31 mayo 2022

Hoy unas palabras de un clásico. De Esquilo: Orestíada

 CORO. Diez años desde que el magno adversario de Príamo, —el noble Menelao y Agamenón, potente junta de los Atridas, por Zeus honrados con doble cetro y trono, lanzaron a la mar, desde esta tierra argiva, escuadra con sus mil navios —expedición armada, de castigo— lanzando con poderosa voz, desde el fondo del pecho, el grito de «¡Guerra!», como buitres que, en solitario dolor por sus polluelos, revolotean en torno de su nido bogando con los remos de sus alas, perdido sin remedio ya el trabajo de proteger el nido de sus crías. Pero un dios, en la altura, —¿un Apolo, quizás, un Pan, o un Zeus acaso?— al escuchar los gritos de esas aves avecindadas en su reino, contra el culpable envía unas Erinias, tardía vengadora. De igual modo, el prepotente Zeus hospitalario contra Alejandro manda a los hijos de Atreo, y por una mujer de muchos hombres dispónese a imponer a dánaos y a troyanos igualmente numerosos combates que extenúan los miembros, rota la pica en el primer asalto la rodilla apoyada ya en el polvo.
Todo está como está y acabará tal como fue fijado: ni avivando la llama por debajo ni el aceite vertiendo por arriba si rehúsan las víctimas el fuego nadie podrá acallar furia inflexible.
Nosotros, incapacitados por la vejez de nuestro cuerpo, de esta acción vengadora descartados, aquí quedamos, guiando con el báculo nuestro vigor de niños: el ímpetu mozuelo que late en sus entrañas es igual al del viejo: Ares no está en su puesto.
Y la vejez extrema, su follaje agostado, marcha sobre tres pies, y no más fuerte que un niño, cual espectro en plena luz del día, va de acá para allá.

Esquilo

Orestíada

La Esfera, 1914

La Esfera, 1914, BNE

30 mayo 2022

HOY, la vida de un aventurero liberal. De Pío Baroja: El aprendiz de conspirador

 VARIAS veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.

Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido ni definir qué entendía por enredos políticos.

Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna un día de mercado.

Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento despejado —esta era su palabra favorita—, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.

Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.

Hace unos años, pocos días después de la muerte del exministro don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:

—Oye, Shanti —me dijo.

—¿Qué hay?

—¿Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir?

—No sabía nada.

—Pues entre esos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.

Fabiano, el estilo parisien, Revista FLIRT, 1922

Fabiano, el estilo parisien, Revista FLIRT, 1922

29 mayo 2022

Hoy una novela de difícil lectura. De Günter Grass: El tambor de hojalata

 Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.

Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solidifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.

Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.

Mi cama metálica esmaltada en blanco sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado.

Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo del pie de mi cama. Mientras dura su visita —y los abogados tienen siempre mucho que contar— este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.

Mujeres del Valle de Anso (Alto Aragón), Pintor: Villegas Brieva, La Esfera, 1914

Mujeres del Valle de Anso (Alto Aragón), Pintor: Villegas Brieva, La Esfera, 1914

28 mayo 2022

Una biografía con mucha retranca: de Manuel Vicent; Aguirre, el magnífico

 De cómo fui nombrado biógrafo del duque ante el rey de España con un chorizo de Cantimpalos en la mano

El 23 de abril de 1985, en la Universidad de Alcalá, el novelista Torrente Ballester acababa de pronunciar en el paraninfo el discurso de aceptación del Premio Cervantes, y después de la ceremonia, con la imposición de la inevitable medalla, se celebraba un vino español en el severo claustro renacentista alegrado con algunas flores y setos trasquilados. Bandejas de canapés y chorizos de Cantimpalos, cuya grasa brillaba de forma obscena bajo un sol de primavera, pasaban a ras del pecho de un centenar de invitados, gente de la cultura, escritores, políticos, editores, poetas. Uno de ellos era Jesús Aguirre, duque de Alba. Lo descubrí en medio del sarao, transfigurado, redivivo, como recién descendido del monte Tabor. Me acerqué y le dije bromeando: «Jesús, ¿puedo tocarte para comprobar si eres mortal?». El duque me contestó: «Querido, a ti te dejo que me toques incluso las tetillas». Vista la proposición, expresada con una dosis exacta de ironía y malicia, le confesé que me proponía saludar al Rey, pero que en este caso prefería la compañía de un Alba a la de un Borbón. «¿No conoces a Su Majestad?» El duque tiró de mí para conducirme ante la presencia del monarca. Saludar al Rey después del frustrado golpe de Tejero del 23-F era un acto que estaba ya bien visto, incluso era buscado por los ácratas más crudos. El anarquista celeste Gil-Albert, poeta de la generación del 27, regresado del exilio de México, me dijo un día: «He rechazado muchas invitaciones a palacio, pero ahora no me importaría ir a Madrid a darle la mano a ese chico».

