06 mayo 2022

Comienzo de libros... Hoy de Georges Bernanos: Diario de un cura rural

Mi parroquia es una parroquia como las demás. Todas se parecen. Las de hoy en día, naturalmente. Ayer mismo le decía al señor cura de Norefontes que el bien y el mal deben hallarse equilibrados, o si lo prefería, superpuestos uno y otro sin mezclarse, como dos líquidos de distinta densidad. Al oír mis razones, el señor cura de Norefontes se echó a reír. Es un buen sacerdote, muy benévolo, muy paternal y que pasa en el propio arzobispado por espíritu fuerte y un tanto peligroso. Sus ocurrencias provocan la hilaridad en los presbiterios y él suele acompañarlas con una mirada que quiere ser viva y que en el fondo es tan marchita, tan fatigada, que al verla me dan ganas de llorar.

Mi parroquia se halla consumida por el aburrimiento; ésa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias! El tedio lo devora todo ante nuestra vista y nos sentimos incapaces de hacer nada. Acaso algún día nos alcance el contagio y descubramos en nosotros mismos ese cáncer. Es posible vivir mucho tiempo teniéndolo latente en el interior.

La idea se me ocurrió ayer, en la carretera. Caía una de esas lluvias finas que cuando se respiran a pleno pulmón parecen descender hasta el vientre. Por el lado de Saint Vaast, vi aparecer bruscamente el pueblo, apilado y mísero, bajo el cielo huraño de noviembre. Bajo la llovizna, el pobre pueblo tenía aspecto de estar tendido allá, en la hierba, chorreante, como un animal agotado. ¡Qué pequeño es un pueblo! Y aquél constituía, precisamente, mi parroquia. Era mi parroquia, pero yo no podía hacer nada por ella y la contemplaba tristemente, viendo cómo se hundía en la noche, cómo desaparecía… Dentro de algunos instantes dejaría de verla. Jamás había sentido tan cruelmente su soledad y la mía propia. Sin saber por qué pensé en aquel ganado que oía mugir a veces entre la niebla y que el vaquerillo, al volver de la escuela, con el cartapacio aún debajo del brazo, conducía entre los pastos mojados, al establo caliente, oloroso… También el pueblo parecía aguardar en aquel instante —sin grandes esperanzas de que apareciera— después de tantas otras noches transcurridas entre el lodo, a alguien a quien seguir hasta algún improbable e inimaginable albergue.

Ya sé que todo esto no son más que ideas locas, que ni yo mismo puedo tomar en serio, sueños absurdos… Los pueblos no se levantan obedientes a la voz de cualquier vaquerillo, como el ganado. ¡No importa! Ayer noche, creo que si un santo lo hubiera llamado…

Me repito a menudo que el mundo se halla consumido por el tedio. Claro que hay que reflexionar un poco para darse cuenta de ello, pues no se comprende de buenas a primeras. El aburrimiento es algo semejante al polvo. Vamos y venimos sin verlo, respirándolo, comiéndolo y bebiéndolo. Es tan fino, tan tenue, que ni siquiera cruje al ser masticado. Sin embargo, basta detenerse unos instantes para que recubra el rostro, el cuerpo, las manos. Hay que moverse sin cesar para sacudir esa lluvia de ceniza y acaso sea ésta la causa de que el mundo se halle tan agitado.

Se objetará acaso que el mundo está tan familiarizado con el tedio que éste forma parte de la verdadera condición humana. Es posible que en el principio la semilla estuviera diseminada por doquier y que germinara aquí y allí, dondequiera que halló un terreno favorable. Los hombres conocen bien ese contagio del tedio, esa lepra. Es ésta una desesperación abortada, una forma vil de la desesperación, algo así como el fermento de un cristianismo descompuesto.

Tales pensamientos procuro guardarlos siempre para mi fuero interno. Sin embargo, no me siento avergonzado por ellos. Creo que me produciría gran bienestar llegar a hacérselos comprender a alguien; gran bienestar y gran reposo. Para mi conciencia, claro está. El optimismo de los superiores está totalmente muerto. Los que lo profesan aún, enseñan por costumbre, sin creer siquiera en él. A la menor objeción, prodigan sonrisas suplicantes, pidiendo gracia. Los viejos sacerdotes no se dejan engañar. A despecho de las apariencias y si bien se permanece fiel a un determinado vocabulario, por lo demás inmutable, los temas de la elocuencia oficial no son los mismos. Antes, por ejemplo, una tradición secular obligaba a que un sermón episcopal no acabara jamás sin una prudente alusión —convencida, es verdad, pero prudente— a la inminente persecución y a la sangre de los mártires. Tales predicciones, son en la actualidad mucho más raras. Probablemente porque su amenaza es menos incierta.

