11 mayo 2022

Comienzo de un libro... Hoy de Henry Murger; Escenas de la vida bohemia



He aquí cómo el azar, al que los escépticos llaman el hombre de negocios de Dios, reunió un día a los individuos cuya fraternal asociación iba a formar más adelante el cenáculo que constituyó esta fracción de la bohemia que el autor del presente libro ha intentado dar a conocer al público.

Una mañana, y fue la del 8 de abril, a Alexandre Schaunard, que cultivaba dos artes liberales, la pintura y la música, lo despertaron con brusquedad las campanadas que daba un gallo del vecindario que le servía de reloj.

—¡Pardiez! —exclamó Schaunard—, este reloj de plumas mío adelanta; no es posible que ya estemos a hoy.

Según decía tales palabras, saltó apresuradamente de un mueble fruto de su industriosa inventiva, que le hacía las veces de cama por las noches, y no es por dejarlo mal, pero no las hacía nada bien, y, durante el día, desempeñaba el papel de todos los demás muebles, de cuya ausencia era responsable el frío riguroso que había sido característica del invierno anterior: algo así como un mueble-maese-Santiago[10], según puede verse.

Para resguardarse de las dentelladas del cierzo matutino, Schaunard se puso a toda prisa unas enaguas de satén rosa salpicadas de estrellas de lentejuelas que usaba de batín. Aquel andrajo vistoso se lo había dejado olvidado allí una noche de baile de máscaras una joven disfrazada de «locura» que había cometido la de caer en las redes de las engañosas promesas de Schaunard, quien, disfrazado de Mondor[11], hacía sonar en los bolsillos el tintineo seductor de una docena de escudos, monedas de fantasía recortadas de una chapa con un sacabocados y tomadas en préstamo de la guardarropía de un teatro.

Tras ponerse esa ropa de casa, el artista fue a abrir la ventana y el postigo. Un rayo de sol, semejante a una flecha de luz, entró de golpe en la habitación y lo obligó a abrir de par en par los ojos que aún velaban las brumas del sueño; en éstas, dieron las cinco en un campanario de los alrededores.

—La mismísima aurora —susurró Schaunard—; es pasmoso. Pero —añadió, consultando un calendario colgado del tabique— no por ello es menos erróneo. Las indicaciones de la ciencia afirman que en esta época del año el sol no debe salir hasta las cinco y media y resulta que ya está levantado. Culpable celo; este astro no tiene razón y pienso reclamar en la Oficina de Longitudes. Sin embargo —añadió—, debería empezar a preocuparme un poco; hoy es desde luego el día siguiente de ayer; y, como ayer era 7, a menos que Saturno camine hacia atrás, hoy debe de ser 8 de abril; y si me creo lo que cuenta este papel —dijo, yendo a leer un aviso de desahucio judicial que estaba pegado en la pared— es hoy a las doce en punto cuando tengo que hacer mutis por el foro tras depositar en manos del señor Bernard, mi casero, la cantidad de setenta y cinco francos por tres alquileres vencidos que me reclama con muy mala letra. Albergaba yo esperanzas, como de costumbre, de que el azar se encargaría de solucionar el asunto, pero por lo visto no le ha dado tiempo. Bueno, todavía tengo seis horas por delante; si las empleo bien a lo mejor… Venga… venga… vamos allá —añadió.

Se disponía a ponerse un gabán cuyo tejido, de pelo largo en sus orígenes, adolecía de una pronunciada calvicie, cuando, de repente, como si lo hubiera picado una tarántula, empezó a danzar por la habitación una coreografía de composición propia que, en los bailes públicos, le había valido con no poca frecuencia el honor de llamar la atención de la gendarmería.

—Vaya, vaya —exclamó—, es muy curiosa la forma en que el aire de la mañana le da ideas a uno. ¡Me parece que estoy sobre la pista de la melodía que andaba buscando! Vamos a ver.

Y Schaunard, medio en cueros, fue a sentarse delante del piano. Y, tras despertar al instrumento dormido con una tormenta de acordes vigorosos, empezó, sin dejar el monólogo, a perseguir por el teclado la frase melódica que tanto tiempo llevaba buscando.

