14 mayo 2022

Comienzo de libro... Hoy: de Patrick Rothfuss; El nombre del viento

Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.
El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.
—Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor… —Cob hizo una pausa para añadir suspense— ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!
Graham, Jake y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.
Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.
—¿Sabes qué significaba eso, muchacho? —Llamaban «muchacho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.
El muchacho asintió lentamente y respondió:
—Los Chandrian.
—Exacto —confirmó Cob—. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba…
—Pero ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el muchacho—. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?
—Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final —dijo Jake—. Deja que nos lo cuente.
—No le hables así, Jake —intervino Graham—. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.
—Ya me la he bebido —refunfuñó Jake—. Necesito otra, pero el posadero está despellejando ratas en la cocina. —Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su jarra vacía—. ¡Eh! ¡Aquí hay unos hombres sedientos!
El posadero apareció con cinco cuencos de estofado y dos hogazas calientes de pan. Les sirvió más cerveza a Jake, a Shep y al viejo Cob, moviéndose con vigor y desenvoltura.
Los hombres interrumpieron el relato mientras daban cuenta de la cena. El viejo Cob se zampó su cuenco de estofado con la eficacia depredadora de un soltero de toda la vida. Los otros todavía estaban soplando en su estofado para enfriarlo cuando él se terminó el pan y retomó la historia.
—Táborlin tenía que huir, pero cuando miró alrededor vio que en su celda no había puerta. Ni ventanas. Lo único que había era piedra lisa y dura. Una celda de la que jamás había escapado nadie.
»Pero Táborlin conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. Le dijo a la piedra: “¡Rómpete!”, y la piedra se rompió. La pared se partió como una hoja de papel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el dulce aire primaveral. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, sin pensárselo dos veces, se lanzó al vacío…
El muchacho abrió mucho los ojos.
—¡No! —exclamó.
Cob asintió con seriedad.
—Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre.
»Y cuando Táborlin llegó al suelo y se tocó el costado, donde lo habían apuñalado, vio que no tenía más que un rasguño. Quizá fuera cuestión de suerte —Cob se dio unos golpecitos en el puente de la nariz, con aire de complicidad—, o quizá tuviera algo que ver con el amuleto que llevaba debajo de la camisa.
—¿Qué amuleto? —preguntó el muchacho intrigado, con la boca llena de estofado.
El viejo Cob se inclinó hacia atrás en el taburete, contento de que le exigieran más detalles.
—Unos días antes, Táborlin había conocido a un calderero en el camino. Y aunque Táborlin no llevaba mucha comida, compartió su cena con el anciano.
—Una decisión muy sensata —le dijo Graham en voz baja al muchacho—. Porque como sabe todo el mundo, «Un calderero siempre paga doblemente los favores».
—No, no —rezongó Jake—. Dilo bien: «Con un consejo paga doble el calderero el favor imperecedero».
El posadero, que estaba plantado en la puerta de la cocina, detrás de la barra, habló por primera vez esa noche.
—Te dejas más de la mitad:
Siempre sus deudas paga el calderero:
paga una vez cuando lo ha comprado,
paga doble a quien le ha ayudado,
paga triple a quien le ha insultado.
Los hombres que estaban sentados a la barra se mostraron casi sorprendidos de ver a Kote allí de pie. Llevaban meses yendo a la Roca de Guía todas las noches de Abatida, y hasta entonces Kote nunca había participado en la conversación. De hecho, eso no le extrañaba a nadie. Solo llevaba un año en el pueblo; todavía lo consideraban un forastero. El aprendiz de herrero vivía allí desde los once años y seguían llamándole «ese chico de Rannish», como si Rannish fuera un país extranjero y no un pueblo que estaba a menos de cincuenta kilómetros de allí.
