01 mayo 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: Juan Goytisolo, Campos de Níjar

 Recuerdo muy bien la profunda impresión de violencia y pobreza que me produjo Almería, viniendo por la nacional 340, la primera vez que la visité, hace ya algunos años. Había dejado atrás Puerto Lumbreras —con los tenderetes del mercado en medio de la rambla— y el valle del Almanzora, Huércal Overa, Vera, Cuevas, Los Gallardos. Desde un recodo de la cuneta había contemplado las increíbles casas de Sorbas suspendidas sobre el abismo. Después, cociéndose al sol, las sierras ásperas, cinceladas a golpe de martillo, de la zona de Tabernas, corroídas por la erosión y como lunares. La carretera serpentea entre horcajos y barrancos, bordeando el cauce de un río seco. En vano había buscado la sombra de un arbusto, la huella de un miserable agave. En aquel universo exclusivamente mineral la calina inventaba espirales de celofán finísimo. Guardo clara memoria de mi primer descenso hacia Rioja y Benahadux: del verdor de los naranjos, la cresta empenachada de las palmeras, el agua aprovechada hasta la avaricia. Me había parecido entonces que allí la tierra se humanizaba un poco y, hasta mucho después, no advertí que me engañaba. Anunciada por un rosario de cuevas horadadas en el flanco de la montaña —«capital del esparto, mocos y legañas», como dicen irónicamente los habitantes de las provincias vecinas—, Almería se extiende al pie de una asolada paramera cuyos pliegues imitan, desde lejos, el oleaje de un mar petrificado y albarizo.
Cuando fui la última vez, la ciudad me era ya familiar y apenas paré en ella el tiempo preciso para informarme del horario de los autocares. Conocía el panorama de la Alcazaba sobre el barrio de La Chanca: sus moradores encalan púdicamente la entrada de las cuevas y, vistos desde arriba, los techos de las chabolas se alinean como fichas de dominó, azules, ocres, rosas, amarillos y blancos. También había trepado al cerro de San Cristóbal para atalayar el puerto desde las gradas del Vía Crucis: una patulea de arrapiezos juega y se ensucia entre los pasos y el aliento de la ciudad sube hasta uno como el jadeo de un animal cansado. Almería carece de vida nocturna y, en mis estancias anteriores, haciendo de tripas corazón, había recorrido temprano sus calles. Me apresuraré a decir que no lo lamento en absoluto. El espectáculo merece el sacrificio: el mercado de Puerta Purchena, con sus gitanos y charlatanes, obsequiosos y vocingleros; los somnolientos coches de punto a la espera de cliente; los emigrados marroquíes meditando a la sombra de los ficus, valen cumplidamente el viaje. Almería es ciudad única, medio insular, medio africana. A través de sus hombres y mujeres que fueron a buscar trabajo y pan a Cataluña —y a realizar los trabajos más duros, dicho sea de paso—, la quería sin conocerla aún. La patria chica puede ser elegida: desde que la conozco, salvando centenares de kilómetros, le rindo visita todos los años.
En los mismos suburbios de la ciudad, camino de Murcia, torciendo a la derecha de la nacional 340, una carretera comarcal une Almería con las zonas montañosas y desérticas de Níjar y Sierra de Gata. Otras veces, durante mis breves incursiones por el corazón de la provincia, había prometido recorrer con alguna calma este olvidado rincón de nuestro suelo, rincón que sonaba familiarmente en mis oídos gracias a la aburrida lista de cabos importantes aprendida en el colegio bajo el imperio de la regla y el temor de los castigos: «Sacratif, en Granada. Gata, en Almería. Palos, en Murcia. La Nao, San Antonio y San Martín, en Alicante…». Cuando llegué a la central de autobuses, el coche acababa de irse. Como faltaban dos horas para el próximo, dejé el equipaje en consigna y salí a cantonear. Las calles bullían de regatones, feriantes, vendedores de helados que solfeaban a gritos la mercancía. Otros, más modestos, aguardaban al cliente en la acera, con sus cestos de cañaduz e higos chumbos. Lucía el sol y las mujeres escobaban delante de las casas. El cielo empañado, sin nubes, anunciaba un día caluroso.
Después del invierno gris del Norte, me sentía bien en medio de aquel bullicio. Recuerdo que, al cruzar el puente, pasaron dos simones con muchachas ataviadas de típica señorita española. Conscientes de la curiosidad que promovían, se esforzaban en encamar dignamente las virtudes características de la raza: garbo, empaque, gracia, donosura. Un hombre las piropeó con voz ronca. Luego desfilaron otros coches de punto con caballeros en levita, militares, un niño con tirabuzones, un cura. Alguien dijo que celebraban un bautizo.
Los curiosos prosiguieron su camino y entré en un bar tras dos hombres que se habían asomado a mirar. No se me despintan de la memoria, negros, cenceños, con sus chalecos oscuros, sombreros de ala vuelta hacia arriba y camisas abotonadas hasta el cuello. Parecían dos pajarracos montaraces y hablaban mascujando las palabras.
—¡Qué mujeres!
—España es el mejó país del mundo.
—No tendrá el adelanto de otras naciones, pero pa vivir…
—Caray, que no lo cambiaba yo por ninguno.
Al reparar en el brillo anormal de sus ojos comprendí que andaban bebidos. El dueño me trajo un café y se acercaron a pegar la hebra. Querían saber quién era, de dónde venía, qué hacía por allí. Aunque les contestaba con monosílabos, me invitaron a chatear.
—No puedo —dije. Y miré el reloj.
—¿No?
—Mi autobús sale dentro de unos minutos.
El tiempo había pasado sin darme cuenta y continué hacia la carretera de Murcia por el camino de la estación.

Juan Goytisolo
Campos de Níjar

El paisaje de los campos de Níjar se aparece a Goytisolo como una imagen inaudita, de una desnudez violenta, totalmente diferente a todo lo visto por él en Europa. Frente a la opinión más común, incluso entre la gente que lo habita, el novelista es capaz de apreciar la belleza de la tierra que lo rodea, si bien había llegado a ella ya seducido por las descripciones que había escuchado de los inmigrantes y, sobre todo, de los soldados almerienses que había conocido durante su servicio militar.
Y ocupando ese paisaje, los niños desnudos o vestidos miserablemente, los adultos, envejecidos prematuramente, condenados a una vida paupérrima o a la emigración, las evidencias del abandono de un pueblo a su suerte y del peor de los expolios: el expolio humano. Juan Goytisolo documenta todo ello a lo largo del libro desde la perspectiva de un reportero, prestando también un especial interés al lenguaje utilizado por las gentes del país. Sólo al final de la obra la voz del narrador abandona todo esfuerzo por mantener la objetividad para mostrar su disconformidad con las injusticias de las que ha sido testigo.

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