—Do, sol, mi, do, la, si, do, re, bum, bum. Fa, re, mi, re. Ay, ay, lo desafinado que está este re, es más falso que el alma de Judas —dijo, golpeando con violencia la nota de sonido discutible—. Vamos a ver el menor… Tiene que describir hábilmente el desconsuelo de una joven que deshoja una margarita blanca en un lago azul. No es que la idea sea una recién nacida precisamente. Pero, como está de moda y ni un editor se atrevería a publicar una romanza sin un lago azul, no habrá más remedio que pasar por el aro… Do, sol, mi, do, la, si, do, re; no me ha quedado nada mal. Se verá bastante bien la margarita, sobre todo la gente que sepa de botánica. La, si, do, re, menudo bribón está hecho el re este. Ahora, para que se entienda bien el lago azul, haría falta algo húmedo, azul cielo, claro de luna, porque también anda por aquí la luna; hombre, si ya va saliendo, no es cosa de que se me olvide el cisne… Fa, mi, sol —siguió diciendo Schaunard, dejando que chapoteasen las notas cristalinas de la octava baja—. Falta la despedida de la joven que se decide a arrojarse al lago azul para reunirse con su amado, enterrado bajo la nieve; este desenlace no está claro —masculló—, pero es interesante. Haría falta algo tierno y melancólico; ya me sale, ya; ¡aquí tengo una docena de medidas que lloran como Magdalenas y parten el corazón! Brrr, brrr —dijo, tiritando, sin más ropa que las enaguas salpicadas de estrellas—. Ojalá pudieran también partir leña; tengo en la alcoba una viga que estorba mucho cuando viene gente… a cenar; podría encender un rato el fuego con ella… la, la… re, mi, porque noto que la inspiración me llega envuelta en un catarro. Bah, bueno, qué más da… Sigamos ahogando a la joven.

Y, mientras atormentaba con los dedos el teclado palpitante, Schaunard, con los ojos relucientes y el oído alerta, iba siguiendo la melodía, que, semejante a un elfo inasible, revoloteaba por la niebla sonora que las vibraciones del instrumento parecían condensar en la habitación.

—Vamos a ver ahora —siguió diciendo— cómo engarza mi música con la letra de mi poeta.

Y tarareó con voz desagradable estos versos especialmente indicados para las óperas cómicas y las aleluyas que vienen en los matasuegras:

La rubia muchachita
la mantilla se quita
y los ojos velados
alza al cielo estrellado.
Y en la azulada onda
del argénteo lago…

—¿Cómo, cómo? —dijo, en un arrebato de justificada indignación—. La onda azulada de un lago de plata, Nunca me había fijado en esta genialidad, la verdad es que se pasa de romántica; este poeta es un imbécil, nunca ha visto ni la plata ni un lago. Y además su balada es una idiotez: la forma de cortar los versos me estorbaba para la música; a partir de ahora los poemas me los compondré yo; y va a ser ahora mismo; como me noto inspirado voy a fabricarme una maqueta de estrofas para adaptarles mi melodía.

Y Schaunard se agarró la cabeza con ambas manos y adoptó la trascendental compostura de un mortal que mantiene relaciones con las Musas.

Al cabo de unos minutos de tan sacro concubinato, había ya traído al mundo una de esas cosas deformes que con razón llaman «monstruos» los libretistas e improvisan con no poca facilidad para que sirvan de cañamazo provisional a la inspiración del compositor.

Sólo que el monstruo de Schaunard tenía sentido común y expresaba con bastante claridad la preocupación que había avivado en sus pensamientos la cruel llegada de aquella fecha: 8 de abril.

Ésta fue la estrofa:

Ocho y ocho dieciséis.
Pongo seis, me llevo uno.
Ojalá encontrara a alguno
pobre y honrado a la vez
que me prestara, opulento,
esos ochocientos francos,
para quitarme de atrancos
en cuanto tenga un momento.

ESTRIBILLO

Y cuando los tres cuartos de las once cuente
el reloj fatal
el alquiler vencido daré probamente (ter)
al señor Bernard.

Henry Murger
Escenas de la vida bohemia

París, década de 1840. Pedir prestado, no pagar deudas, irse a la cama sin cenar (o cenar sin irse a la cama), almorzar dos días seguidos, quemar manuscritos o lienzos en una chimenea sin leña, huir del casero y de los agentes judiciales, fabricar un palacio con un telón de teatro, conseguir diez francos para comprarle un ramo de violetas a una mujer (que las lucirá con otro) estar, en fin, «de continuo por debajo del ecuador de la necesidad» es un tipo de vida que únicamente los bohemios saben convertir no sólo en arte sino en «una obra genial».

Desde que se publicaron por entregas en Le Corsaire entre 1845 y 1849, las Escenas de la vida bohemia de Henry Murger, con un fondo autobiográfico que se transmite con una lucidez e intensidad apabullantes, no han dejado de fascinar a las generaciones. En el siglo XIX dieron pie a dos óperas la celebérrima La bohème de Puccini y otra menos conocida de Leoncavallo y en el XX han sido aún capaces de inspirar un musical como Rent o una película de Aki Kaurismaki. El encanto de esta obra, realmente hilarante, documento de una «existencia accidentada y fantasiosa», parece no agotarse, quizá porque como nunca se ha ilustrado con tanta perspicacia e ingenio el «problema diario» de la vida y las «matemáticas audaces» que se necesitan para resolverlo.

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