EL AUTOMÓVIL perdió velocidad.
—Creo que es aquí —dijo el hombre.
Movió el volante hasta salirse del asfalto. Detuvo el coche en una explanada de hierba; descendió y caminó unos metros hasta el borde del altozano. La mujer le siguió.
—Mira —dijo él, señalando la lontananza.
Desde aquella altura, la meseta castellana se extendía hasta el arco del horizonte, tersa como un mar. Tan sólo por levante el terreno se ondulaba diseñando el perfil de unas lomas azules y pálidas como una lejanía de Velázquez. Unos chopos, agrupados en hilera, cruzaban la inmensidad; y no era difícil adivinar que alimentaban sus raíces en la humedad de un regato, cuya oculta presencia denunciaban. El campo estaba verde, pues aún no había comenzado el trigo a amarillear ni la cebada. Centrada en el paisaje había una sola construcción humana, grande como un convento o como un seminario.
—Allí es —dijo el hombre.
La tapia que rodeaba por todas partes el edificio estaba muy apartada de la fábrica central, con lo que se presumía que la propiedad debía de ser vastísima. El cielo estaba diáfano, y las pocas nubes que por allí bogaban se habían concentrado todas en la puerta del ocaso.
—¿Qué hora es?
—Nos sobra tiempo.
—Estás muy callada.
—No me faltan razones.
Subieron al coche y lo dejaron deslizar, sin prisa, por la suave pendiente.
Las tapias vistas de cerca eran altísimas. No menos de cuatro metros. Algún día estuvieron encaladas. Hoy la lechada, más cerca del color de la tierra circundante que de su primitiva albura, caía desprendida como la piel de un hombre desollado. Llegaron a la verja. Candados no faltaban. Ni cerrojos. Pero timbre o campana no había.
Bajaron ambos del coche a la última luz del día, y observaron entre los barrotes. Plantado en el largo camino que iba hasta el edificio, un individuo, de muy mala catadura, los observaba.
—¡Eh, buen hombre, acérquese! —gritó él, haciendo altavoz con las manos.
Lejos de atenderle, el individuo se volvió de espaldas y comenzó a caminar parsimoniosamente hacia el edificio.
—¿No me oye? ¡Acérquese! ¡Necesitamos entrar!
—Sí, te oye, sí —comentó la mujer—. A medida que más gritas, más rápido se aleja. ¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué haremos ahora?
—¡No estés nerviosa!
—¿En mi caso… no lo estarías tú?
—Calla. Creo que viene alguien.
La penumbra era cada vez más intensa.
—¿Qué desean? —preguntó un individuo con bata blanca, desde lejos. El hombre agitó un papel, y respondió a voces:
—¡Es de la Diputación Provincial!
El recién llegado no se dio prisa en acercarse. Al llegar, posó los ojos en el escrito y enseguida sobre la mujer, con insolente curiosidad.
—Pasen —dijo. Y entreabrió la puerta—. ¡Llegan ustedes con mucho retraso!
—¿No podemos entrar con el automóvil?
—A estas horas, ya no.
—Es que… llevamos algún equipaje.
—Yo los ayudaré.
Abrieron el portaequipaje y sacaron los bultos.
El camino era largo y la oscuridad se espesaba por momentos. La mujer amagó un grito al divisar una sombra humana cerca de ella, que surgió inesperadamente tras un boj. El de la bata blanca gritó:
—¡«Tarugo»! ¡Vete para dentro! ¿Crees que no te he visto? Oyéronse unos pasos precipitados.
—No se preocupen —comentó el guía—. Es un pobre idiota inofensivo.
La fachada del edificio y la gran puerta de entrada se conservaban como hace ocho siglos, cuando aquello era cartuja. Cruzaron el umbral; de aquí a un vestíbulo y más tarde a un claustro soberbio, de puro estilo románico. «1213», rezaba una inscripción grabada en piedra. Y debajo, en latín, un elogio a los fundadores. Los demás rótulos eran modernos. Uno decía «Gerencia», otro «Asistencia social». Cruzaron bajo un arco, sin puerta, en el que estaba escrito: «Admisiones». Todo lo que había más allá de este hueco era de construcción reciente, convencional y de mal gusto.
Anduvieron varias veintenas de pasos. Todo era grande. Inútilmente grande en aquel edificio.
—Siéntense aquí, y esperen.
Le vieron abrir una puertecilla (de dimensiones normales esta vez) y, tras ella, un despacho moderno y bien iluminado. Al cerrarse la hoja, la penumbra volvió a cernirse sobre la galería. El hombre apoyó una mano firme y cálida sobre la de ella. El dorso de la mujer estaba húmedo y frío.
