes, electoralmente dividido entre dos grandes familias, con unos pocos socialistas, muchos curas y una mafia escindida.
Al cambio de las relaciones entre los dos pueblos, al suavizamiento y extinción de las rivalidades, han contribuido en verdad, junto con las nuevas formas de vida, los frecuentes matrimonios entre racalmutenses y gruteses. En gran proporción, matrimonios mediados y concertados con laborioso esfuerzo por terceras personas, pero casi todos felices.
Uno de estos matrimonios, consumado algunos años antes del final del Reino de las dos Sicilias, ha perdurado en el recuerdo y en la fantasía de los racalmutenses y de los gruteses. No por elementos novelescos, contrastes, pasiones y sangre; tal vez sólo debido a la belleza de una muchacha; o tal vez porque en los hechos derivados de este suceso están presentes las características de una sociedad y de una época.
El matrimonio —don Luigi M., médico y próspero vecino de Racalmuto y una hija de don Raimondo G., rico terrateniente de Grotte— se celebró con la brillantez que a ambas familias convenía. Y pasaba entre ternezas el tiempo, en la casa donde habitaban los esposos: un marido de gigantesca y sanguínea complexión, pletórico de tímida dulzura ante la juvenil y fragilísima esposa, cuando aconteció un incidente terrible. Don Luigi sostuvo una discusión con uno de sus aparceros, se dejó arrastrar por la cólera y le soltó un puntapié. Que, por cierto, era, para un gentilhombre, una manera legítima de poner fin a la discusión con un villano. Pero no tenía el villano la robustez de don Luigi o, quizá, el puntapié fue a darle en algún punto vital.
—Lo cierto es —me ha dicho un descendiente de don Luigi— que el hombre giró tres veces por el cuarto y como una peonza fue a caer bajo una mesa: y allí murió.
También por aquel entonces existía la ley y era con los hidalgos más dúctil y tímida; pero un muerto es un muerto y don Luigi no podía evitar el arresto. Huyó, pues, dejando a la joven mujer sola en la casa dorada.
En el Casino di Compagnia estalló la indignación de los notables. Pero, entiéndase bien, no en contra del pobre de don Luigi. El viejo don Ottavio di Castro, presidente de la corporación y decano de la nobleza local, lleno de congoja, pronunció una frase que se ha hecho famosa y aún hoy se utiliza como irónico proverbio:
—¡Qué tiempos! Un gentilhombre ya no puede dar ni un puntapié a un campesino.
Leonardo Sciascia
El 21 de noviembre de 1975, Buenos Aires empezó siendo una mañana fría, soleada, menos húmeda que de costumbre. Como todos los viernes...