Don Juan Carlos vestía chaqué, empuñaba una vara de mando, se adornaba con el toisón de oro, un collarón con catorce chapas doradas, instituido en 1430 por Felipe III de Borgoña en honor de sus catorce amantes, que al parecer tenían todas el sexo rubio, como el vellocino de oro. Nuestro Rey lucía esa orden y ahora estaba rodeado de tunos cuarentones que se daban con la pandereta en la cabeza, en el codo, en las nalgas, en los talones y le cantaban asómate al balcón carita de azucena y no sé qué más, como si fuera una señorita casadera. Jesús Aguirre se abrió paso en el enjambre de guitarras y plantado ante el Rey dijo muy entonado: «Majestad, le presento a mi futuro biógrafo». Y a continuación pronunció mi nombre y apellido, mascando con fruición las sílabas de cada palabra. El Rey echó el tronco atrás con una carcajada muy espontánea y exclamó: «Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado». Esta salida tan franca no logró que el duque agitara una sola pestaña, sino una sonrisa cínica, marca de la casa. En ese momento, entre el rey de España, el duque de Alba y este simple paisano apareció a media altura una bandeja de aluminio llena de chorizos de regular tamaño, cada uno traspasado por un mondadientes, como se ven en la barra de los bares de carretera a merced de los camioneros. Una señora vestida en traje regional, de alcarreña o algo así, ofreció el presente con estas palabras: «¿Un choricito, Majestad?». Y Su Majestad exclamó: «¡Hombre, un chorizo! ¡Venga, a por él!». Jesús Aguirre, obligado tal vez por el protocolo, alargó también la mano. Con un chorizo ibérico en el aire trincado con el mondadientes, Su Majestad me dijo: «Y tú qué, ¿no te animas?». Contesté algo confuso: «No puedo, señor, estoy cultivando una úlcera de duodeno con mucho cariño».

Con la boca llena de chorizo, ni el Rey ni el duque podían emitir palabra alguna y menos una opinión que no fuera el placer que se les escapaba a través de una mirada turbia, y por mi parte yo no encontraba un pensamiento que fuera el apropiado para la ocasión. Mientras ambos en silencio salivaban el don del cerdo, pude contemplar cómo por la barbilla real y por la comisura del duque se deslizaba una espesa veta de grasa, imagen de una felicidad que más que a la monarquía y al ducado correspondía al pueblo llano. «No sabes lo que te pierdes», dijo el rey de España cuando ya pudo hablar. Los tunos habían acompañado este encuentro con la canción de Clavelitos y luego se fueron a dar la tabarra a otros invitados.

En la fiesta se comentaba el atentado acaecido unos días antes en el restaurante El Descanso, cerca de Torrejón, atribuido a la Yihad Islámica, que había cosechado dieciocho muertos y más de ochenta heridos. La posibilidad de saltar por los aires mientras uno come chuletas con la familia en un merendero, a causa de un hipotético agravio a una secta religiosa o por una injusticia social que sucede en cualquier rincón del mundo, comenzaba a ser incorporada a la conciencia colectiva española. El sentido de la culpa universal era una dádiva que acababa de regalarnos la historia y que ya no nos iba a abandonar. Usted es responsable de la cólera de un fanático, que expresa su venganza a diez mil kilómetros de distancia. «¿Otro choricito, Majestad?» «No, gracias», dijo el monarca.

El galardonado Torrente Ballester andaba cegato, irónico y un poco perdido recibiendo parabienes de todo el mundo en medio del cotarro. El duque de Alba y el escritor se encontraron y, después de abrazarse y felicitarse mutuamente, comenzaron a recordar detalles de una escena extraña que, al parecer, compartieron hacía ya muchos años. «Fue en mi piso de la avenida de los Toreros -dijo Torrente- cuando sucedió aquel prodigio. De pronto, Dios se apareció debajo de la cama de mi hijo Gonzalito y, como tú entonces eras el cura más moderno del mundo, te llamó Ridruejo para que nos sacaras de aquel apuro». El duque sonrió: «Lo recuerdo muy bien. Fue prácticamente la última vez que ejercí el ministerio eclesiástico antes de abrirme al laicado. No está mal haber terminado con aquello asistiendo a un milagro, ¿no te parece?». El relato de este lance surrealista quedó interrumpido porque en ese momento vino alguien con la noticia que Camilo José Cela, al que negaban el galardón año tras año, acababa de declarar en Radio Nacional que el Premio Cervantes era una mierda. «Este Camilón ha ido a Estocolmo a promocionarse para el Nobel. Ante el pleno de la Academia Sueca ha afirmado que puede absorber por el culo una palangana llena de agua», comentó Torrente. «En ese casoseguro que le dan el Nobel de Física», dijo el duque.

Puesto que me había nombrado su biógrafo oficial siendo testigo el rey de España, lamenté no tener el talento de Valle-Inclán, ya que Jesús Aguirre, como personaje, podía desafiar con ventaja a cualquier ejemplar de la corte de los milagros. Según Valle-Inclán, el esperpento consiste en reflejar la historia de España en los espejos deformantes del callejón del Gato. Si este hijo natural, clérigo volteriano, luego secularizado y transformado en duque de Alba, se hubiera expuesto ante esos espejos, probablemente los habría roto en pedazos sin tocarlos o tal vez en el fondo del vidrio polvoriento habría aparecido la figura del Capitán Araña.