—Todo saldrá bien. ¡Gracias por tu coraje, Alice Gould! ¡Ánimo y suerte! Fueron las últimas palabras que ella le oyó en vida.
El doctor don Teodoro Ruipérez ojeó los papeles que el enfermero acababa de depositar sobre su mesa. Todo estaba en regla: la solicitud de ingreso, firmada por el marido como pariente más próximo; el informe médico aconsejando el internamiento y el oficio de la Diputación concediendo la plaza. El médico leyó a trozos el formulario oficial: Nombre de la enferma: Alice Gould. Nombre del pariente más próximo: Heliodoro Almenara. Parentesco: Marido. Último domicilio: Madrid. ¿Ha estado recluida anteriormente?: No. Diagnóstico provisional: Paranoia. Firma del colegiado: Dr. E. Donadío. El reconocimiento de firma del delegado provincial de Medicina era ilegible.
Además de estos papeles había una carta particular del doctor Donadío al director don Samuel Alvar. Como éste disfrutaba de sus vacaciones, Ruipérez se consideró autorizado a abrirla.
Es condición muy acusada en esta enferma —se decía en la carta— tener respuesta para todo, aunque ello suponga mentir (para lo que tiene una rara habilidad), y aunque sus embustes contradigan otros que dijo antes. Caso de ser cogida en flagrante contradicción, no se amilana por ello, y no tarda en encontrar una explicación de por qué se vio forzada a mentir antes, mientras que ahora es cuando dice la verdad. Y todo ello con tal coherencia y congruencia que le es fácil confundir a gentes poco sagaces e incluso a psiquiatras inexpertos. A esta habilidad suya contribuyen por igual sus ideas delirantes (que, en muchos casos, la impiden saber que miente) y su poderosa inteligencia.
Guardó el doctor Ruipérez los papeles, con intención de leer en otro momento con mayor cuidado el historial clínico, y pulsó el timbre. Observó con curiosidad y atención a la recién llegada. Aparentaba tener poco más de cuarenta años y era muy bella. Tenía más aspecto de una dama sajona o americana del Norte que el común en una española: la piel muy blanca, ligeramente pecosa, labios atractivos, nariz aristocrática, pelo rubio ceniza, tal vez teñido, tal vez natural (que de esto el doctor Ruipérez no entendía mucho), y manos finas, de largos dedos, muy bien cuidados. Vestía un traje claro de color crema, como correspondía a la estación (muy próxima ya al verano), y enganchado al borde del escote un broche de oro y esmalte, que representaba una flor. «Demasiado bien vestida para este centro —pensó Ruipérez—. ¿Dónde cree que viene? ¿Al casino?».
—Pase por favor, señora, y siéntese.
Ella, todavía junto al quicio de la puerta, pareció dudar. Dio unos pasos muy lentos, y sentose casi al borde de la silla, erguido el busto, las rodillas muy juntas y las manos desmayadas sobre el regazo. Pensó el médico que iba a notar en su rostro alguna señal de angustia o ansiedad. No fue así. Al volverse, sus ojos, grandes y claros —de un azul casi translúcido—, parecían indiferentes, altivos y distantes.
A Ruipérez le inquietaban los primeros encuentros con los enfermos. El momento más delicado, antes del duro trance del encierro, era el de recibirlos, sosegar sus temores, demostrarles amistad y protección. Mas he aquí que esta señora —tan distinta en su porte y en su atuendo a los habituales pacientes— no parecía demandar amparo, sino exigir pleitesías. No obstante, era una paciente como todas, una enferma más. Su mente estaba tocada de un mal cruel y las más de las veces incurable.
Fue ella quien se adelantó a preguntar, con voz tenue:
—¿Es usted don Samuel Alvar?
—No, señora. Soy su ayudante. El director está ausente. Ella se inclinó hacia él. En el bolsillo de su bata blanca estaba bordado su nombre con hilo azul. «Doctor Teodoro Ruipérez». El médico hizo una pausa, tosió, tragó saliva.
—Dígame, señora: ¿sabe usted qué casa es ésta?
—Sí, señor. Un manicomio —respondió ella dulcemente.
—Ya no los llamamos así —corrigió el doctor con más aplomo—, sino sanatorio psiquiátrico. Sanatorio —insistió, separando las sílabas—. Es decir, un lugar para sanar. ¿Puedo hacerle unas preguntas, señora?
—Para eso está usted ahí, doctor.
—¿Querrá usted responderme a ellas?
—Para eso estoy aquí.
El doctor trazó, como al desgaire, unas palabras en un bloque: «aplomo», «seguridad en sí misma», «un dejo de insolencia…». Intentó conturbarla.
—No ha contestado directamente a mi pregunta. ¿Qué es lo que le…?