—Lo oí decir una vez —dijo Kote, notablemente turbado, para llenar el silencio.
El viejo Cob asintió con la cabeza, carraspeó y retomó el hilo de la historia.
—Pues bien, ese amuleto valía un cubo lleno de reales de oro, pero para recompensar a Táborlin por su generosidad, el calderero se lo vendió por solo un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata. Era negro como una noche de invierno y estaba frío como el hielo, pero mientras lo llevara colgado del cuello, Táborlin estaría a salvo de todas las cosas malignas. Demonios y demás.
—Daría lo que fuera por una cosa así en los tiempos que corren —dijo Shep, sombrío. Era el que más había bebido y el que menos había hablado en el curso de la velada. Todos sabían que algo malo había pasado en su granja la noche del Prendido pasado, pero como eran buenos amigos, no le habían insistido para que se lo contara. Al menos no tan pronto, ni estando todos tan sobrios.
—Ya, ¿y quién no? —dijo el viejo Cob diplomáticamente, y dio un largo sorbo de su cerveza.
—No sabía que los Chandrian fueran demonios —dijo el muchacho—. Tenía entendido…
—No son demonios —dijo Jake con firmeza—. Fueron las seis primeras personas que rechazaron el camino marcado por Tehlu, y él los maldijo y los condenó a deambular por los rincones de…
—¿Eres tú quien cuenta esta historia, Jacob Walker? —saltó Cob—. Porque si es así, puedes continuar.
Los dos hombres se miraron largo rato con fijeza. Al final, Jake desvió la mirada y masculló algo que quizá fuera una disculpa.
Cob se volvió hacia el muchacho y explicó:
—Ese es el misterio de los Chandrian. ¿De dónde vienen? ¿Adónde van después de cometer sus sangrientos crímenes? ¿Son hombres que vendieron su alma? ¿Demonios? ¿Espíritus? Nadie lo sabe. —Cob le lanzó una mirada de profundo desdén a Jake y añadió—: Aunque los imbéciles aseguren saberlo…
A partir de ese momento, la historia dio pie a numerosas discusiones sobre la naturaleza de los Chandrian, sobre las señales que alertaban de su presencia a los que estaban atentos y sobre si el amuleto protegería a Táborlin de los bandidos, o de los perros enloquecidos, o de las caídas del caballo. La conversación se estaba acalorando cuando la puerta se abrió de par en par.
Jake giró la cabeza.
—Ya era hora, Carter. Explícale a este idiota cuál es la diferencia entre un demonio y un perro. Todo el mundo sab… —Jake se interrumpió y corrió hacia la puerta—. ¡Por el cuerpo de Dios! ¿Qué te ha pasado?
Carter dio un paso hacia la luz; estaba pálido y tenía la cara manchada de sangre. Apretaba contra el pecho una vieja manta de montar a caballo con una forma extraña, incómoda de sujetar, como si llevara un montón de astillas para prender el fuego.
Al verlo, sus amigos se levantaron de los taburetes y corrieron hacia él.
—Estoy bien —dijo Carter mientras entraba lentamente en la taberna. Tenía los ojos muy abiertos, como un caballo asustadizo—. Estoy bien, estoy bien.
Dejó caer la manta encima de la mesa más cercana, y el fardo golpeó con un ruido sonoro contra la madera, como si estuviera cargado de piedras. Tenía la ropa llena de cortes largos y rectos. La camisa gris colgaba hecha jirones, salvo donde la tenía pegada al cuerpo, manchada de una sustancia mate de color rojo oscuro.
Graham intentó sentarlo en una silla.
—Madre de Dios. Siéntate, Carter. ¿Qué te ha pasado? Siéntate.
Carter sacudió la cabeza con testarudez.
—Ya os he dicho que estoy bien. No estoy malherido.
—¿Cuántos eran? —preguntó Graham.
—Uno —respondió Carter—. Pero no es lo que pensáis…