Terminado el acto académico en Alcalá de Henares, cuando regresaba a Madrid, en la radio del coche balaba la cabrita de Julio Iglesias echando caramelos por la boca. El locutor interrumpió la canción Soy un truhán, soy un señor para dar la noticia de la muerte de otro militar a manos de ETA, seguida de las condolencias y repulsas de los políticos, entre las que sobresalía la voz engallada del ministro socialista de Interior con la amenaza difusa de tomar represalias. Luego en la radio sonó El vals de las mariposas, de Danny Daniel, mientras yo trataba de recordar cuándo y en qué lugar me había encontrado por primera vez con Jesús Aguirre.


Manuel Vicent

Aguirre, el magnífico

Portada de la Esfera, 1914

Portada de la Esfera, 1914

27 mayo 2022

De Naguib Mahfuz; El callejón de los milagros

Muchos son los detalles que lo proclaman: el callejón de Midaq fue una de las joyas de otros tiempos y actualmente es una de las rutilantes estrellas de la historia de El Cairo. ¿A qué El Cairo me refiero? ¿Al de los fatimíes, al de los mamelucos o al de los sultanes? La respuesta sólo la saben Dios y los arqueólogos. A nosotros nos basta con constatar que el callejón es una preciosa reliquia del pasado. ¿Cómo podría ser de otra manera con el hermoso empedrado que lleva directamente a la histórica calle Sanadiqiya? Además tiene el café que todos conocen como el Café de Kirsha, con muros adornados de coloridos arabescos. De los del callejón, actualmente desconchados, todavía se desprenden los olores de las antiguas drogas, populares especias y remedios de hoy y de mañana…

Aunque el callejón está totalmente aislado del bullicio exterior, tiene una vida propia y personal. Sus raíces conectan, básica y fundamentalmente, con un mundo profundo del que guarda secretos muy antiguos.

Se anunciaba la puesta de sol, envolviendo al callejón de Midaq en un velo de sombras, más oscuro aún porque estaba encerrado entre tres paredes, como una ratonera. Se entraba a él por la calle Sanadiqiya, y luego el camino subía en desorden, flanqueado por una tienda, un horno y un café a un lado, por otra tienda y un bazar al otro, para acabar de pronto, igual que acabó su pasado glorioso, ante dos inmuebles contiguos, compuestos de tres pisos cada uno.

Los ruidos del día se habían apagado y se comenzaban a oír los del atardecer, susurros dispersos, un «Buenas noches a todos» por aquí, un «Pasa, es la hora de la tertulia» por allá. «¡Despierta, tío Kamil y cierra la tienda!». «¡Cambia el agua del narguile, Sanker!». «¡Apaga el horno, Jaada!». «Este hachís me duele en el pecho». «Cinco años de apagones y bombardeos es el precio que hemos de pagar por nuestros pecados».

Dos tiendas, sin embargo, la del tío Kamil, el vendedor de dulces, a mano derecha de la entrada del callejón, y la barbería de enfrente, no cerraban hasta después de la puesta del sol. El tío Kamil tenía la costumbre de sentarse a la puerta de su tienda y de dormir con un matamoscas sobre el pecho. No se despertaba hasta que no entraba un cliente, a no ser que Abbas, el barbero, lo hiciera con una de sus bromas. Era un hombre corpulento, con dos piernas como troncos y un enorme trasero redondo como la cúpula de una mezquita: la parte central reposaba en la silla y el resto desbordaba por los lados. Tenía la barriga como un tonel y los pechos parecían melones. El cuello no se veía, pero de entre los hombros salía un rostro redondo, hinchado e inyectado en sangre, con los rasgos desdibujados por la dificultosa respiración. Remataba el conjunto una cabeza pequeña, calva y de piel pálida y rubicunda como la del resto del cuerpo. Jadeaba constantemente, como si acabara de correr un maratón, y no era capaz de vender un solo dulce sin que volviera a vencerle el sueño. La gente le decía que se moriría el día menos pensado, con el corazón asfixiado bajo la grasa. Y él no los contradecía, sino al contrario. ¿Qué más le daba morir, si se pasaba la vida durmiendo?

Una portada de La Esfera, San Francisco de Asís

Una portada de La Esfera, San Francisco de Asís

26 mayo 2022

Novela de Lev Nikoláievich Tolstói; Anna Karénina

 Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.

Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Esa situación, que se prolongaba ya por tres días, era dolorosa no sólo para el matrimonio, sino también para los demás miembros de la familia y la servidumbre. Tanto unos como otros se daban cuenta de que no tenía sentido que siguieran viviendo juntos, que los huéspedes ocasionales de cualquier pensión tenían más cosas en común que cuantos habitaban esa casa. La mujer no salía de sus habitaciones, y el marido hacía ya tres días que no ponía el pie por allí. Los niños corrían de un lado para otro desconcertados; la institutriz inglesa había discutido con el ama de llaves y había escrito una nota a una amiga en la que le solicitaba que le buscara una nueva colocación; el cocinero se había largado el día anterior, a la hora de la comida; la pinche y el cochero habían pedido que les abonaran lo que les debían.