—Que si querré responder a su interrogatorio. Y mi respuesta es afirmativa. Soy muy dócil, doctor. Haré siempre lo que se me ordene y no daré a nadie quebraderos de cabeza.
—Es un magnífico propósito —dijo sonriendo el médico—. Su nombre de soltera es…
—Alice Gould, como el de una famosa historiadora americana, pero es pura coincidencia. Ni siquiera somos parientes.
—¿Nació usted?
—Plymouth (Inglaterra), pero he vivido siempre en España y soy española de nacionalidad. Mi padre era ingeniero y trabajaba al servicio de una compañía inglesa, en las Minas de Río Tinto, que, en aquel tiempo, eran de capital británico. Aquí se independizó, prosperó y se quedó para siempre. Y aquí murió.
—Hábleme de él.
—Poseía un gran talento. Era un hombre excepcional.
—¿Se llevaban ustedes bien?
—Nos queríamos y nos apreciábamos.
—¿Qué diferencia ve usted entre esos dos sentimientos?
—El primero indica amor. El segundo, estimación intelectual: es decir, admiración y orgullo recíprocos.
—¿Su padre la admiraba a usted?
—Ya he respondido a esa pregunta.
—¿Se sentía orgulloso de usted?
—No me gusta ser reiterativa.
—Hábleme de su madre.
—Sé muy poco de ella, salvo que era bellísima. Murió siendo yo muy niña. Se llamaba Alice Worcester.
—¿Tiene usted parientes por su rama materna?
—No.
—¿En qué año murió su padre?
—Hace dieciséis. Al siguiente de mi matrimonio.
—¿Tenía su padre algún pariente próximo?
—Un hermano menor que él, Harold, que reside en California. Sólo se volvieron a ver de adultos una vez, por azar, y se emborracharon juntos. En Navidad se escribían christmas. Y yo, aunque no le conozco personalmente, muerto mi padre, mantengo la tradición.
—¿Qué tradición?
—La de felicitarle por Navidad.
—Dígame, señora. ¿Cuántos hijos tiene usted?
—No tengo hijos.
—Hábleme de su marido. ¿Es el suyo un matrimonio feliz?
—Mi marido y yo estamos muy compenetrados. Compartimos sin un mal gesto, desde hace dieciséis años, el tedio que nos producimos.
—¿Su nombre es…?
—Alice Gould: ya se lo dije.
—Me refiero al de su esposo.
—Almenara. Heliodoro Almenara.
—¿Qué estudios tiene?
—Él dice que estudió unos años de Derecho. No lo creo. Es profundamente ignorante.
—¿A qué se dedica?
—A perder mi dinero en el póquer y a jugar al golf.
—Y usted, señora, ¿qué estudios tiene?
—Soy licenciada en Ciencias Químicas.
—¿Se dedica usted a la investigación?
—Usted lo ha dicho, doctor. Pero no a la investigación científica, sino a otra muy distinta: soy detective diplomado.
—¡Ah! —exclamó con simulada sorpresa el médico—. ¡Qué profesión más fascinante!
Pero lo que verdaderamente pensaba es que no había tardado mucho la señora de Almenara en declarar uno de sus delirios: creerse lo que no era. Pretendió ahondar algo en este tema.
—Realmente fascinante… —insistió el doctor.
—En efecto: lo es —confirmó Alice Gould con energía y complacencia.
—Dígame algo de su profesión.
—¡Ah, doctor! Su pregunta es tan amplia como si yo le pidiera que me hablara usted de la Medicina…
—Reláteme alguna experiencia suya en el campo de la investigación privada. Seguramente serán muchas y del máximo interés.
—Cierto, doctor. Son muchas e interesantísimas. Pero todas están incursas en el secreto profesional.
El doctor se reclinó hacia atrás en su sillón, y colocó sus manos debajo de la nuca; postura que, al entender de Alice, era más propia de un balneario para tostarse al sol que del lugar en que se hallaban. Así, a primera vista, no le pareció un hombre de peso. Más que un científico lo juzgó un fantoche. Sus calcetines verdes se le antojaron horrendos.
—Tengo verdadera curiosidad —dijo el médico mirando al techo— de saber cómo se decidió a profesionalizarse en un campo tan poco usual en las mujeres.
—Muy sencillo, doctor. Yo soy muy británica. No tengo hijos. Odio el ocio. En Londres, las damas sin ocupación se dedican a escribir cartas a los periódicos acerca de las ceremonias mortuorias de los malayos o a recolectar fondos para dar escuelas a los niños patagones. Yo necesitaba ocuparme en algo más directo e inmediato; en algo que fuera útil a la sociedad que me rodeaba, y me dediqué a combatir una lacra: la delincuencia; del mismo modo que usted combate otra lacra: la enfermedad.
—Dígame, señora de Almenara, ¿trabaja usted en su casa o tiene un despacho propio en otro lugar?