Una frase ¡ay! comienza a divulgarse por los presbiterios, una de esas horribles frases llamadas «de soldado» y que, no sé cómo ni por qué, parecieron graciosas a nuestros antecesores, pero que los muchachos de mi edad hallan tan feas y tan tristes. (Es además sorprendente que el argot de las trincheras haya logrado expresar tantas ideas sórdidas en imágenes lúgubres… ¿Pero era realmente el argot de las trincheras?…) Se repite de muy buena gana que «no hay que tratar de entender». ¡Dios santo! ¡Si estamos aquí justamente para eso! Sólo que, ¿quién informa a éstos? Nosotros. Por eso cuando se nos alaba la obediencia y la sencillez de los monjes me complazco en decir que el argumento no me conmueve demasiado.

Todos somos capaces de mondar patatas o cuidar puercos siempre que nos lo mande un superior de novicios. Pero en una parroquia no es tan fácil efectuar actos virtuosos como en una comunidad. Tanto más cuanto ellos los ignorarán siempre y jamás llegarán a comprender nada.

El arcipreste de Baillceil, desde su jubilación, frecuenta asiduamente la casa de los RR. PP. Cartujos de Verchocq. Lo que he visto en Verchocq fue el título de una de sus conferencias a la que el señor deán casi nos obligó a asistir. Escuchamos cosas muy interesantes, casi apasionantes, dichas en el tono preciso, pues el encantador anciano tiene los pruritos minúsculos e inocentes de un profesor de letras y cuida tanto su dicción como sus manos. Se diría que aguarda y teme al mismo tiempo, la presencia improbable, entre su auditorio de sotana, del señor Anatole France, y que en nombre del humanismo le pide gracia para el buen Dios, con miradas finas, sonrisas cómplices y retorcimientos de meñique. Parece que esa especie de coquetería eclesiástica estaba de moda en 1900. (Soy probablemente de naturaleza muy áspera, basta, pero tengo que confesar que el clérigo letrado me causa siempre horror. Frecuentar las «gentes de espíritu» es, en resumen, como comer fuera de casa… y no va a comerse fuera de casa en las propias narices de quienes se están muriendo de hambre.)

El señor arcipreste nos contó muchas anécdotas, llamadas por él rasgos, según es uso ahora. Creo haberlas comprendido. Desgraciadamente, no me sentí en ningún instante tan emocionado como hubiera deseado. Los monjes son incomparables maestros de la vida interior, nadie duda de ello, pero la mayor parte de aquellos famosos rasgos eran como los vinos del terruño, que tienen que consumirse en el mismo lugar. No soportan el traslado.

Acaso sea posible… ¿debo decirlo?, acaso sea posible que ese pequeño número de hombres reunidos, viviendo juntos día y noche, creen sin saberlo una atmósfera favorable… Yo también conozco algo los monasterios. He visto a religiosos recibiendo humildemente, el rostro bajo y sin chistar, la reprimenda injusta de un superior, destinada a quebrantar su orgullo. Pero en esas casas que no turba eco exterior alguno, el silencio alcanza una calidad, una perfección verdaderamente extraordinaria; el menor temblor es percibido por oídos de una sensibilidad exquisita… Y hay silencios de sala capitular que valen un aplauso.

(¡Mientras que una repulsa episcopal…!)

Releo estas primeras páginas de mi diario sin hallar en la lectura satisfacción alguna. He reflexionado mucho, ciertamente, antes de decidirme a escribir. Pero tal reflexión no me tranquiliza en lo más mínimo. Para quien tiene el hábito de la plegaria, la reflexión no es con frecuencia más que una coartada, una manera solapada de confirmamos en una intención. El razonamiento deja cómodamente en la sombra lo que deseamos mantener oculto. El hombre de mundo que reflexiona, calcula sus oportunidades. Pero ¿qué representan las oportunidades para nosotros, que hemos aceptado de una vez para siempre, la terrible presencia de la divinidad en nuestra pobre vida? A menos que pierda la fe

Georges Bernanos
Diario de un cura rural

Una obra maestra de la literatura universal. Bernanos, aunque catalogado como escritor católico o cristiano, es mucho más que eso, es un novelista de primera fila, un escritor que desvela profundidades del alma humana, como Dostoievsky. Una novela que nadie debería perderse.

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