Tres días después de la discusión, el príncipe Stepán Arkádevich Oblonski —Stiva para los amigos— se despertó a las ocho, como de costumbre, pero no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, sobre un sofá de cuero. Como si deseara dormir aún un buen rato, volvió su cuerpo grueso y bien cuidado sobre los muelles del sofá y, abrazando con fuerza el cojín por el otro lado, lo apretó contra su mejilla; pero de pronto se incorporó con gesto brusco, se sentó y abrió los ojos.

«A ver, a ver, ¿qué es lo que pasaba? —pensaba, tratando de recordar los detalles del sueño que había tenido—. ¿Qué es lo que pasaba? ¡Ah, sí! Alabin daba una comida en Darmstadt. No, no era en Darmstadt, sino en algún lugar de América. Sí, pero el caso es que Darmstadt estaba en América. Sí, Alabin daba una comida en mesas de cristal, sí, y las mesas cantaban Il mio tesoro[1], no, no ese pasaje, sino otro aún más bonito, y había unas garrafitas que eran también mujeres».

Los ojos de Stepán Arkádevich se iluminaron con un brillo alegre. «Sí —se dijo con una sonrisa—, era agradable, muy agradable. Había muchas otras cosas maravillosas, pero, una vez despierto, no hay modo de expresarlas con palabras, ni siquiera con el pensamiento». Y, al advertir que un rayo de luz se filtraba por la rendija de una de las espesas cortinas, sacó los pies del sofá con gesto animoso, tanteó el suelo en busca de las pantuflas de cordobán dorado, que su mujer le había cosido como regalo de cumpleaños el año anterior y, cediendo a una vieja costumbre que había adquirido hacía ya nueve años, antes de levantarse extendió la mano hacia el lugar donde colgaba su bata en el dormitorio. En ese momento recordó de pronto por qué no estaba durmiendo en la alcoba conyugal, sino en su despacho, y la sonrisa se borró de sus labios, al tiempo que frunció el ceño.

«¡Ay, ay, ay! ¡Ah! —gemía, al rememorar lo que había pasado. Y se le representaron de nuevo en la imaginación todos los detalles de la discusión con su mujer y lo desesperado de su situación; pero lo que más le atormentaba era el sentimiento de culpa—. ¡No, ni me perdonará ni puede perdonarme! Y lo más terrible es que tengo la culpa de todo y sin embargo no soy culpable. En eso consiste mi tragedia —pensaba—. ¡Ay, ay, ay!», repetía desesperado, recordando las impresiones más penosas de aquella escena.

Lo más desagradable habían sido los primeros instantes, cuando, al volver del teatro, alegre y en buena disposición de ánimo, llevando una enorme pera para su mujer, no la había encontrado en el salón ni tampoco en el despacho, lo que le sorprendió mucho, sino en el dormitorio, con esa malhadada nota en la mano que se lo había revelado todo.

Dolly[2], esa mujer diligente, siempre atareada, y algo limitada, según le parecía a él, estaba sentada inmóvil, con la nota en la mano, y le miraba con una expresión de horror, desesperanza e indignación.

—¿Qué es esto? ¿Qué es? —preguntaba, mostrándole la nota.

Al recordar ese momento, lo que más hería a Stepán Arkádevich, como suele suceder, no era tanto lo que había pasado como la manera en que había contestado a su mujer.

Se había encontrado en la posición de un hombre al que sorprenden de pronto cometiendo un acto vergonzoso, y no había sabido adoptar una expresión adecuada a la situación en la que se había puesto ante su mujer después de que se hubiera descubierto su infidelidad. En lugar de ofenderse, negar, justificarse, pedir perdón o al menos fingir indiferencia —cualquiera de esas soluciones habría sido mejor que la que adoptó—, en su rostro apareció de pronto de forma completamente involuntaria («una acción refleja», pensó Stepán Arkádevich, que era aficionado a la fisiología) esa sonrisa tan suya, bondadosa y por tanto estúpida.

No podía perdonarse esa estúpida sonrisa. Al verla, Dolly se había estremecido, como sacudida por un dolor físico, había estallado en un torrente de palabras crueles con su habitual vehemencia y había salido a toda prisa de la habitación. Desde entonces se había negado a ver a su marido.

«Esa estúpida sonrisa tiene la culpa de todo —pensaba Stepán Arkádevich—. Pero ¿qué puede hacerse? ¿Qué?», se decía con desesperación, sin encontrar respuesta.


Lev Nikoláievich Tolstói

Anna Karénina

Revista La Esfera (1815). En la terraza, por Manchón.