—Tengo oficina propia y estoy asociada con otros detectives diplomados que trabajan a mis órdenes.
—¿Dónde está situada exactamente su oficina?
—Calle Caldanera, 8, duplicado; escalera B, piso sexto, apartamento 18, Madrid.
—¿Conoce su marido el despacho donde usted trabaja?
—No.
—¡Es asombroso!
Alice Gould le miró dulcemente a los ojos.
—¿Puedo hacerle una pregunta, doctor?
—¡Hágala!
—¿Conoce su señora este despacho?
El médico se esforzó en no perder su compostura.
—Ciertamente, no.
—¡Es asombroso! —concluyó Alice Gould, sin extremar demasiado su acento triunfal.
—Este lugar —comentó el doctor Ruipérez— ha de estar obligadamente rodeado de discreción. El respeto que debemos a los pacientes… La detective no le dejó concluir.
—No se esfuerce, doctor. También yo he de estar rodeada de discreción por el respeto que debo a mis clientes. Nuestras actividades se parecen en esto y en estar amparadas las dos por el secreto profesional.
—Bien, señora. Quedamos en que su marido no conoce su despacho. Pero ¿sabe, al menos, a qué se dedica usted?
—No. No lo sabe.
—¿Usted se lo ha ocultado?
—De ningún modo. Él no lo sabe porque se empeña en no saberlo. Por ésta y otras razones, creo sinceramente que es un débil mental.
—Muy interesante, muy interesante…
Guardó silencio el médico al tiempo de encender un cigarrillo y anotar en su cuaderno:
«Considera a sus progenitores seres excepcionales de los que ha heredado su talento. Ella misma es admirada por un ser superior, como su padre. Todo lo demás es inferior».
Posó sus ojos en ella.
—¿Conoce usted, señora, con exactitud las razones por las que se encuentra aquí?
—Sí, doctor. Estoy legalmente secuestrada.
—¿Por quién?
—Por mi marido.
—¿Es cierto que intentó usted por tres veces envenenar a su esposo?
—Es falso.
—¿No reconoció usted ante el juez haberlo intentado?
—Le informaron a usted muy mal, doctor. No estoy aquí por sentencia judicial. Fui acusada de esa necedad no ante un tribunal sino ante un médico incompetente. Jamás acepté ante el doctor Donadío haber hecho lo que no hice. Del mismo modo que nunca confesaré estar enferma, sino «legalmente secuestrada».
—¿Fue usted misma quien preparó los venenos?
—Es usted tenaz, doctor. De haberlo querido hacer, tampoco hubiera podido. Pues lo ignoro todo acerca de los venenos.
—¡Realmente extraño en una licenciada en Químicas!
—Doctor, no sería imposible que durante mi estancia aquí tuvieran que operarme de los ovarios. ¿Sería usted mismo quien me interviniese?
—Imposible, señora. Yo no entiendo de eso.
—¿No entiende usted? ¡Realmente extraño en un doctor en Medicina!
—Mi especialización médica es otra, señora mía.
—Señor mío: mi especialización química es otra también.
Rió la nueva reclusa, sin extremarse, y el doctor se vio forzado a imitarla, pues lo cierto es que lo había dejado sin habla. De tonta no tenía nada. Podría ser loca; pero estúpida, no.
—En el informe que he leído acerca de su personalidad —comentó Teodoro Ruipérez— se dice que es usted muy inteligente.
Alice sonrió con sarcasmo, no exento de vanidad.
—Le aseguro, doctor, que es un defecto involuntario.
—La palabra exacta del informe es que posee una poderosa inteligencia —insistió halagador.
—El doctor Donadío exagera. Le merecí ese juicio cuando le demostré que nunca pude envenenar a mi esposo por carecer de ocasiones y de motivos. Y como le convencí de que carecía de motivo, pero no de posibilidades, la conclusión que sacó es que yo estaba loca, porque es propio de locos carecer de motivaciones para sus actos. ¿Usted conoce al doctor Donadío?
—No tengo ese honor.
—¡Lástima!
—¿Por qué?
—Porque si le conociera comprendería al instante… que es muy poco inteligente el pobre.
Torcuato Luca de Tena
Los renglones torcidos de Dios
Alice Gould es ingresada en un sanatorio mental. En su delirio, cree ser una investigadora privada a cargo de un equipo de detectives dedicados a esclarecer complicados casos. Según una carta de su médico particular, la realidad es otra: su paranoica obsesión es atentar contra la vida de su marido. La extrema inteligencia de esta mujer y su actitud aparentemente normal confundirán a los médicos hasta el punto de no saber a ciencia cierta si Alice ha sido ingresada injustamente o padece realmente un grave y peligroso trastorno psicológico.
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