VARIAS veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.
Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido ni definir qué entendía por enredos políticos.
Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna un día de mercado.
Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento despejado —esta era su palabra favorita—, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.
Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.
Hace unos años, pocos días después de la muerte del exministro don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:
—Oye, Shanti —me dijo.
—¿Qué hay?
—¿Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir?
—No sabía nada.
—Pues entre esos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.
—Bueno; ya se las pediré —repuse yo, con la indiferencia de un hombre a quien no preocupa la Historia.
—Debías ver esos papeles —siguió diciendo mi tía—, y hasta publicarlos.
—Yo no soy editor.
—¿Qué importa? Publica las Memorias como si las hubieras encontrado o como si las hubieras escrito tú. Leguía no se ha de quejar.
—¡Ah! ¡Claro! Por ahora, al menos, en la vida real no hay la costumbre de quejarse desde la tumba, y creo que Leguía no será una excepción a la regla.
—Pues yo no tendría escrúpulo ninguno.
—Tú, no; pero yo, sí. Cada cual tiene sus incompatibilidades. Tú no irías ahora por la calle con una flor en el pelo, y, sin embargo, yo la llevaría sin ninguna molestia.
—Siempre estás con esas necedades —dijo Dama Úrsula, que pensaba que mi ejemplo de la flor en el pelo era una alusión a sus postizos.
—No, no son necedades —repliqué yo—. El no querer aprovecharse del trabajo de los demás es una obligación. Yo no quiero ser como el grajo de la fábula, que se adornaba con plumas ajenas. Además, no sé si Leguía era un buen prosista. No vaya a desacreditarme.
—¡Desacreditarte!
Esta exclamación me mortificó. Comprendí que Dama Úrsula había hablado con el vicario, que es tradicionalista y buen gramático, según asegura el secretario del Ayuntamiento, y dice a todo el mundo que yo no sólo no soy un prosista castizo de la vieja cepa castellana, sino que mi prosa parece traducida del vascuence.
Mi tía, además de dudar, como el vicario, de la pureza de mi prosa, dudaba de la pureza de mis intenciones con relación a lo ajeno.
Para incomodarla un poco, —Dama Úrsula tenía la chifladura de los parentescos—, le dije que guardaba mis dudas acerca de que Aviraneta fuera, en realidad, pariente nuestro.
—¡Pues no había de ser! —exclamó—. Era primo hermano de don Lorenzo de Alzate y de tu bisabuela, que era hermana de don Lorenzo. Ahora se puede decir esto claramente.
—¿Y antes no? ¿Por qué?
—Porque Aviraneta tenía una fama malísima; todo el mundo decía que era un ateo, un masón, y muchos aseguraban que era un canalla que había pertenecido a la Policía.
Esto de hacer sinónimo canalla y policía me pareció una prueba de buen sentido de mi tía Dama Úrsula.
—¿Y qué hizo, en resumen, ese Aviraneta? —pregunté yo.
—Debió de hacer muchas trastadas. Por eso me gustaría ver esas Memorias.
—¿Y por qué no las lees? —dije yo.
—Es que están escritas con una letra malísima, con abreviaturas, y no puedo entender bien lo que dice.
—¿Y quieres que yo descifre el manuscrito? ¿Por eso me aconsejas que lo publique? ¡Qué graciosa!
—A ti no te costará nada el leerlo ni el publicarlo.
—El leerlo, el mismo trabajo que a ti, y el publicarlo con mi firma puede costarme un fracaso literario.
—¡Qué tontería! ¿Por qué?
—Pueden encontrar que es un libro malo, y no dar nadie fe a mis explicaciones; pueden creer que Leguía es un ser fantástico.
—¡Bah! De otros libros también te habrán dicho que son malos.
—No, no lo creas. Esas son voces que hace correr el vicario.
—Quizá digan que las Memorias de Aviraneta es lo mejor que has publicado.
Yo protesté de esta idea despectiva que, en general, suele tener la familia del talento literario de sus miembros. Realmente, se puede creer, sin dificultad, que un pariente sea un buen carpintero, un buen abogado, un buen médico; pero que sea un buen escritor, es cosa inaceptable, a no ser que se haya muerto hace bastantes años.
—No, no; si yo creo que eres un buen escritor —me dijo Dama Úrsula, con su dejo de ironía—; por eso quisiera que publicaras tú esas Memorias.
—Pues yo no estoy decidido a firmar un libro que no he escrito.
—Pon algo de tu cosecha; inventa aventuras, otros personajes.
—Eso no es tan fácil.
—¡No ha de ser fácil! No digas tonterías… ¡Para un hombre tan despejado como tú! Conque ya sabes, si quieres le diré a la Joshepa Iñashi que te lleve los papeles de Leguía a tu casa.
—Bueno, está bien.
Los cuadernos de Leguía
Se fue mi tía Úrsula, y al día siguiente se presentó la sacristana con tres cuadernos gruesos, de papel de hilo, atados con una cinta de color de ala de mosca.
No sé cuánto tiempo los tuve arrinconados, hasta que una vez, convaleciente de reuma, cogí el primer cuaderno y lo empecé a leer.
A veces el texto se interrumpía, y había intercalados en él recortes de periódicos, cartas y proclamas.
Me pareció, a pesar de mi tendencia antihistórica, que algunas cosas no dejaban de tener interés.
Sospechando si Leguía se habría dedicado a fantasear, intenté comprobar los datos y las fechas de sus cuadernos.
Consulté algunos libros grandes, por lo menos de tamaño, que se ocupan de historia de España, y, en general, encontré poca cosa de mi asunto.
El ver que en estas Memorias se transcriben páginas de folletos publicados por Aviraneta y el ir comprobando otros detalles, me hizo creer en la autenticidad de la narración.
Me dirigí, buscando esclarecimiento, a dos o tres especialistas en Historia de nuestras revueltas políticas, y me contestaron rotundamente que Aviraneta no aparecía en ellas hasta el año 33.
Sin embargo, yo lo había visto en la narración de Leguía peleando, a las órdenes del cura Merino, contra los franceses, desde 1809; en el año 21, ya como oficial, luchando contra el cura, su antiguo jefe, escribiendo en la misma época en El Espectador, el periódico de los masones, dirigido por don Evaristo San Miguel, y después trabajando con el general Empecinado, para salvar la Constitución, el año 23. Luego le había encontrado en Grecia, con lord Byron, en Méjico, en la expedición del general Barradas, y en 1830 a las órdenes de Mina.
Los acontecimientos de la vida de Aviraneta desde 1833 se encuentran en los libros viejos y en los periódicos de la época. La mayoría de los que hablan de él consideran a Aviraneta como un canalla y un traidor.
Pío Baroja
El aprendiz de conspirador
Memorias de un hombre de acción - 1
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