En la terraza, por Manchón, arte figurativo, La Esfera, 1915

25 mayo 2022

Un libro intenso: de Juan Rulfo, Pedro Páramo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho:

—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

—Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.

El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».

—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

—Comala, señor.

—¿Está seguro de que ya es Comala?

—Seguro, señor.

—¿Y por qué se ve esto tan triste?

—Son los tiempos, señor.

Ilustraciones de La Esfera. Un rincón de Venecia

Un rincón en Venecia, Andrés Cuervo

24 mayo 2022

Un capítulo de una novela de aventuras: La Isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson

 Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»

El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17… y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.

Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto…

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.

—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?

Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.

—Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.

Ilustraciones de La Esfera. Torreón de doña Urraca en Covarrubias

Torreón de Doña Urraca, Covarrubias

23 mayo 2022

De un cuento de Leonardo Sciascia: REVERSIBILIDAD

 —Majestad —dijo el ministro Santangelo, golpeando dulcemente la espalda de Fernando con un dedo—, estamos en Le Grotte.

El rey se despertó sobresaltado; ante la cara del ministro abrió los ojos acuosos de sueño y extraviados, se pasó el dorso de la mano por los labios, de los que manaba un hilo de saliva.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Estamos en Le Grotte, majestad.

Fernando se asomó por la portezuela del carruaje. Casas grises que se amontonaban sobre el declive de la ladera de una colina, techos de ortigas y de musgo. Y mujeres vestidas de negro asomadas a las puertas, y niños de ojos atónitos y transidos de hambre, y puercos que hozaban entre las inmundicias.

Se echó hacia atrás.

—¿Y a santo de qué me habéis despertado? —dijo al ministro. Y como si se dirigiera a una tercera persona—: Veinticuatro horas que no pego ojo y tan pronto como logro coger el sueño, este bobalicón viene a despertarme con la grata noticia de que estamos en Le Grotte.

El labio, que parecía un riñón de buey, le temblaba de cólera. Se asomó una vez más. A pocos pasos del carruaje se agrupaba la gente, silenciosa.

—En las grutas hay lobos, prosigamos el camino —dijo al oficial de la escolta. Se echó a reír, recostado hacia atrás, feliz por la ocurrencia. El ministro se partía de risa.

Y prosiguieron el camino unas dos millas más, hasta Racalmuto, donde encontraron los balcones engalanados con sedas como si fuera la fiesta de Corpus Christi, la guardia urbana formada, y una rica mesa en el municipio.

De ese modo Grotte, llamado en los documentos de la época Le Grotte y, todavía hoy, Li Grutti por los racalmutenses, no tuvo el honor de recibir al rey Fernando.

Exactamente un siglo más tarde, pasó por la estación de Grotte, a toda velocidad, el tren de Mussolini, rasando una muchedumbre que desde el andén casi se desbordaba sobre las vías. Y no fueron muchos los gruteses que por un instante entrevieron la cara bronceada y amostazada de Mussolini, junto a la de color oliva y sonriente de Starace.

A causa de estos dos hechos, hasta hace unos pocos años, los racalmutenses se habían reído y despreciado a los gruteses. Y por su parte, los gruteses poseían un repertorio de «mimos» que con vena cómica representaban los defectos de los racalmutenses; se trataba de breves fantasías como aquellas recogidas y recreadas por Francesco Lanza, a las que él dio el nombre de «mimos».

En los partidos de fútbol entre los equipos de los dos pueblos, la literatura de los recuerdos históricos y de los «mimos», de las invectivas y de los insultos, duraba hasta los cinco minutos finales del partido. Después, se pasaba a aquello que en los sumarios de los carabineros recibía el nombre de vías de hecho, es decir, a los puñetazos, puntapiés y pedradas.

Por cierto que, a dos millas apenas de distancia, los dos pueblos eran todo lo distintos y opuestos que se pueda imaginar. Grotte tenía una minoría valdense y una mayoría socialista, tres o cuatro familias de origen hebreo, y una fuerte mafia. Y pésimas calles, feas casas, trasijadas fiestas. Racalmuto celebraba una fiesta, de espléndido frenesí, que duraba casi una semana y los gruteses acudían a ella en masa. Pero en cuanto a lo demás, era un pueblo sin inquietudes, electoralmente dividido entre dos grandes familias, con unos pocos socialistas, muchos curas y una mafia escindida.

Al cambio de las relaciones entre los dos pueblos, al suavizamiento y extinción de las rivalidades, han contribuido en verdad, junto con las nuevas formas de vida, los frecuentes matrimonios entre racalmutenses y gruteses. En gran proporción, matrimonios mediados y concertados con laborioso esfuerzo por terceras personas, pero casi todos felices.

Uno de estos matrimonios, consumado algunos años antes del final del Reino de las dos Sicilias, ha perdurado en el recuerdo y en la fantasía de los racalmutenses y de los gruteses. No por elementos novelescos, contrastes, pasiones y sangre; tal vez sólo debido a la belleza de una muchacha; o tal vez porque en los hechos derivados de este suceso están presentes las características de una sociedad y de una época.