—Maldita sea. Ya te lo dije, Carter —prorrumpió el viejo Cob con la mezcla de susto y enfado propia de los parientes y de los amigos íntimos—. Llevo meses diciéndotelo. No puedes salir solo. No puedes ir hasta Baedn. Es peligroso. —Jake le puso una mano en el brazo al anciano para hacerlo callar.
—Venga, siéntate —insistió Graham, que todavía intentaba llevar a Carter hasta una silla—. Quítate esa camisa para que podamos lavarte.
Carter sacudió la cabeza.
—Estoy bien. Tengo algunos cortes, pero la sangre es casi toda de Nelly. Le saltó encima. La mató a unos tres kilómetros del pueblo, más allá del Puente Viejo.
Esa noticia fue recibida con un profundo silencio. El aprendiz de herrero le puso una mano en el hombro a Carter y dijo, comprensivo:
—Vaya. Lo siento mucho. Era dócil como un cordero. Cuando nos la traías a herrar, nunca intentaba morder ni tirar coces. El mejor caballo del pueblo. ¡Maldita sea! Yo… —balbuceó—. Caray. No sé qué decir. —Miró alrededor con gesto de impotencia.
Cob consiguió soltarse de Jake.
—Ya te lo dije —repitió apuntando a Carter con el dedo índice—. Últimamente hay por ahí tipos capaces de matarte por un par de peniques, y no digamos por un caballo y un carro. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tirar tú del carro?
Hubo un momento de incómodo silencio. Jake y Cob se miraron con odio; los demás parecían no saber qué decir ni cómo consolar a su amigo.
Sin llamar la atención, el posadero se abrió paso entre el silencio. Pasó con destreza al lado de Shep, con los brazos cargados de objetos, que empezó a disponer encima de una mesa cercana: un cuenco de agua caliente, unas tijeras, unos retales de sábanas limpios, unas cuantas botellas de cristal, aguja e hilo de tripa.
—Si me hubiera hecho caso, esto no habría pasado —masculló el viejo Cob. Jake intentó hacerlo callar, pero Cob lo ignoró—. Solo digo la verdad. Lo de Nelly es una lástima, pero será mejor que me escuche ahora si no quiere acabar muerto. Con esa clase de tipos, no se tiene suerte dos veces.
Carter apretó los labios dibujando una fina línea. Estiró un brazo y tiró del extremo de la manta ensangrentada. Lo que había dentro rodó sobre sí mismo una vez y se enganchó en la tela. Carter dio otro tirón y se oyó un fuerte ruido, como si hubieran vaciado un saco de guijarros encima de la mesa.
Era una araña negra como el carbón y del tamaño de una rueda de carro.
El aprendiz de herrero dio un brinco hacia atrás, chocó contra una mesa, la derribó y estuvo a punto de caer él también al suelo. El rostro de Cob se aflojó. Graham, Shep y Jake dieron gritos inarticulados y se apartaron llevándose las manos a la cara. Carter retrocedió un paso en un gesto crispado. El silencio inundó la habitación como un sudor frío.
El posadero frunció el ceño.
—No puede ser que ya hayan llegado tan al oeste —dijo en voz baja.
De no ser por el silencio, lo más probable es que nadie lo hubiera oído. Pero lo oyeron. Todos apartaron la vista de aquella cosa que había encima de la mesa y miraron, mudos, al pelirrojo.

Patrick Rothfuss
El nombre del viento
Crónica del asesino de reyes: primer día

«Viajé, amé, perdí, confié y me traicionaron».
En una posada en tierra de nadie, un hombre se dispone a relatar, por primera vez, la auténtica historia de su vida. Una historia que únicamente él conoce y que ha quedado diluida tras los rumores, las conjeturas y los cuentos de taberna que le han convertido en un personaje legendario a quien todos daban ya por muerto: Kvothe… músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino.
Ahora va a revelar la verdad sobre sí mismo. Y para ello debe empezar por el principio: su infancia en una troupe de artistas itinerantes, los años malviviendo como un ladronzuelo en las calles de una gran ciudad y su llegada a una universidad donde esperaba encontrar todas las respuestas que había estado buscando.

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