El matrimonio —don Luigi M., médico y próspero vecino de Racalmuto y una hija de don Raimondo G., rico terrateniente de Grotte— se celebró con la brillantez que a ambas familias convenía. Y pasaba entre ternezas el tiempo, en la casa donde habitaban los esposos: un marido de gigantesca y sanguínea complexión, pletórico de tímida dulzura ante la juvenil y fragilísima esposa, cuando aconteció un incidente terrible. Don Luigi sostuvo una discusión con uno de sus aparceros, se dejó arrastrar por la cólera y le soltó un puntapié. Que, por cierto, era, para un gentilhombre, una manera legítima de poner fin a la discusión con un villano. Pero no tenía el villano la robustez de don Luigi o, quizá, el puntapié fue a darle en algún punto vital.

—Lo cierto es —me ha dicho un descendiente de don Luigi— que el hombre giró tres veces por el cuarto y como una peonza fue a caer bajo una mesa: y allí murió.

También por aquel entonces existía la ley y era con los hidalgos más dúctil y tímida; pero un muerto es un muerto y don Luigi no podía evitar el arresto. Huyó, pues, dejando a la joven mujer sola en la casa dorada.

En el Casino di Compagnia estalló la indignación de los notables. Pero, entiéndase bien, no en contra del pobre de don Luigi. El viejo don Ottavio di Castro, presidente de la corporación y decano de la nobleza local, lleno de congoja, pronunció una frase que se ha hecho famosa y aún hoy se utiliza como irónico proverbio:

—¡Qué tiempos! Un gentilhombre ya no puede dar ni un puntapié a un campesino.


Leonardo Sciascia

El mar de color de vino

Portada de La Esfera

La Esfera, portada, 1914

22 mayo 2022

HAIKU

 HAIKU

También el pino
ha esperado mil años.
Ya canta el cuco.

NOTA: Verano. Los poetas tenían la costumbre de esperar el primer canto del cuco para escribir el primer poema sobre la llegada del verano. Las dos primeras líneas del haiku hacen referencia al proverbio que dice: «El pino vive mil años».

Matsuo Bashō (1644-1694) es un maestro japonés del haiku
Traducción: Beñat Arginzoniz

Ilustraciones de La Esfera. El triunfo del arlequín por Barbero

El triunfo del arlequín por Barbero

21 mayo 2022

Así comienza... de Haruki Murakami, Tokio blues, Norwegian Wood

Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747. El gigantesco avión había iniciado el descenso atravesando unos espesos nubarrones y ahora se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Hamburgo. La fría lluvia de noviembre teñía la tierra de gris y hacía que los mecánicos cubiertos con recios impermeables, las banderas que se erguían sobre los bajos edificios del aeropuerto, las vallas que anunciaban los BMW, todo, se asemejara al fondo de una melancólica pintura de la escuela flamenca. «¡Vaya! ¡Otra vez en Alemania!», pensé.

Tras completarse el aterrizaje, se apagaron las señales de «Prohibido fumar» y por los altavoces del techo empezó a sonar una música ambiental. Era una interpretación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melodía me conmovió, como siempre. No. En realidad, me turbó; me produjo una emoción mucho más violenta que de costumbre.

Para que no me estallara la cabeza, me encorvé, me cubrí la cara con las manos y permanecí inmóvil. Al poco se acercó a mí una azafata alemana y me preguntó si me encontraba mal. Le respondí que no, que se trataba de un ligero mareo.

—¿Seguro que está usted bien?

—Sí, gracias —dije.

La azafata me sonrió y se fue. La música cambió a una melodía de Billy Joel. Alcé la cabeza, contemplé las nubes oscuras que cubrían el Mar del Norte, pensé en la infinidad de cosas que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto, en las que me habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían.

Seguí pensando en aquel prado hasta que el avión se detuvo y los pasajeros se desabrocharon los cinturones y empezaron a sacar sus bolsas y chaquetas de los portaequipajes. Olí la hierba, sentí el viento en la piel, oí el canto de los pájaros. Corría el otoño de 1969, y yo estaba a punto de cumplir veinte años.

Volvió a acercarse la misma azafata de antes, que se sentó a mi lado y me preguntó si me encontraba mejor.

—Estoy bien, gracias. De pronto me he sentido triste. Es sólo eso —dije, y sonreí.

—También a mí me sucede a veces. Le comprendo muy bien —contestó ella. Irguió la cabeza, se levantó del asiento y me regaló una sonrisa resplandeciente—. Le deseo un buen viaje. Auf Wiedersehen!

—Auf Wiedersehen! —repetí…

Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado en sus pequeños detalles. Recuerdo el verde profundo y brillante de las laderas de la montaña, donde una lluvia fina y pertinaz barría el polvo acumulado durante el verano. Recuerdo las espigas de susuki balanceándose al compás del viento de octubre, las nubes largas y estrechas coronando las cimas azules, como congeladas, de las montañas. El cielo estaba tan alto que si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos. El viento que silbaba en aquel prado agitaba suavemente sus cabellos, atravesaba el bosque. Las hojas de las copas de los arboles susurraban y, en la lejanía, se oía ladrar un perro. Era un ladrido tan tenue y apagado que parecía proceder de otro mundo. No se oía nada más. Ningún otro ruido llegaba a nuestros oídos. No nos habíamos cruzado con nadie. La única presencia, dos pájaros rojos que alzaban el vuelo de aquel prado, como espantados por algo, se dirigían hacia el bosque. Mientras andábamos, Naoko me hablaba de un pozo.

La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.

Haruki Murakami
Tokio blues
Norwegian Wood

Tōru Watanabe, un ejecutivo de 37 años, escucha casualmente mientras aterriza en un aeropuerto europeo una vieja canción de los Beatles, y la música le hace retroceder a su juventud, al turbulento Tokio de finales de los sesenta. Tōru recuerda, con una mezcla de melancolía y desasosiego, a la inestable y misteriosa Naoko, la novia de su mejor —y único— amigo de la adolescencia, Kizuki. El suicidio de éste les distancia durante un año hasta que se reencuentran en la universidad. Inician allí una relación íntima; sin embargo, la frágil salud mental de Naoko se resiente y la internan en un centro de reposo. Al poco, Tōru se enamora de Midori, una joven activa y resuelta. Indeciso, sumido en dudas y temores, experimenta el deslumbramiento y el desengaño allá donde todo parece cobrar sentido: el sexo, el amor y la muerte. La situación, para él, para los tres, se ha vuelto insostenible; ninguno parece capaz de alcanzar el delicado equilibrio entre las esperanzas juveniles y la necesidad de encontrar un lugar en el mundo.

Ilustraciones de La Esfera. La danza del fuego,

La danza del fuego por Dhoy

20 mayo 2022

Así comienza... de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.

José Saramago
Ensayo sobre la ceguera

Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer caso de una «ceguera blanca» que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio.
Ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». José Saramago traza en este libro una imagen aterradora y conmovedora de los tiempos que estamos viviendo. En un mundo así, ¿cabrá alguna esperanza?
El lector conocerá una experiencia imaginativa única. En un punto donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a parar, cerrar los ojos y ver. Recuperar la lucidez y rescatar el afecto son dos propuestas fundamentales de una novela que es, también, una reflexión sobre la ética del amor y la solidaridad

Ilustraciones de La Esfera. Sobre un cuento de Andersen

 Sobre un cuento de Ándersen

19 mayo 2022

Así comienza... de Franz Kafka: La metamorfosis

 Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados —Samsa era viajante de comercio—, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso —se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy melancólico.
«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?».
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!».
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él —puedo tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?». Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto—, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio —dijeron (era la madre)—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
—Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

Franz Kafka
La metamorfosis

La metamorfosis relata la peripecia subterránea y literal de Gregor Samsa, un viajante de comercio que «al despertarse una mañana de un sueño lleno de pesadillas se encontró en su cama convertido en un bicho enorme».
En pocos libros de Kafka queda tan explícito y tan nítido su mundo como en La metamorfosis, en la que el protagonista, convertido en bestia, sumido en la más absoluta incomunicación, se ve reducido cruelmente a la nada y arrastrado inexorablemente a la muerte.
Otros escritos de Kafka desarrollan rigurosas variaciones paralelas, desmenuzan inexorables pesadillas, asignan obsesiones enigmáticas a personajes desorientados y vencidos, pero tal vez sea La metamorfosis la narración que mejor expresa al «hombre primordial kafkiano». De ahí que merezca la calificación unánime de obra perfecta y obra maestra, un texto decididamente superior en el panorama de la literatura universal del siglo XX.


Portada de La Esfera

Portada de La Esfera

18 mayo 2022

Hoy, comienzo de un libro... de Torcuato Luca de Tena; "Los renglones torcidos de Dios"

 EL AUTOMÓVIL perdió velocidad.
—Creo que es aquí —dijo el hombre.
Movió el volante hasta salirse del asfalto. Detuvo el coche en una explanada de hierba; descendió y caminó unos metros hasta el borde del altozano. La mujer le siguió.
—Mira —dijo él, señalando la lontananza.
Desde aquella altura, la meseta castellana se extendía hasta el arco del horizonte, tersa como un mar. Tan sólo por levante el terreno se ondulaba diseñando el perfil de unas lomas azules y pálidas como una lejanía de Velázquez. Unos chopos, agrupados en hilera, cruzaban la inmensidad; y no era difícil adivinar que alimentaban sus raíces en la humedad de un regato, cuya oculta presencia denunciaban. El campo estaba verde, pues aún no había comenzado el trigo a amarillear ni la cebada. Centrada en el paisaje había una sola construcción humana, grande como un convento o como un seminario.
—Allí es —dijo el hombre.
La tapia que rodeaba por todas partes el edificio estaba muy apartada de la fábrica central, con lo que se presumía que la propiedad debía de ser vastísima. El cielo estaba diáfano, y las pocas nubes que por allí bogaban se habían concentrado todas en la puerta del ocaso.
—¿Qué hora es?
—Nos sobra tiempo.
—Estás muy callada.
—No me faltan razones.
Subieron al coche y lo dejaron deslizar, sin prisa, por la suave pendiente.
Las tapias vistas de cerca eran altísimas. No menos de cuatro metros. Algún día estuvieron encaladas. Hoy la lechada, más cerca del color de la tierra circundante que de su primitiva albura, caía desprendida como la piel de un hombre desollado. Llegaron a la verja. Candados no faltaban. Ni cerrojos. Pero timbre o campana no había.
Bajaron ambos del coche a la última luz del día, y observaron entre los barrotes. Plantado en el largo camino que iba hasta el edificio, un individuo, de muy mala catadura, los observaba.
—¡Eh, buen hombre, acérquese! —gritó él, haciendo altavoz con las manos.
Lejos de atenderle, el individuo se volvió de espaldas y comenzó a caminar parsimoniosamente hacia el edificio.
—¿No me oye? ¡Acérquese! ¡Necesitamos entrar!
—Sí, te oye, sí —comentó la mujer—. A medida que más gritas, más rápido se aleja. ¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué haremos ahora?
—¡No estés nerviosa!
—¿En mi caso… no lo estarías tú?
—Calla. Creo que viene alguien.
La penumbra era cada vez más intensa.
—¿Qué desean? —preguntó un individuo con bata blanca, desde lejos. El hombre agitó un papel, y respondió a voces:
—¡Es de la Diputación Provincial!
El recién llegado no se dio prisa en acercarse. Al llegar, posó los ojos en el escrito y enseguida sobre la mujer, con insolente curiosidad.
—Pasen —dijo. Y entreabrió la puerta—. ¡Llegan ustedes con mucho retraso!
—¿No podemos entrar con el automóvil?
—A estas horas, ya no.
—Es que… llevamos algún equipaje.
—Yo los ayudaré.
Abrieron el portaequipaje y sacaron los bultos.
El camino era largo y la oscuridad se espesaba por momentos. La mujer amagó un grito al divisar una sombra humana cerca de ella, que surgió inesperadamente tras un boj. El de la bata blanca gritó:
—¡«Tarugo»! ¡Vete para dentro! ¿Crees que no te he visto? Oyéronse unos pasos precipitados.
—No se preocupen —comentó el guía—. Es un pobre idiota inofensivo.
La fachada del edificio y la gran puerta de entrada se conservaban como hace ocho siglos, cuando aquello era cartuja. Cruzaron el umbral; de aquí a un vestíbulo y más tarde a un claustro soberbio, de puro estilo románico. «1213», rezaba una inscripción grabada en piedra. Y debajo, en latín, un elogio a los fundadores. Los demás rótulos eran modernos. Uno decía «Gerencia», otro «Asistencia social». Cruzaron bajo un arco, sin puerta, en el que estaba escrito: «Admisiones». Todo lo que había más allá de este hueco era de construcción reciente, convencional y de mal gusto.

Miguel de Unamuno en la Residencia de Estudiantes

Miguel de Unamuno en la Residencia de Estudiantes

17 mayo 2022

Comienza un libro... Hoy, de Aldous Huxley; "Un mundo feliz"

 Un edificio gris, achaparrado, de solo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: CENTRO DE INCUBACIÓN Y CONDICIONAMIENTO DE LA CENTRAL DE LONDRES, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: COMUNIDAD, IDENTIDAD, ESTABILIDAD.
La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y estos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Solo de los amarillos tambores de los microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
—Y esta —dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos fecundadores se hallaban entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio, solo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El DIC de la central de Londres tenía siempre un gran interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.
—Solo para darles una idea general —les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.
—Mañana —añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora— empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto…

Teatro de Sagunto, grabado

Teatro de Sagunto

16 mayo 2022

Comienzo de libro... Hoy: de George Orwell; "Rebelión en la granja"

El señor Jones, propietario de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna danzando de un lado a otro cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta trasera, sirvióse una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.
Apenas se hubo apagado la luz en el dormitorio, empezó el alboroto en toda la granja. Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el verraco premiado, había tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal cuando el señor Jones se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty) era tan altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor se encontraba ya arrellanado en su lecho de paja, bajo una linterna que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y bonachón, a pesar de que sus colmillos nunca habían sido cortados. Al poco rato empezaron a llegar los demás animales y a colocarse cómodamente, cada cual a su modo. Primero llegaron los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se situaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia los tirantes de las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada en años y de aspecto maternal que no había logrado recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de altura y tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una franja blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y, ciertamente no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremenda fuerza para el trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; diría, por ejemplo, que «Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas». Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que no tenía motivos para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos pasaban, generalmente, el domingo en el pequeño prado detrás de la huerta, pastando juntos, sin hablarse.

21 de noviembre

  El   21 de noviembre   de 1975, Buenos Aires empezó siendo una mañana fría, soleada, menos húmeda que de costumbre. Como todos los viernes...